Categoría: bipartidismo
Cuando escribir es siempre reeescribir
Una crisis nacional
La tapadera
Quevedo, un escritor excepcional y un hombre valiente, dejó escrito aquello de “No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca, o ya la frente, / silencio avises, o amenaces miedo./ ¿No ha de haber un espíritu valiente?/¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?/¿Nunca se ha de decir lo que se siente?” en su Epístola a Olivares, el poderoso de la época. Creo que estos tercetos quevedianos tienen hoy la misma actualidad que en la primera mitad del siglo XVII. La tiranía que hoy nos atenaza es más sutil, pero no menos cruel y, sobre todo, mucho más poderosa que el Conde Duque.
Este bipartidismo imperfecto y sofocante que nos controla, empieza por someternos a una demediación de nuestra personalidad; de modo insensible, la mayoría se ve privada de contemplar el arco visual entero, tiranizada por el imperativo categórico impuesto por un bipartidismo atroz, a saber, conseguir, a cualquier precio, el derribo y la ruina del adversario. Nunca podremos valorar adecuadamente la enorme cantidad de inteligencia y de prosperidad que se nos escapa por los entresijos de este tinglado maniqueo, lo caros que nos salen los rituales y jeribeques de nuestros políticos.
Me parece que la existencia de esta atmósfera inquisitorial, de la izquierda hacia la derecha, pero también a la inversa, no es nada casual, sino un producto de diseño, aunque burdo en última instancia. No quiero perderme en consideraciones acerca de quién es el responsable último de este estado de cosas, lo que sería casi imposible sin reproducir el esquematismo que trato de denunciar. Me bastará con aludir a un par de escenas de la actualidad política para que se pueda valorar el disparate. El PSOE bombardea con Gürtel, y el PP pretende responder con el caso Faisán; ambos partidos gastan munición sobrada en armar el mayor de los ruidos en un par de asuntos que, en una sociedad normal, debieran resolverse sin apenas escándalo, con discreción y sin exageraciones, para no dificultar la resolución de los problemas perfectamente reales que nos acongojan, y no sin motivo; aquí sin embargo nos atenemos al atavismo, porque nos han dicho que en eso consiste la democracia.
El encono y la saña con los que transcurre la vida política española, impide un análisis medianamente objetivo de las cosas, la comprensión de las estrategias de los partidos, la respuesta a dificultades comunes. Pondré otro par de ejemplos de lo que trato de señalar. Primero, sobre las estrategias de los partidos. No hace falta ser un gurú para ver que el PSOE necesita ganar posiciones en Madrid y en Valencia, porque los 25 escaños obtenidos en Cataluña son virtualmente irrepetibles; pues bien, como de casualidad, el caso Gürtel afecta al PP en esas dos plazas. El PP, por su parte, se modera hasta la exasperación de muchos de los suyos y responde con medidas chapuceras a ese ataque, confiando en que el tiempo todo lo difumine, porque tiene miedo de perder adhesiones por sus flancos. ¿Interesa algo de esto a los españoles de juicio independiente? Ni lo más mínimo, pero se ven inmersos en una refriega enloquecida que medios de opinión, absolutamente en quiebra, tratan de mantener viva, tanto para merecer las caricias de quien controla el presupuesto, como porque hacer información sale más caro que hacer demagogia y partidismo, y estamos en pérdidas.
Veamos ahora lo que ocurre con el interés común: la imposibilidad de lograr una mayoría que apruebe los presupuestos, independientemente de lo delirantes que nos puedan parecer, lleva al PSOE a comprar votos que se pagan con el dinero de todos: privilegios por aquí, cacicadas por allá, etc. Mientras tanto, el PP, lejos de contribuir de alguna manera, o de ingeniar un sistema que pueda evitarnos el gasto, se consuela pensando que ahora no es él quien está pasando por el mal trago. Pero nuestros dos grandes partidos son capaces de llevarnos al desastre, o de consentir que nos esquilme cualquier grupo pequeño de la Cámara, con tal de no dar su brazo a torcer.
¿Corrupción? Sin duda, pero aquí parece que ya nos hemos acostumbrado al “¡y tú más!”, al creer que eso basta para mantener a la grey con las filas prietas y en posición de prevención, que es lo que parece que se lleva. Pero, de esta manera, no caemos en que hay una corrupción más grave que la de unas bandas de chorizos o, incluso, la financiación ilegal de un partido, como en el caso Filesa y un sinfín de falsas empresas dedicadas al trinque. Lo penoso es que quienes debieran estar al servicio de los españoles y de sus intereses, se las arreglan para que la mayoría esté a lo que a ellos importa, a su mantenimiento en el poder, a su reparto obsceno de prebendas, no entre los mejores, sino entre los más allegados, madres y padres, como en Benidorm, hermanos y cuñados en las listas y en los gabinetes, lo que sucede por doquier. La corrupción de que nos hablan, sirve de tapadera de algo peor, y hay que atreverse a destaparlo, y dejar de bailarles el agua.
¿Pacto de estado o elecciones anticipadas?
La gravedad de la crisis, económica e institucional, por la que atraviesa España hace que casi todo el mundo piense en alguna solución excepcional. Ello muestra la incapacidad del sistema para adaptarse a un entorno tan inhabitual como crítico y que constituye una amenaza de consecuencias catastróficas. Parece como si la España democrática hubiese perdido el rumbo. No hay síntomas de que dispongamos de las energías políticas que permitieron una transición excepcional, cuyos réditos han empezado a agotarse.
En este contexto, se suscitan frecuentemente debates en torno a si, para remediar la cosa, sería preferible un pacto de estado o unas elecciones anticipadas. Se trata de una disyuntiva estéril, falsa y viciada desde la raíz. No es evidente que unas elecciones anticipadas, que en ningún caso van a celebrarse, puesto que podrían perjudicar al único que puede convocarlas, fuesen a otorgarnos un panorama político sustancialmente distinto al que tenemos. Es obvio, por otra parte, que el Gobierno está cerrado en banda a cualquier cosa que no sea aguantar el chaparrón y confiar en la lealtad de los supuestamente suyos, abundantemente regada con dádivas insensatas.
¿Qué está pasando entonces? Básicamente, que el sistema democrático precisa de algo más que unas instituciones jurídicas, y carecemos decisivamente de ese algo más. Si se me permite una metáfora orgánica, que siempre son peligrosas, el fallo de un subsistema se suele corregir potenciando un mecanismo sustitutorio, lo que siempre da lugar a una malformación que produce gran variedad de deficiencias funcionales. En nuestro caso, la malformación esta en el sistema de partidos cuya conformación ha invertido completamente su función constitucional: en lugar de servir de cauces de representación, se han convertido en fortines feudales a cuyo alrededor se agrupan, alternativamente o a un tiempo y de forma transversal, densos conglomerados de intereses que los hacen todavía más inaccesibles y casi absolutamente insensibles a cualquier cosa que provenga del exterior.
Ahora bien, lo decisivo es comprender que esa deformación no se debe, a mi entender, a ninguna norma jurídica deficiente, sino a graves carencias en la cultura política de los españoles, al hecho de que en la mayoría de los casos, en la Universidad, en la empresa, en los clubes de fútbol, en la prensa, y, por supuesto, en el interior de los partidos, nuestro comportamiento es exactamente ese, una especie de caudillismo atemperado por la oligarquía. Creo, sinceramente, que es pedir peras al olmo esperar que los partidos se comporten de manera distinta a como nos comportamos la mayoría de los españoles; mientras no modifiquemos sustancialmente nuestra cultura política, nuestras instituciones, en las que ahora apenas tiene cabida una conducta competitiva, liberal y respetuosa de los derechos de los demás, que es lo que permite la fecundidad de la una democracia, no podrán gozar de los beneficios de la poliarquía, y la libre competencia será siempre una auténtica rareza.
La consecuencia más importante de todo esto es que, en España, el poder político no está distribuido verticalmente (aunque horizontalmente sí, en esos monstruosos mini-estados en que han venido a dar las CCAA por las mismas razones), de manera que, ante cualquier situación realmente grave, como la presente, la democracia no pasará de ser una piadosa ilusión enmascarada por un bipartidismo autocrático. Ante las crisis, los partidos no reaccionan como las personas normales suponen que reaccionarían ellas, sino defendiendo, en primer lugar el interés máximo de su subsistencia. Es, exactamente, lo que hace Zapatero: resistir, y que cada palo aguante su vela. Actuar en función de intereses generales puede convertirse en un atentado a ese patriotismo de partido que, hasta ahora, ha gozado de gran crédito entre los socialistas de todas las procedencias.
Precisamente para poder actuar con más soltura a la defensa de los intereses creados, los partidos prefieren carecer, por completo, de oposición interna y, en consecuencia, no pueden ser democráticos que es lo que, ingenuamente, manda la Constitución. No creo que haya que cansar a nadie enumerando las razones para un diagnóstico tan negativo; me conformaré con mencionar la pasión de las oligarquías partidarias por imponer a toda costa un candidato único en cualquier clase de asamblea, o los poderosos reflejos corporativos para defender a gente realmente impresentable cuando ha alcanzado un estatus suficientemente alto en la organización, pese al clamor popular, ese último destello de decencia que le queda a mucha gente.
¿Entonces, qué cabe hacer? Cada cual tendrá su responsabilidad, pero es evidente que una cultura democrática se forja ejercitándola. Hay que romper, a base de libertad, las ataduras que mutilan y esterilizan nuestra democracia. Luego, se podrán hacer reformas, pero lo decisivo es no quedarse quieto mientras nos golean.
[Publicado en El confidencial]