Del maniqueísmo al no es para tanto (España en crisis 6)

Este mediodía discutía con algunos amigos sobre la razón de ser de nuestra tendencia al maniqueísmo político; mis amigos, que son listos y de derechas, aunque algunos crean que esto es imposible, afirmaban que se trataba de una consecuencia de la guerra y los cuarenta años del franquismo. Yo no estuve de acuerdo, aun reconociendo la importancia de esa clase de factores. Me parece más operativo el hecho de que, al no ser una República, todas nuestras elecciones se transforman en enfrentamientos de bloques. Si fuésemos una República, como Francia, o, mejor, como los Estados Unidos, la elección del presidente introduciría un factor balsámico en el enfrentamiento de bloques, cosa que de hecho sucede en estos países. Junto a este factor institucional, el fondo cultural y religioso del que se nutre la sociedad española, que es más viejo y decisivo que la guerra y el franquismo, meros episodios de esa lucha agónica de unos españoles contra otros, favorece el enfrentamiento porque da a entender que unos tienen la razón y el bien, mientras los adversarios persiguen el desvarío y la maldad.
Ya va siendo hora de que abandonemos estas necedades y aprendamos a ser algo más relativistas, aunque la palabra tenga tan merecida y mala fama, que aprendamos a ser menos barrocos y teológicos y más empiristas. Yo creo que serán cada vez más los españoles que juzguen de la política por cómo les va a ellos, por cómo nos va a todos, lo que es muy razonable, y que se sientan felices por comprender y compartir las buenas razones y causas de sus adversarios que, además, son siempre un acicate para la mejora de las nuestras. Hay que aprender a ser menos dogmáticos y más competitivos, con reglas iguales para todos. No es casualidad que el fútbol nos guste tanto, pero nuestro dogmatismo habitual nos priva de admirar el buen juego de los contrarios que, en ocasiones, es extraordinario, como pasa ahora con el Barça a los que somos madridistas.
A mí me parece que Zapatero ha fracasado con sus operaciones de memoria histórica, en sus intentos de ahondar las diferencias entre españoles, pero no basta ese fracaso: deberíamos ser cada vez más los dispuestos a no empeñarnos en luchas fratricidas, en extremismos ideológicos. Es un hecho que el bipartidismo no ayuda, pero tenemos que esforzarnos en que ese bipartidismo sea cada vez más en beneficio de todos, y no en honor a un nuevo guerra-civilismo que sería una causa especialmente estúpida.

La grande y la pequeña maniobra (España en crisis 5)

El excesivo culto a la palabra, a la retórica vacía, tiene una consecuencia demoledora en el debate público, a saber, que tienden a imponerse las grandes palabras, que se deprecia el espíritu crítico, siempre tan escaso porque requiere valor, y se concede un valor enteramente exagerado a lo sentimental, a lo fácil. Visto desde otro ángulo, esa actitud favorece el prestigio de las grandes promesas, de la idea según la cual cualquier mejora requiere la adopción de medidas mucho más radicales y generales que las que suponen necesarias los reformistas, dígase con tono despectivo. Como es natural, esa actitud trae consigo el que, en realidad, nunca se cambie nada, que, en el fondo, se promueva el ideal hipócrita y cínico que establece que sea preciso que todo cambie para que todo siga igual.

En algunas ocasiones he comparado esas dos actitudes frente a los defectos españoles con las posturas contrapuestas de Ramón y Cajal y de Ortega y Gasset en torno al problema de la ciencia en España, de la universidad y de la cultura española, en general. Ortega, además de inspirarse en un modelo que ya casi agonizaba, pretendía que cualquier cambio positivo requeriría reformas muy de fondo, mientras Ramón y Cajal se limitaba a escucharle con gusto, y con cierto escepticismo, y a trabajar de manera incansable, investigando con rigor y audacia, dejándose los ojos en el microscopio y poniendo a los laboratorios españoles bajo su influencia a la vanguardia de la ciencia de su época, pese a las innegables dificultades que trataban de impedirlo.

En el mismo terreno universitario se podría poner un ejemplo mucho más reciente, estrictamente contemporáneo. Es verdad que la universidad española es muy mediocre, que no tenemos, en el año corriente, ninguna entre las 200 mejores del mundo, pero ello no ha impedido, por ejemplo, que el Departamento de Matemáticas de la Universidad Autónoma de Madrid ocupe un lugar mucho más brillante en la jerarquía internacional (está entre el lugar quincuagésimo y el septuagésimo quinto) que el que corresponde al conjunto de las universidades. Los males de la universidad española no impiden a esos matemáticos madrileños hacer un trabajo excelente, aunque sean, o seamos, legión los que se refugien, o los que nos refugiemos, en la mediocridad general para justificar la propia. Todo mejoraría el día que aprendiésemos a trabajar en las reformas posibles, por humildes que parezcan, sin que eso haya de significar ninguna renuncia al ideal, entre otras cosas porque al ideal se llega, únicamente, paso a paso.

Arbitrismo y barroquismo (España en crisis 4)

Siempre he creído que la raíz de esa clase de actitudes, maniqueas y arbitristas, está en una comprensión deficiente de las dificultades y que esta, descansa, a su vez, en la mala costumbre de olvidar que las palabras pueden parecer muy poderosas, pero son, en el fondo, estériles cuando no se acompañan de algo más que ellas, de atención, de cuidado, de respeto, de ganas de aprender. Cuando se actúa sin esta clase de precauciones, cuando se piensa poco, pensar es pesar, sopesar, se comienza a interpretar mal las relaciones entre las palabras y las cosas, y eso conduce fatalmente a un aturdimiento. Es el barroquismo, el modo de usar la lengua que permite que las construcciones lingüísticas se desembaracen de cualquier relación responsable con lo inmediato, con la realidad, con las mediciones, las comprobaciones y los hechos. Un buen barroco construye su discurso de tal modo que nadie pueda desmentirlo: no es difícil ver que esa es la mejor manera de poner la retórica al servicio del dogmatismo.
No se me escapa que no hay fórmulas sencillas de resolver las ecuaciones que unen a las palabras y las cosas, porque las cosas también se hacen con palabras, a su modo, pero cuando la verborrea nos impide la duda, la reflexión, la humildad, se comienza a avanzar por un camino muy peligroso.
La tendencia al barroquismo es una resbaladiza desviación de la cultura española. Nótese, por ejemplo, que por cada pensador o novelista que tengamos podríamos ofrecer capazos de estilistas, de orfebres de la palabra. Por cada Galdós o cada Baroja, que no abundan, tenemos decenas de Umbrales, por ejemplo. En nuestro siglo de oro, cuando la Europa del norte, pero también Italia, se adentraba por el camino de la ciencia, nosotros produjimos infinitos Góngoras, y se perdió el buen sentido cervantino, el aire cotidiano de los magníficos poetas del XVI. Pero ¿tiene algo que ver esto con lo que ahora nos pasa? Me parece que más de lo que se ve a primera vista.

Lo que nos pasa (España en crisis 3)

Vamos a tratar de fijarnos en la cultura de los españoles, y, más precisamente, en nuestra cultura política. En mi opinión tenemos un problema de base que es que nos falta un acuerdo de fondo en una serie de cosas que son esenciales para juzgar cómo va la vida, cómo van las cosas. Se puede decir que esa clase de acuerdos faltan en todas partes, pero lo característico entre españoles es que no parece preocuparnos el hecho de que nos falten, preferimos adaptarnos a la dinámica maniquea.

A mi entender, esa manera antitética de hacer las cosas ha favorecido el arbitrismo, que es uno de los grandes inventos de quienes en este país se tienen por sabios. Un ejemplo para que se me entienda es el tipo de comentarios que los lectores suelen hacer al píe de los blogs, en que vapulean al que se ha esforzado, aunque sea poco, en el análisis para espetarle algo como esto: “lo que hay que hacer es fusilarlos a todos”, o “ya se sabe cómo son los catalanes”, o “¿qué vamos a esperar de la derechona?”, y argumentos por el estilo. Esta clase de “soluciones” se basa en la incapacidad para comprender y aceptar el problema, en la creencia de que nosotros poseemos alguna especie de solución obvia y que solo la maldad del adversario le impide reconocerla de manera inmediata, incondicional y rendida. Pues bien, las cosas no son así, son algo más complejas y aquí se lleva poco el esfuerzo para entender las razones del otro.

Como veremos, esta conducta tiene unas raíces muy viejas y como este país, es, sobre todo, viejo, hemos confundido lo, digamos, natural con lo que hemos ido construyendo paso a paso, y, muchas veces, error, tras error.

Una situación extraña (España en crisis 2)

Como les decía ayer, ya no nos pasa que no sepamos lo que nos pasa. Ahora lo sabemos muy bien: hay un amplio consenso sobre cuáles son las medidas económicas que habría que adoptar, pese a las diferencias de matiz, y hay un acuerdo completo sobre que la democracia es el sistema y el método: esto, desde luego, no lo discute nadie. Ahora bien, es obvio que pese a esos acuerdos no conseguimos hacer lo que habría que hacer, lo que alguien que no tuviese nuestros problemas y coincidiese con los diagnósticos básicos se pondría a hacer inmediatamente. ¿Qué nos pasa pues? Nos pasan dos cosas básicas que, a falta de mejor nombre, hay que considerar como problemas culturales. Uno, el más obvio, es el que se refiere a ciertas deficiencias de maduración de la unidad política española. Algo de lo que habló días atrás Henry Kamen para decir que los españoles no hemos acabado de construir una unidad nacional plena y satisfactoria. Bien, eso, aparte de Kamen, lo sabe casi todo el mundo, aunque se pueda discutir mucho sobre los detalles, pero no me parece que sea el problema básico, con ser importante. Más grave es otro desacuerdo, y más que desacuerdo, creo que habría que llamarlo algo así como disonancia, que nos hace preferir el enfrentamiento a la colaboración, aunque más en la teoría, y en la lucha política, que en la práctica, aunque también en ella. El cainismo, la bipolarización, se pueden considerar fenómenos muy generales, pero el nivel de gravedad y de absurdo que alcanzan entre nosotros a nada que la cosa se complicque es casi insoportable. Kamen decía que no tenemos héroes nacionales, pero, ¿cómo habríamos de tenerlos si quiien para un español es un genio es siempre un canalla y/o un criminal para otro? Esto es lo que hay que tratar de entender, si se puede.