En esta crisis económica es difícil advertir lo que cada cual necesita hacer para minimizar sus efectos. La economía es algo tan complejo e imprevisible que puede parecer que nada tiene que ver con lo que hagamos, y no es así, de ningún modo. Se ha repetido que vivíamos por encima de nuestras posibilidades, como si todo dependiera del exceso en las alegrías del consumo. Ha habido excesos, sin duda, pero no tan generales ni tan uniformes como ese dictamen da en suponer. Sin duda, el exceso mayor ha sido el del gasto público, el derroche sin sentido de tantas administraciones. Hay quien defiende ese gasto como si alimentase la rueda de la fortuna, quien da vida a la economía, y es claro que lo hace, pero a un precio inasumible, que, al final, se convierte en un cáncer rápido y letal.
Contra lo que se pueda creer no hay, en esencia, dos leyes económicas, una para los asuntos públicos y otra para las economías de los particulares. Ese engaño ha sido fácil de sostener sobre el supuesto de que las economías nacionales no podían quebrar, pero ya hemos visto demasiados casos que incumplen un diagnóstico tan optimista. El hecho de que se haya dado un descenso en fiabilidad de las economías nacionales, que ha afectado nada menos que a la solvencia de la economía de los Estados Unidos, indica que esa época se ha acabado, y que hay que poner orden en ese renglón de la economía que ha propiciado tantos disparates y disfunciones. Es obvio que no podemos sostener, hablo ahora de los españoles, una situación en que los intereses de la deuda se comen dos terceras partes de los ingresos públicos. Parece mentira que una sociedad tan generosa con sus hijos, como la española, se haya dejado embaucar por políticas que cargan sobre las espaldas de nuestros herederos el pago de los disparates cometidos bajo cualquier pretexto de apariencia solidaria. Es algo que se ha de acabar si no queremos perecer en el intento.
Estamos en una situación en la que, por tanto, es suicida esperar que los estímulos públicos nos ayuden a salir de una pésima situación económica, la peor que hayamos vivido nunca, sin género de dudas. Hay que fijarse, por tanto, en las posibilidades de la economía privada y, además, no perder de vista que hay muchas cosas que cambiar en la administración pública.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que estamos en un mercado cada vez más competitivo y amplio y que si no tenemos nada que ofrecer a ese mercado entraremos en una espiral de pobreza. ¿Qué hacer pues? Hay que saber que entramos en una situación en que ni los precios ni los salarios van a poder fijarse como si el crecimiento económico fuere a ser incesante. Desde la entrada en el euro, en particular, los españoles nos hemos acostumbrado a soportar un nivel de precios que no podremos seguir pagando, como saben perfectamente quienes se dedican a la hostelería, y también quienes padecen esos precios con desigual paciencia. Es necesario que nos hagamos la idea de que no tenemos otro remedio que entrar en una especie de espiral decreciente de costos, y que eso solo podremos hacerlo si nuestra capacidad de producir mejora, si nos especializamos e incorporamos tecnología, además de obtener un buen conocimiento de la competencia. Hay desajustes internos que han de cesar; es absurdo, por ejemplo, que un electricista pretenda cobrar cuarenta euros por cambiar un enchufe mientras a los médicos se les pagan a los médicos alrededor de cinco euros por consulta. La idea de que haya alguna ley que pueda garantizarnos el actual nivel de salarios y de consumo es quimérica, y actuar como si esa pretensión fuera razonable puede acelerar la llegada de un auténtico desastre.
Algunos pueden pensar que el panorama es terrible, pero si nos atrevemos a mirarlo con claridad y sin miedos, resulta enormemente estimulante. Siempre he pensado que si los españoles nos decidiésemos a hacer las cosas bien, el país iría mucho mejor de lo que ha ido, a pesar de la enorme cantidad de despropósitos que hemos cometido por todas partes. Basta un ejemplo, que es casi cegador, para mostrar que es posible cambiar la errónea dinámica que nos conduce al desastre: nuestras escuelas de negocios, privadas, son excelentes y se miden con las mejores del mundo sin complejo alguno; nuestras universidades, públicas, son, sin apenas excepción, muy mediocres, y contribuyen a extender y legitimar esa mediocridad que no nos deja salir del hoyo económico en el que hemos caído. El día en el que los españoles empecemos a darnos cuenta de que los políticos no pueden resolvernos la vida, empezaremos a impedir que nos la arruinen y a competir con alegría en un mercado en el que podemos hacer un papel nada desdeñable.
En realidad la economía no depende de ningún arcano, de entidades misteriosas e incontrolables, sino de lo que cada uno de nosotros sepa hacer y haga con calidad, eficiencia y a buen precio, porque en condiciones ideales es un sistema que retribuye el esfuerzo mucho mejor que cualquier poder arbitrario.