El cantonalismo

Acaba de llegarme uno de esos pastiches de Internet que hace una especie de repaso gráfico e histórico del cantonalismo, uno de los episodios más chuscos y absurdos de nuestra vieja historia común. Como no somos suficientemente capaces de labrar un futuro glorioso nos dedicamos a ignorar el pasado o a inventar uno inexistente, lo mismo que el futuro que lo inspira. Bien haríamos en conocer a fondo los pasajes ridículos de nuestra historia para no confundir el culo con las témporas, como se hace de continuo en este viejo país torpemente desconfiado, chapucero y crédulo. 

el fin de la prensa escrita

El PP reaparece en Sevilla

El Partido Popular comienza a sentir la euforia que desata la inminencia del triunfo, el entusiasmo de los incondicionales, y los abrazos cómplices de quienes lo ven menos claro. Siguiendo con sus costumbres, escasamente proclives a poner en duda lo que no siempre es obvio, el PP ha decidido festejar tempranamente sus anunciados éxitos en una sede como Sevilla, que también fue en el pasado el trampolín de lanzamiento de Aznar, un personaje que parece plenamente recuperado para el remo en la barca de Rajoy, como no podía ser de otra manera. Los gobiernos de Aznar, y el buen recuerdo que dejaron, son el mejor aval de un partido que seguramente ha utilizado más prudencia que ambición para convertirse en una alternativa inevitable.

Rajoy ha subrayado un rasgo esencial, necesario pero no siempre suficiente: la unidad del partido, plenamente recuperada pese a las dentelladas del contrario, a los errores de algunos y, finalmente, a la aventurera y suicida deslealtad cantonalista, de Cascos uno de los males que pueden afectar al PP, cuando el timón de la nave no se lleva con firmeza.

El PP no debería tener ningún miedo a su pluralismo interno, pero sí a la tendencia al particularismo de algunos de sus líderes, al fulanismo de dirigentes que no se sabe bien qué defienden, esos cuya política debería reservarse a los socialistas sensatos, cuando los haya. El PP tiene que superar sus miedos a afrontar ciertos problemas, a encontrar las soluciones mejores sin temor a perder votos, a debatir a fondo los problemas que interesan a sus electores y se debaten en la vida real. El PP no debiera dar la sensación de que se resiste a defender las causas de quienes le votan, tal vez precisamente porque reconoce que sus votos no proceden de un único venero, pero justamente en eso tiene que residir el mérito de su política, el acierto de unas propuestas que no solo le echan en falta sus adversarios.

Rajoy ha comparecido en plena forma y ha acertado, por ejemplo, a prometer que retiraría las ventajosas pensiones que con tan escaso miramiento se han otorgado sus señorías. La propuesta es interesante, pero lo sería mucho más si apuntase a que Rajoy estuviere dispuesto a no dejarse intimidar por la inercia del pasado, a corregir cuanto sea necesario, y hay un buen número de temas que lo requieren, a afrontar sin demoras y con diligencia las reformas que España necesita apara volver a moverse con dignidad y soltura por el mundo, para recuperar su imagen de país serio, confiable y con futuro.

Rajoy parece haber comprendido que los españoles no se conforman con saber que ganará el PP, sino que quieren poder desear que gane, quieren que el PP no solo venza sino que convenza. No es difícil conseguirlo, pero hay que lanzarse a hacerlo sin limitarse a esperar al entierro del zapaterismo. La Convención sevillana debería ser el comienzo de una nueva etapa en la que el partido se lanzase a conquistar las cabezas y los corazones de los españoles, sin limitarse, simplemente, a acoger los restos del naufragio, a los que huyen de la quema. Rajoy no debiera limitarse a corregir defectos de imagen, tendrá que intentar que crezca el entusiasmo, algo que ahora mismo es bastante descriptible, porque va a necesitar de la convicción, el sacrificio y el esfuerzo de todos para que su gobierno logré que los españoles volvamos a confiar en nosotros mismos, en nuestra patria, y en nuestros políticos. Tal es la esperanza que solo el PP suscita, y que solo él puede malograr.

Los males de la patria

Vivimos tiempos en los que nos es inevitable pensar de manera doliente en el destino de nuestro país, en los males de la patria. Tras una larga etapa de progreso político y económico, tal vez más aparente que real, pero que, al fin y al cabo, ha supuesto un buen número de mejoras, una crisis económica, larga, profunda y pésimamente abordada por el gobierno de Zapatero, nos está haciendo cuestionar gran parte de los argumentos optimistas y orgullosos de hace menos de una década, del «España va bien», para resumirlo en un slogan.

Es lógico que, ante el brusco y desagradable despertar de un sueño que estaba siendo suavemente placentero, un buen número de españoles sienta la tentación de echar la culpa de todo a los políticos, cuya irresponsabilidad, por otra parte, sería necio negar. Pero ese recurso expiatorio nos hace olvidar algo decisivo, en lo que nunca se insistirá bastante, a saber, los males de nuestro sistema son un reflejo de nuestros vicios comunes, de lacras que lastran no solo la vida política sino todos los aspectos de nuestra convivencia y que, mientras no sean combatidos de manera eficaz por el conjunto de los españoles seguirán multiplicando nuestras dificultades, favoreciendo nuestra mala suerte. Somos un país viejo, hipócrita, envidioso, escasamente dispuesto a cambiar, en el que ha predominado una cultura barroca bastante incompatible con el cambio social; un país con el con una fortísima tendencia al disparate, a crearlos y a mantenerlos, porque, a base de viejos y escépticos, somos capaces de tolerarlos, y aún de corregirlos y aumentarlos. Esas características morales de la sociedad española se reflejan y amplifican con errores políticos, algunos de ellos muy persistentes y graves: la partitocracia, el cantonalismo, el nepotismo, la corrupción no son invenciones de los políticos sino la consecuencia en esa esfera de nuestros hábitos escasamente razonables.
La política democrática debiera haber podido ser una palanca de cambio social pero lo ha sido en una medida mucho más pequeña de lo posible por las resistencias sociales a la libertad, a la competitividad, al juego limpio, a los hábitos más sanos y abiertos que permiten las libertades.
Uno de los problemas que más nos afligen en la actualidad es el de la elefantiasis del sistema autonómico, el insoportable crecimiento de las burocracias, el peso creciente de los diversos poderes públicos. Parece haber una conciencia creciente de la necesidad de someter a revisión lo que hemos hecho en estos años al confundir una muy conveniente y razonable descentralización con la generalización de una fórmula cuasi federal que, necesaria en algunas regiones como Cataluña y el País Vasco, no ha servido para otra cosa que para promover las ambiciones alicortas e insolidarias, cantonalistas, de las clases políticas locales, esa clase de necedades a las que acaba de incorporarse el inefable Cascos descubriendo a redopelo que Asturias le necesita. Es un tema muy complejo que no pretendo despachar con cuatro verdades elementales, y sobre el que, además, no tengo más que verdades negativas sin que sepa a ciencia cierta cuál debiera ser la solución, aunque sí crea que debe salir de un debate civilizado, hondo y sincero sobre las deformidades disfuncionales absurdas e insoportables a las que hemos dado lugar. Recomiendo que se lea, sobre el particular, el extraordinario artículo de Enric Juliana que cuenta algunos de los hechos decisivos que condicionaron el nacimiento de nuestro estado de las autonomías y que deberían ser tenidos en cuenta a la hora de tomarse en serio una reforma a fondo del mismo, algo que habrá que hacer, y hacer bien, sin duda alguna.