La España oficial

Nos decidimos bravamente hacia el despeñadero, y la España oficial persiste en repetir sin descanso sus mantras tranquilizadores, la mentira establecida.
Esta mañana he estado en una oficina pública. He debido franquear tres porterías, para nada. Ninguna de las personas que las ocupaba sabía de nada, ni protegían de nada; eran amables, sin embargo, tal vez levemente desdeñosas, como diciendo “¿Qué esperará éste sacar de aquí?” Acertaron, porque no pude sacar nada: el director de la oficina estaba reunido y no se le esperaba, el jefe, o la jefe, de la dependencia que hubiera podido auxiliarme había salido, y lo probable es que ya no volviese porque era ya casi la una. Un par de funcionarios rellenaron en el ordenador un absurdo papel que, al parecer, yo necesitaba, pero fallaba la impresora, y hubo que esperar a que una colega le diese unos golpes bajos para que, más o menos milagrosamente, se imprimiera el papel absurdo, lleno de falsedades e imprecisiones, pero cumplimentado, que es de lo que se trataba. Una vez con el papel, que como luego se vería, no sirvió para nada, el funcionario me dijo que sería mejor que me lo firmase el director, si yo le conocía. Traté de entender las razones para una firma innecesaria, pero conveniente; me temo que el funcionario pretendía que el director supiese que esa mañana él había rellenado ese papel.
Me fui a la calle, atravesé de nuevo las tres porterías, y me puse a pensar que es imposible que este país salga adelante con esa infinita serie de gentes que no hacen nada, ni sirven para nada. Mientras tanto, unos cuantos, que no sé cómo calificar, siguen creyendo que, a base de acumular funcionarios de cometido impreciso y absurdo, el Estado evitará la desgracia y que los ricos pagarán los platos rotos. Veremos lo que dicen cuando llegue el momento, pero será igual, porque la mayoría biempensante seguirá ejercitando su amor a la desmemoria, su culto a la retórica vaga, su desdén por la experiencia, su menosprecio de lo concreto.
Vivimos en la ciudad alegre y confiada, y ningún economista agorero nos sacará de nuestras pasiones, de nuestra lírica, de nuestra identidad imperecedera y cañí.

La política de los cielos

[Imagen de portada de la página web de la NASA]



Aunque el asunto sea sobradamente complejo como para que yo hable de él, me parece que Obama le ha metido un buen recorte al programa espacial americano. Como es lógico, siempre que se hace algo así, los políticos dicen que se aumenta el presupuesto, pero ya veremos. La noticia me ha recordado un comentario que dediqué ya hace años a Story Musgrave una especie de astronauta filósofo que hizo unas declaraciones sobre los de su oficio que me parecieron muy clarividentes.

Resulta que mientras, como cada día, nos movemos velozmente de acá para allá, un grupo de astronautas pasean sobre nuestras cabezas. Al parecer, investigan y hasta filosofan a su modo en los ratos libres que les deja el minucioso trato que requiere su casa volandera. Uno de estos superhombres, Story Musgrave, que ya no volará más, planteó a sus 63 años una serie de interrogantes sobre los designios celestiales. En su opinión el programa espacial necesita unos minutos de sosiego para dejar de conducirse por la inercia ciega de un gasto monumental y de unas fantasías seguramente agotadas. No sé si Obama ha tenido en cuanta el parecer de Musgrave, pero lo que ahora se está haciendo con la Nasa, sea acertado o no, responde a ese replanteamiento.

Cree Musgrave que la política y la aventura han dejado paso a la burocracia y el show-bussines, una combinación más frecuente de lo que se sospecha. Los cohetes siguen siendo los de Goddard y Von Braun y el transbordador una nave frágil que no es ni carne ni pescado. La meditación de Musgrave es tan interesante como insólita, porque hay proyectos a los que nunca se les toma la medida ni en gasto ni en sentido.

Se podría considerar casi como una ley general que cuando en una empresa del saber –y la tecnología siempre lo es- hay que recurrir a la propaganda, es que lo que se hace ha perdido en buena medida el interés que nos llevó a meternos en harina. La decepción que, en el plano personal, se puede transformar en sabiduría de la vida es letal, sin embargo, para las empresas colectivas. Sea para mejorar los remedios del cáncer, sea para acercarnos a las estrellas necesitamos una mística, una razón de fondo. Y necesitamos también una esperanza, que se alimente en la creencia de que, poco a poco, vamos avanzando. Cuando faltan ambas, cuando la burocracia se instala en el corazón del proyecto, llega la hora de la mentira, el momento de las añagazas, de hacer creer que se cree en lo que se está haciendo. Y es difícil creer en lo que se hace cuando, como dice Musgrave, se olvida uno de las cuestiones de fondo, aquello en que son especialistas las burocracias.

Ahora parece que se quiere reorientar el trabajo de la NASA, pero se hace difícil ahuyentar la sospecha de que las medidas tengan más que ver con la crisis económica que con la reflexión. De cualquier manera, no está mal que, al menos de vez en cuando, se pongan en cuarentena los planes que pudieran estar viviendo únicamente del dinero que gastan en convencernos de que nos hacen falta. Cuando Kennedy lanzó la carrera espacial, propuso una meta para la nación, porque había que superar a los rusos; ahora no se sabe bien qué es lo que se puede pretender y los políticos se fijan en que hay que adelgazar los programas porque pintan bastos, pero hará falta algo más que eficiencia para proponerse la conquista de los cielos.

Palimpsesto digital

Me rondaba por la cabeza la palabra palimpsesto, y no sabía bien a qué pudiera deberse. Imaginé que, como andaba escribiendo sobre cosas de libros y culturas, la repetida aparición del palabro en mi cabeza, se podría explicar por su relación con la historia de los soportes de la escritura, pero, como de repente, tuve una revelación. Me acordaba del palimpsesto porque con ese nombre se conoce a los manuscritos antiguos, en rollo o en códice, que han sido parcialmente borrados para escribir encima un nuevo texto, y tenía ante mí un auténtico palimpsesto informático. Mejor dicho, tenía dos. Una notificación de un juzgado y una respuesta de un órgano administrativo municipal. Dos papeles ininteligibles y absurdos en los que lo único que quedaba claro es que yo no tenía razón, dos palimpsestos como dos casas, como luego se verá.

Recuerdo muy bien cuando oí por primera vez hablar de que los ordenadores iban a simplificar la administración: iba andando por una calle de Londres con un viejo amigo que vivía allí y del que apenas he vuelto a saber nada. Era, más o menos hacia 1978, es decir que ya ha llovido. Pues bien, la cosa no ha sido así: la informática no ha agilizada la administración sino que ha vuelto más soberbios y ensimismados a los funcionarios que la encarnan. Todos tiene a mano un texto viejo que pueden repetir a golpe de tecla, un palimpsesto que se modifica y se personaliza sin apenas esfuerzo, algo así como el paraíso de la rutina. No hay que preocuparse por la escritura porque el PC te lo da hecho… y si el ciudadano no entiende que se vaya enterando.

La administración no nos contesta, nos envía palimpsestos, y con ello nos muestra su amor al pasado, su sabiduría y su escasa propensión a darnos a entender otras razones que las muy viejas del ordeno y mando. Modernización en los medios, perseverancia en los fines, y el que no tenga padrinos administrativos que no pretenda bautismarse, faltaría más.

Barcelona y el cargador único

Se me antoja lleno de simbolismo el hecho de que en Barcelona se haya producido un anuncio tan razonable como el de que los fabricantes de móviles se van a poner de acuerdo para utilizar un tipo de cargador universal. La Feria mundial de la telefonía móvil, una de las joyas de la Fira de Barcelona, parece haber servido para algo mejor que para presentar más modelos que hacen exactamente lo mismo. 

Seguramente pensando en la usabilidad, alguien ha caído en la cuenta de que la táctica de vender un nuevo cargador con cada nuevo terminal, la infinita multiplicación de los cargadores, había dejado de ser una estrategia rentable. Imagino que la crisis habrá tenido algo que ver, y esto es lo que me parece más interesante, comprobar que la imaginación y las crisis no están reñidas y que un poco de ascetismo puede venir bien para que se nos ocurran cosas razonables, ingeniosas, incluso obvias. 

Que cada móvil tuviese su cargador era realmente una necedad. Cuando la diversidad es innecesaria se convierte en un caos disfuncional que solo sirve para tratar de poner trampas en el camino de la competencia. 

Si pensamos en simplificar los trámites,  nos pondremos en el buen camino para tratar de hacer que nuestras instituciones sean más ágiles, útiles y eficientes. Los españoles gozamos nada menos que de cinco administraciones distintas, la europea, la estatal, la autonómica, la provincial y la municipal, cada una de ellas con su cargador correspondiente. A esa gozosa multiplicación hay que añadir los correspondientes niveles sectoriales y, si lo hacemos, el número de cargadores que los ciudadanos deberíamos conocer se multiplica al infinito, con la consecuencia de que casi nunca acertamos a tener el cargador adecuado en el momento oportuno. 

Los ciudadanos desearíamos que las distintas administraciones nos ayudasen, pero nos arman un lío con sus distintos cargadores,  lo que suele ser una buena excusa para echar una mano a amigos y parientes que son los expertos del cargador respectivo. 

[publicado en Gaceta de los negocios]

¡Qué bien funciona Muface!

Viernes. Hacia el final de la mañana, me dirijo a Muface, una mutualidad de funcionarios de la que soy partícipe voluntario y que me cuesta un buen dinero al mes, para que me den el visado para cierta medicina que me acaba de recetar un médico especialista.  Una vez en la delegación de Madrid, y tras una cola considerable, un funcionario muy atento me informa de que, aunque la indicación del médico es para un año entero (lo que exige el tratamiento), sólo me pueden dar el visado correspondiente para dos meses. Le hago notar que me parece una restricción poco razonable, porque carece de sentido obligar al paciente (y nunca mejor dicho) a hacer seis visitas perfectamente inútiles a esa dependencia. Me dice que no se puede hacer nada y lo argumenta en función del período de validez de las recetas, una entidad teórica seguramente introducida en el sistema para agilizar casos como el presente. Le pregunto si acaso hay temor de que los pacientes especulen con las recetas en el mercado negro o algo así y me dice, con lo que le queda de sonrisa, que él no puede hacer nada,  justamente lo que suele decir un funcionario consciente de su lugar en el mundo y de los derechos imprescriptibles que le son inherentes, el primero de los cuales parece ser el derecho a  la inocencia.

Me conformo con aceptar la inevitabilidad de ese sextuplo de desplazamientos, siempre tan agradables en una ciudad abierta como es Madrid, y le ruego que proceda a facilitarme el visado. Me entero entonces de que el tal visado está reservado a un inspector médico que, casualmente,  “no se encuentra”, según confirma una jefa que aparece por allí, entiendo que alarmada por la amabilidad del personal de ventanilla que debe parecerle poco funcional. Pregunto entonces cuándo se va a “encontrar” el inspector médico (no hago notar que ese término es un oxímoron porque no quiero líos) y me responde que vuelva la semana que viene. Le digo que iré el lunes y la funcionaria jefe, que ya se ha hecho con el control de la situación, porque comprende que se encuentra ante un peligroso anarquista, me dice que el lunes no estará, que venga otro día. Intento enterarme de qué está haciendo exactamente el ausente, pero veo que eso puede acabar con un parte por lesiones y renuncio a esa curiosidad malsana. Con la mayor de las modestias, la del perro apaleado, pregunto si podría tener alguna manera de saber en qué momento podrá la ausente eminencia personarse en la oficina y realizar esa parte de su inmenso y delicado trabajo que me afecta personalmente. La funcionaria jefe aprecia reticencia en mi afán de concretar, de manera que se pone en jarras y comienza, con voz potente y ademanes de indignación dignos de un Catón, a recordarme que yo también soy funcionario y que, como debería saber muy bien, todos los funcionarios cumplen escrupulosamente sus rudas obligaciones y que el inspector ausente (lo que también es otro oxímoron, pero tampoco lo digo) es una persona muy ocupada. Le aclaro que yo no soy funcionario, sino mutualista voluntario, le digo que el inspector concernido puede ser todo lo competente que quiera, pero que no parece nada puntilloso, me temo, en eso de la obligación de presencia, como se dice ahora. La funcionaria me espeta que quién soy yo para poner en duda el recto proceder de, nada menos, que todo un inspector, y yo le digo que no pongo nada en duda, que me limito a constatar la desaparición del experto y, también, que no se le espera en las próximas jornadas, lo que, además de no ser  ni  razonable ni ejemplar, constituye un mal caso para que la funcionaria ejerza su derecho inalienable al magisterio moral mientras defiende la ineficiencia de sus servicios.

La cosa podría haber seguido indefinidamente pero, dado que, en el fondo, considero que el asunto es irremediable, me limito a protestar del mal servicio y a indicar  que probaré suerte en otra vida. El amable funcionario inicial acude en mi auxilio (este tipo no hará carrera) y me pide un teléfono para avisarme cuando el inspector comparezca y haya podido completar el complicado estudio de mi caso. Puede que me haya salvado la tecnología, pero ya veremos, porque cabe pensar que la jefa le impida utilizar el teléfono para llamar a un móvil por aquello de la contención del gasto (modelo Sebastián). 

Despotismo administrativo

Esta mañana he leído las quejas sobre la burocracia de ciudadanos de Barcelona y de Madrid en los digitales que dedican espacio a este tipo de asuntos. Hay un denominador común, al menos hoy, a saber, la prepotencia y la chapucería de las administraciones, su ineficiencia, su desprecio absoluto hacia la credibilidad del ciudadano que se queja por una sanción injusta, un cobro indebido  o por una arbitrariedad cualquiera. Aquí no rige el principio de la presunción de inocencia sino el de yo cobro, tú protestas y luego ya veremos… Es evidente que cualquier sistema de garantías puede servir para burlarse de la ley, como pasa cada día con delincuentes impunes gracias a una legislación penal inspirada en magníficos principios teóricos, pero poco atenta a proteger a las víctimas.

Con las administraciones pasa lo contrario: el ciudadano es culpable hasta que no se demuestre lo contrario y, en ocasiones, aunque lo demuestre. Somos miles los que hemos debido recurrir una tasa absurda, un error de bulto o una sanción que realmente correspondía al vecino.

Las administraciones se convierten en entidades tan complejas y gigantescas que llegan a olvidarse de que su función es el servicio al público. En ese preciso instante, comienzan a estar al servicio de sí mismas, se convierten en déspotas. La crisis económica va  acentuar esta clase de disfunciones: habrá menos tráfico, pero habrá más multas, menos actividad, pero impuestos más elevados. Las administraciones son inmortales y de algo tienen que vivir: no pueden pararse a pensar en las amañadas disculpas de ese grupo de facinerosos que se dedican a poner recursos, a tratar de desprestigiarlas. Se impondrá la mano dura porque va a estar en juego el sueldo, y los complementos, de tanto funcionario devenido satrapilla por las artes de la letra menuda y por la condescendencia de un pueblo sobradamente escéptico como para intentar que los de arriba aprendan modales. 

[publicado en Gaceta de los negocios]

Investigar en España

Esta mañana, a muy primera hora,  he tenido lo que se llamaba antes una videoconferencia a través del PC con un amigo que está en Harvard y que es algo noctivago. Aunque son varias las razones por las que no está del todo encantado en los EEUU no tiene más remedio que reconocer que las universidades son una maravilla (aunque seguro que también allí las hay peores). Luego me desayuno leyendo, en este mismo periódico, un análisis de los sueldos de los investigadores en todo el mundo en el que, como es de esperar, se muestra que España ocupa el penúltimo lugar en este asunto.

Con mi amigo había hablado de porqué las cosas son como son y me ha dicho una frase lapidaria: en lo que se refiere a este tipo de asuntos, casi todo lo que se dice y se hace en España es mentira, mientras que en Estados Unidos casi todo es verdad. Esto genera entre nosotros una paradójica e inagotable desconfianza que da origen a una burocracia absurda y agotadora que acaba por paralizar completamente la  mayoría de las iniciativas. Eso y la manera de repartir el dinero que responde al principio de café para todos, es decir, para ninguno, un principio que desactiva radicalmente cualquier atisbo de competitividad. Hay algunos proyectos de investigación, sobre todo en las áreas de humanidades, que implican a decenas de  investigadores cuyo presupuesto no llega a los 50.000 euros. Ya me dirán para que puede servir ese dinero, que parece poco pero que es una sustanciosa cantidad si se multiplica por el número de cientos de proyectos similares que obtienen unas gotitas de financiación en diversas instancias. El resultado es una investigación rutinaria que para lo único que sirve es para multiplicar el número de burócratas. El panorama internacional no es más halagüeño porque apenas somos capaces de recuperar para proyectos españoles lo que invertimos en financiación comunitaria, es decir, que nuestro dinero acaba financiando proyectos de otros.

Este Gobierno se ha propuesto mejorar las cosas y ha nombrado a un equipo que conoce el problema y que podría hacer algo, pero, para empezar, ha debido desgajar del plan nacional todo lo que afecta al país Vasco con lo que eso implica de ganancia para todos (vascos incluidos).

Detrás de todo esto hay un problema de moralidad pública, de falta de costumbre de rendir cuentas, de opacidad, de corporativismo mediocre y de ineficacia en la gestión. Puede parecer que es cosa que importa poco a la mayoría, pero ahora que se nos ha gripado uno de los motores de la economía, todo el mundo se acuerda de lo importante que sería investigar y hacerlo bien. Pues que se sepa que hace falta mover mucha burocracia e introducir trasparencia y competitividad aunque sea a cañonazos. Como estamos no vamos a ninguna parte.

[publicado en Gaceta de los negocios]