¡Qué alivio!

Al conocer la declaración de Garzón ante el Supremo según la cual, el señor juez no ha recibido ningún dinero del Banco que gobierna el señor Botín (¡qué nombre para un banquero!), se ha adueñado de mí un gozo indescriptible.
¡Qué contraste de sutileza frente a los argumentos romos de los soviets de obreros e intelectuales reunidos en la UCM con Berzosa a la cabeza! ¡Así da gusto!
Para que lo entiendan todos: que el señor Garzón cobre una modesta cantidad de dinero de la Universidad de Nueva York, que coincide casualmente con la cantidad que el señor Garzón le había pedido al banquero Botín, no significa de ninguna manera que el señor Botín haya pagado favores del señor Garzón, ni que el señor Garzón haya cobrado dinero del señor Botín.
El día que se aplicasen estas doctrinas tan sutiles e ingeniosas acabaríamos con la corrupción. Por ejemplo nunca se podrá probar que un preboste cualquiera, haya cobrado dinero de un constructor por hacer algo que no debiera, porque seguro que, de haber habido cobro, que esa es otra, hubiera sido por algo perfectamente razonable, un acto mercantil perfectamente legal y completamente amparado por la presunción de inocencia, faltaría más.
Es por falta de sutileza por la que se han iniciado grandes desastres en la historia, por ejemplo, la cosa de los protestantes, que no entendían que el Papa no vendía indulgencias, sino que, por un lado, recibía limosnas, y por otro, propiciaba los favores eternos.
El pensamiento moderno se suele recrear en la sospecha, pero no me parece que eso sea aplicable a un caso que se ha desarrollado tan a las claras. ¿Cómo iba Garzón a pedir dinero a Botín de manera tan ostensible si sospechara que alguna mente fascista y corrompida fuere a interpretar una acción tan filantrópica de manera torcida? Lo que ocurre con la gente inocente es que, de vez en cuando, se ve atrapada por los malos pensamientos de gentes corruptas, incapaces de ver la nobleza de las intenciones y la limpieza de las ejecutorias. Garzón fue a predicar a tierra de infieles, un acto valiente y gratuito, fruto de su inextinguible generosidad para con los perseguidos, y ha sido una mera coincidencia que el Banco, siempre interesado en la cultura, le haya dado a la universidad un dinerillo, menos de medio millón de dólares, que no es nada comparado con la justicia universal, y que luego esa institución, también del modo más inocente, aunque un poco torpe, le haya pagado esa misma cantidad, un estipendio modesto, al fin y al cabo, al señor Garzón. Bastará con probar que los cheques fueron distintos para que se disuelva cualquier equívoco. ¡Qué alivio! Ya solo quedan un par de malentendidos.

Acto final, el desvelamiento

El triple laberinto en que ha venido a parar la industriosa y telegénica actividad judicial de Garzón, esta sirviendo para desvelar muchas cosas de las que nadie se atrevía a hablar. Estamos asistiendo a escenas memorables, a momentos en que, desprendidos de sus disfraces, muchos se quedan en cueros. Los partidarios de que Garzón esté para siempre y por derecho más allá del bien y del mal, por encima de cualquier ley, ya no saben qué decir. Sólo un supremo esfuerzo de voluntad, un empeño en la movilización, les está dando esa energía agónica que, ordinariamente, concluye en el ridículo, porque nada hay más necio que el despelote cuando se ha ejercido siempre de maestro de ceremonias, de arbiter elegantiarum.
En esencia los argumentos de los garzonistas se reducen a proclamas literalmente orwellianas, sin ironía, de forma desnuda, como si no hubiesen leído al inglés.
El primer argumento es contra la igualdad. Garzón es más igual que los demás, de manera que no puede ser juzgado como un igual, ni por los iguales.
El segundo argumento es contra la ley, porque si la ley sirve para culpar a uno de los nuestros, no es una ley, sino una infamia. En cierto periódico añoran los tiempos en que, Garzón mediante, se pudo poner en píe semejante principio para mayor gloria de su dueño.
El tercer argumento es intencional. Esta vez olvida no a Orwell, sino a Juan de Mairena, al que, de todos modos, tenían ya muy olvidado. La verdad solo es la verdad cuando la diga Agamenon o bien, en su caso, el porquero, según se establezca, pero quedando claro que nunca puede haber una verdad que esté por encima de la distinción, que afecte a los que son más iguales, a los nuestros, a Garzón.
Que puedan sostener todo esto sin que se derrumben es, seguramente cuestión de tiempo, aunque, como todos los fanáticos, persistan en sostener que, en realidad, es cuestión de bemoles. Es este refugio en el bunker de la insolencia y la fuerza bruta lo que me parece más revelador, más dramático.
Que parte de sus desgracias, aunque no todas, tengan su origen en demandas de grupos que se sienten herederos de doctrinas que pretendían que a los pueblos los mueven los poetas, no deja de ser enormemente irónico. Ese aire de justicia poética, que a veces adorna el final de algunos bribones, es, en todo caso, irrelevante, porque después de las fantochadas de la justicia retrospectiva, vendrán las cartas amistosas sugiriendo elegantemente contraprestaciones intelectuales a precio de saldo, y el pisoteo de los procedimientos y las garantías por sus guardianes.
¡Qué espectáculo ver a quienes presumían de ser los más ardientes defensores de la democracia ciscarse en sus proclamas! ¡Qué lección de realismo ver a los poderosos de antaño y sus corifeos de hogaño defender a sus perros guardianes y olvidarse de la seguridad pública! ¡Qué carnaval tan prodigioso! ¡Qué alegría va a dar ver en la calle a las fuerzas, sindicales, por supuesto, del progreso y de la cultura pasando revista por la asistencia para evitar el descuelgue de los más tímidos!
Tampoco conviene que exageremos el festín que nos espera, porque lo mismo interviene ZP, con o sin ayuda de Chavez, y emite un ukasse para que nada sea lo mismo que parecía ir a ser. Son expertos en hacerlo, y lo mismo hay cualquier sorpresa, aunque parte de los especialistas en maniobras en la oscuridad y en efectos pirotécnicos no sean precisamente entusiastas del vilipendiado.

Héroes anónimos, símbolos universales

Voy a hacer una comparación maniquea, pero el maniqueísmo puede ser ilustrativo. Repaso mis notas del libro de Javier Ordoñez, Ideas e inventos de un milenio, 900-1900, al tiempo que leo lo que dicen en los medios los defensores de Garzón. Por una parte me encuentro con tipos como John Harrison, Hans Lippershey, o Claude Chappe, a los que casi nadie conoce, y por otra con celebridades universales. Sin los primeros, prácticamente anónimos, y miles como ellos, los hombres seguiríamos en el neolítico o algo similar, pero los segundos pretenden ser embajadores del Paraíso, gentes que no se pueden acomodar al esquema común, a esa pretensión, seguramente fascista, de que nadie esté por encima de la ley.

Los primeros comprendieron que el trabajo gustoso y la invención merecían la pena, más allá de su fama y su fortuna. Los segundos pretenden que lo que ellos digan y/o hagan no sea objeto de controversia, porque pertenecen a una casta superior, a una nueva especie de intocables. Su fama no solo les precede, sino que, a su entender, debiera protegerlos de todo mal, de la investigación de los jueces, del cuestionamiento público de sus intereses, de cualquier presunción de control.

Las soflamas en defensa de Garzón son flamígeras, apocalípticas. Es evidente que esa izquierda divina jamás ha podido entender los fundamentos de la democracia liberal, siempre ven sus instituciones como máscaras que pretenden impedirles el dominio del mundo, la burla de su buena intención, la superioridad moral y estética de sus almas. ¿Puede haber algo más inicuo?

Me gusta verlo de otro modo, como una ironía de la historia. Los del partido de Dios, pues así se llamaban, defendían la suprema verdad de sus convicciones más allá de toda la hojarasca dialéctica de los liberales, de aquella peligrosa doctrina según la cual acabaría sucediendo que nadie fuese más que nadie. Ese horror, que parecía patrimonio de una derecha desaparecida, amenaza ahora a esta izquierda post-comunista e impecable, y comprendo que sea insufrible que el juez que veía amanecer pueda ser un delincuente, lo mismo que parecía insoportable a los carlistas que el Rey Nuestro Señor fuese un pretendiente cualquiera y pudiere acabar por ser, a la postre, un ciudadano extravagante.

Cierta manera de entender la izquierda es el último recurso para sustraerse a la marea de vulgaridad que todo lo inunda, para estar en el pináculo, pero el de Garzón se derriba con ruido, y sus coristas se temen lo peor: que están a punto de perder su condición de símbolos, su sala VIP, su patente de corso universal y tendrán que ponerse a la cola del supermercado, como todo el mundo.

La justicia infinita, según Garzón

Sentiría molestar los oídos de los admiradores de nuestro benemérito juez empleando para sus andanzas un titular malsonante porque recuerda a una campaña de Bush, pero son cosas que pasan. Por si alguno de estos admiradores no lo saben, infinito es lo mismo que ilimitado, y lo contrario de ambas palabras se puede expresar de muchas maneras: límites, fronteras, cortapisas, trabas, restricciones y un largo etcétera.

Bien, pues ahora verán por qué me ha venido a la cabeza la infinitud, y esta vez no ha sido por las virtudes de nuestro superjuez. Recuerdo unas declaraciones garzonianas sobre cuánto lamenta las trabas a la Justicia universal, el hecho de que no se pueda detener a los malhechores preferidos del juez, aunque haya otros de los que ni se acuerda, no va a hacer él solo todo el trabajo. De todos modos, dada la finura intelectual de nuestro audaz magistrado, me pregunté sobre qué podría entender exactamente por tal cosa y, cuando estaba inmerso en profundas cavilaciones, una noticia aparentemente insulsa, me lo aclaró todo: parece ser que el abogado de unos de los implicados en la minuciosa trama del caso Gürtel, se quejaba de que hubiesen grabado sus conversaciones con su cliente, precisamente mientras Garzón se ocupaba amorosa y profusamente del caso.

Está claro que el magistrado de las X no quiere otros límites que los que él se imponga y que cree que para hacer justicia no se puede andar uno con zarandajas; seguro que nuestro héroe no ignora que hay límites muy precisos establecidos por las leyes sobre lo que se puede hacer y lo que no, incluso si se es un juez famoso. Yo creo, sin embargo, que lo que ha pasado es, más o menos, lo siguiente. Recordarán ustedes cómo Garzón ha estado, en pleno ejercicio de sus derechos y sin olvidarse nunca de sus altísimas responsabilidades (otra cosa es que se le hayan pasado por alto un par de detalles burocráticos, que, en realidad, nadie debería exigir a figuras excepcionales como él), en una conocida universidad de Nueva York, y, de paso que ha ampliado su fabulosa formación jurídica, se ha empapado de la idea anglosajona de que los magistrados han de interpretar la ley sin dejarse llevar por lecturas restrictivas del efecto benéfico de la justicia, universal por supuesto.

Lógicamente, convencido como está de que hay que modernizar la justicia para salir en el telediario, ha debido pensar que ya está él ahí para decidir lo que haya que limitar, en cada caso, y lo que pueda y deba ser ilimitado para el beneficio de la justicia, universal, por supuesto.

¿Cómo puede pretender un abogado que el juez tenga las manos atadas? ¿Hasta dónde pretende llegar un sujeto a sueldo de gentes indignas para librar a sus clientes de las garras de la imparcial y sabia justicia garzonil? Los españoles tendemos a ser muy injustos con Garzón, y lo somos cuando nos olvidamos de su condición excepcional y su derecho a sobrevolar la legislación en beneficio de todos y de la justicia, universal, por supuesto. No hemos sabido ver lo que continuamente hace por todos nosotros y por nuestras instituciones, por los Gobiernos de izquierda, por los Bancos que saben ayudar a las universidades prestigiosas, por los magnates de la prensa, por los príncipes de la paz que tratan de superar el conflicto vasco, en fin por la justicia, universal, por supuesto. Llevados de la mala costumbre de criticar a un juez que tanto se desvela por la justicia, universal, por supuesto, algunos abogados a sueldo de facinerosos se atreven a pretender que él no pueda espiar las comunicaciones de los delincuentes con sus cínicos defensores, ni hacer que no figure en el sumario aquello que pudiera desacreditar sus nobilísimas causas. ¿Cómo se puede pretender que la justicia, además de ciega, tenga las manos atadas, cuando el crimen es tan flagrante como el de los engominados? ¿Acaso el público no comprende que, a base de garantías, se pueden acabar escapando y que se crearía un agravio con el PSOE de Filesa? ¿Es que queremos estigmatizar al más diligente de nuestros jueces que tiene tanto trabajo que quiere quitarse el caso Faisán de encima? Pues bien, así no hay manera de hacer la justicia universal que le gusta a Garzón, conviene que se sepa.