La pólvora del Rey

Me parece que cada día es más frecuente que los españoles vivamos en estado de queja frente a la insolencia y la rapiña de los poderes públicos; personalmente, no tengo duda al respecto: creo que nuestra democracia, aunque haya servido para consagrar la legitimidad del poder político, cosa que era muy necesaria, no ha sabido avanzar en la delimitación de los poderes, tal vez porque sea más fácil ser demócrata que liberal.

Los políticos se sienten respaldados por las instituciones que ellos ocupan, porque los partidos que son, como ahora se dice, transversales, y monopolizan todos los espacios, se han convertido en auténticas falanges, por no decir mafias, que tienden a olvidar la razón última de su existencia y se dedican, por encima de todo, al propio beneficio. Con la excusa de que no se pueden ceder terrenos al enemigo, han privatizado completamente la gestión pública y reclaman para ellos y sus asuntos los privilegios que solo tienen sentido para el ciudadano común. Por ejemplo, la presunción de inocencia es un principio que tiene sentido para proteger al individuo frente al enjuiciamiento judicial y la ausencia de pruebas, pero apenas tiene ningún papel que jugar en la esfera pública, un ámbito en el que los ciudadanos harán bien en sospechar y condenar las conductas escasamente transparentes y objetivamente escandalosas de sus representantes, más allá de lo que los jueces pudieran determinar, en el caso de que se dedicaren a ello.

Se podría objetar que eso acabaría por suponer que el político estaría indefenso frente a cualquier acusación arbitraria, proveniente, por ejemplo, de la oposición, o de sus enemigos. Es verdad que existe ese riesgo, pero es menor, a mi entender, y a la larga, que el que se deriva de que los partidos asuman la defensa de la decencia de sus cargos públicos como si se tratase de una obligación primordial, en lugar de depurar internamente las responsabilidades y de actuar conforme a la sensata máxima de que la mujer del Cesar tiene que ser honesta y, además, parecerlo.

Esa moral colectiva de autodefensa es un cáncer voraz que acabará, si no se corrige a tiempo, y no queda mucho, por esterilizar completamente al sistema. Es gravísimo que eso suceda, además, en un entorno en el que apenas hay atisbos de independencia judicial, y en el que la sofística política ha impuesto la convicción de que la soberanía popular inviste a sus representantes con un poder que está por encima de las leyes comunes.

En un escenario así sería absolutamente milagroso que los políticos no tendiesen a sobrepasarse, a abusar. Si a los ciudadanos les hace gracia que un alcalde prepotente se lleve a Copenhague a una troupe de cuatrocientas personas, empezando por el Rey y su augusta familia y acabando por unas aristocráticas azafatas, la cosa tiene difícil remedio. Menos mal que no han ganado, y eso acaso pudiere conseguir que empecemos a preguntarnos si tiene algún interés el derroche inagotable de tanta pólvora del Rey, esa que pagamos todos, menos el monarca.