Para los que vivimos el acontecimiento, el cuadragésimo aniversario de las primeras pisadas humanas sobre la Luna ha sido una buena ocasión para recordar cómo éramos en aquellos años; al hacerlo, surgen de manera casi inevitable las comparaciones.
Nadie podría negar que las cosas hayan cambiado, pero habría mucho que decir acerca de la calidad de esos cambios. En mi opinión, aunque el balance político sea innegablemente positivo, hemos perdido en varios e importantes aspectos. Para empezar, la sociedad española de 1969 estaba mucho más abierta y esperanzada que la de hoy. Se esperaba el inevitable cambio de régimen: Franco ya había designado como sucesor a título de Rey al Príncipe de España, Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, y se estaba a las puertas de un sinfín de novedades atractivas, excitantes; la gente tenía ilusión y el país en su conjunto estaba seguro de ir hacia algo mejor. Por más que nos empeñemos, esa no es ahora la tónica dominante. Pese a vivir nominalmente en una democracia, seguimos siendo extraordinariamente pasivos y no hemos aprendido a respetar los derechos de los demás.
En estos cuarenta años, la sociedad española ha prosperado muchísimo: nos hemos internacionalizado, algunas empresas se han convertido en líderes mundiales, se ha elevado enormemente el nivel de instrucción y se ha creado una sociedad que, por primera vez, se ha sentido genéricamente rica, ha salido de la pobreza y ha podido viajar al extranjero sin necesidad de abrir continuamente la boca por el asombro. Todo eso está ahora, sin embargo, un tanto detenido, como en riesgo.
La clave seguramente esté en que mientras la sociedad civil ha avanzado, la política ha encallado. Tras la transición y los gobiernos de González y de Aznar, el país se ha detenido y está empezando a descender a gran velocidad. La crisis económica puede verse, sin duda, también como un reflejo de esta crisis más de fondo. El factor decisivo en este retroceso evidente no está siendo específicamente político, es decir más o menos de derechas o más o menos de izquierdas, sino que tiene una connotación decididamente cultural, aunque, en su raíz, tenga un origen político. Me refiero, sobre todo, a la tendencia al ensimismamiento que están experimentando muchas de nuestras comunidades, al franco aldeanismo que se erige por doquier en seña de identidad, en un ersatz perverso de modernidad y de progreso. Es difícil ir a cualquier lugar de España sin verse asaltado por las más peregrinas propuestas, como se dice ahora, de cultura de la identidad, de mentalidad de campanario. Nuestro nosotros se hace cada vez más estrecho y puede llegar un momento en que nadie se sienta español, ni siquiera los militares a los que se sanciona por desplegar una bandera en la cima de un monte de algún lugar del norte.
Este mal tan estúpido, esta tendencia a la falsa diferenciación, no ha nacido solo, no ha sido el fruto de un error espontáneo; muy por el contrario, debiera considerarse como la consecuencia principal de un diseño perverso. Con la sana intención de acercar el gobierno a los ciudadanos, se entró en un proceso de distribución horizontal del poder que, sin lograr nunca sus propósitos originales, ha conducido a problemas realmente graves que amenazan con arruinarnos el futuro. Las administraciones han crecido de una manera desconsiderada y el control sobre la conducta de las personas se ha hecho cada vez más insoportable para cualquiera con un mínimo de amor a la libertad y a la independencia de criterio. Las instituciones se han convertido en auténticas inquisiciones que te dicen cómo has de hablar, qué has de pensar y qué puedes creer.
En estos cuarenta años no hemos aprendido a vivir en libertad. Las instituciones del Estado tienden a ser tan escasamente liberales como lo eran bajo Franco; pretenden que nada escape a su control; son descaradamente partidistas porque no han aprendido a distinguir la democracia del despotismo; tratan a los ciudadanos como a súbditos y, lo más grave, es que muchos aplauden porque nunca han conocido nada parecido a la independencia de los jueces, a la neutralidad del Estado, o al respeto a la conciencia ajena.
En España solo se hace caso a las multitudes organizadas, a los movimientos de masas que excluyen de manera agresiva a los otros, justo lo que se hacía en el franquismo. Nuestro civismo no ha mejorado y cualquiera puede ver cómo dejan las calles y los jardines las manifestaciones de, por ejemplo, los ecologistas. Aquí, por asombroso que resulte, las prohibiciones gozan de mejor prestigio que las libertades, salvo muy raras excepciones. Seguimos defendiendo nuestras ideas a gritos y, por si pudiésemos sentir la tendencia a moderarnos y pensar, la TV nos muestra continuamente debates en los que se imponen los más hoscos, los de modos más brutales. Y, por supuesto, como comprobamos cada día, en el interior de los partidos florecen la libertad y la democracia, como en la Falange.
[Publicado en El Confidencial]