La familia, el amor y lo imposible

Tres películas recientes del cine americano exploran con enorme honradez un territorio nuevo y difícil, el de las familias rotas, el de los amores difíciles, y el de lo que en este terreno tan resbaladizo es imposible, o casi. Se trata de temas que se prestan a toda clase de exageraciones, a sentimentalismos, a prejuicios sin cuento, de manera que es muy fácil caer en cualquier tentación de simplificar, de mixtificar, en huir del intento honesto de comprender para ir a parar en cualquier ortodoxia, de las viejas, y venerables, pero más frecuentemente, de las más nuevas y, frecuentemente, tontas. Me referiré brevemente a las dos primeras y hablaré un poco más extensamente de la tercera. La magnífica Winter’s Bone expone una historia de mafias en un territorio inhabitual y muestra como una joven ha de hacerse cargo de sus hermanas y de su madre, enajenada, tras la muerte violenta del padre. Los chicos están bien, muestra los problemas de una pareja de lesbianas cuando sus hijos, fruto de inseminación, tratan de encontrarse con su común padre biológico. Ambas películas están dirigidas por mujeres,  la primera por Debra Granik, la segunda por Lisa Cholodenko, y muestran una extraordinaria sensibilidad, que es más fácil encontrar en las mujeres, me parece, pero no tengo ganas de bronca, para entender lo que pasa cuando se puede vivir como si no pasase nada, para ver el valor enorme de lo cotidiano y lo afectivo por debajo de lo que parece más real y fuerte, pero que, bien mirado, puede considerarse como una tramoya secundaria, no esencial. Son dos películas muy distintas, muy buenas ambas, abiertas a la reflexión, nada militantes, aunque puedan ceder algo a las conveniencias comerciales, lo que nunca puede ser un reproche para el espectador inteligente, porque sería como quejarse de que los autores quieran vivir de su trabajo, o preferir que lo hagan de la sopa boba, lo que, por cierto acaba suponiendo, y no miro a nadie, que hagan películas pretenciosas, inmaduras, bobas, como la sopa con que se sustentan.
La tercer película de que hablaré es, tal vez, la mejor, pero no quiero entrar en concursos innecesarios. El amor y otras cosas imposibles es una película conmovedora, hecha con la honradez de la más estricta exigencia moral, enormemente realista. Se trata de ver lo difícil que puede resultar crear una nueva familia sobre las ruinas de una vieja, las peripecias por las que pasan quienes no toman las decisiones sino que las padecen, los niños, sobre todo. La protagonista, una excelente Natalie Portman se siente perdida y culpable por haber roto el primer matrimonio de su marido, por no obtener el cariño del hijo que él tiene y, finalmente, por otra circunstancia que no revelaré por ser parte decisiva de la trama. El guión es soberbio y la dirección muy buena: ambos de Don Roos, un director al que habrá que seguir con atención.
Las tres películas tienen un valor común al abstenerse de hacer ideología y analizar, simplemente, situaciones que las personas podemos vivir, nunca, por cierto, sin creencias, deseos y temores, pero películas como estas nos ayudan a aprender sobre nosotros, no son cine en el sentido espectacular del término, tan importante por otro lado, sino tragedias en el sentido más noble de la palabra, dramas de nuestro tiempo que, además del dolor que siempre acompaña a la vida, le añaden un ingrediente de cierta novedad, porque, por más que creamos que nihil novum sub Sole, de alguna manera, como dijo Heráclito, el sol es nuevo cada día, y, últimamente, un poco más, sobre todo en estas cosas.

Nunca dudes de un ranger de Texas


Tal es la frase que define la auto conciencia orgullosa del ranger tejano La Boeuf, uno de los personajes principales True Grit, la última película de los hermanos Cohen, al que da vida un Matt Damon, excelente como siempre. La obra es, descaradamente, un remake de Valor de ley, una cinta de Henri Hataway interpretada por un John Wayne, ya con 62 años en 1969 quien se ganó en su papel como Rooster Cogburn, el protagonista principal, el Oscar que realmente merecía por una trayectoria absolutamente inolvidable, la de un actor que marcó un género y, en cierto sentido, una época, y con el que asociamos algunas de las mejores películas de John Ford, como La diligencia, El hombre que mató a Liberty Valance, Fort Apache o The Searchers, que en España conocimos como Centauros del desierto (para que no se diga que los distribuidores no son creativos), lo que no es poco decir para alguien del cine.
No recuerdo con todo detalle la película de Hataway, aunque sí muy bien el personaje de Wayne, y me parece que los Cohen han hecho una película distinta, en buena medida, y ese es, precisamente, su mayor mérito. Yo creo que los Cohen han querido hacer una especie de homenaje al matriarcado americano, un reconocimiento explícito, y convenientemente feminista, al destacado papel de la mujer en un ambiente en el que, de manera habitual, no por cierto en el Ford de La diligencia y en tantos otros casos, las películas las habían relegado al papel, escasamente brillante, de objetos de deseo y/o de chismosas.
La historia que ahora narran los Cohen nos muestra cómo un alguacil borracho y envilecido por la brutalidad y la violencia y un ranger bastante cursi se ven elevados al rango de caballeros por el influjo de una virgen repleta de carácter, valiente, luchadora, dotada de ese sentido de la justicia casi indiscernible de la venganza que tanto arraiga en las sociedades guerreras, como es el caso, sin duda, de los Estados Unidos. La película tiene la estructura, casi, de un cantar de gesta, de una de esas historias en las que el amor y la admiración de la dama otorga la nobleza que no tenía a un hombre y le convierte en caballero. Como es obvio en una película americana, aunque no en otros casos y no me gusta señalar, la película está espléndidamente rodada y se sigue con interés, aunque puede que incurra en algunos minutos en un ralentí que pudiera evitarse. Es típica de los Cohen, capaces de lo mejor, como Quemar después de leer, o de perderse sin saber muy bien por dónde.
El ya veterano Jeff Bridges hace un gran trabajo, aunque cueste olvidar al viejo Wayne, y la joven Haylee Stenfield está sencillamente perfecta en su papel protagonista.

Ciudad de ladrones

Ben Affleck ha dirigido una película, The Town que es un ejemplo digno y bien acabado de cine de acción. Las buenas películas escasean y, me parece, que todavía escasean más las buenas películas americanas. Hay que agradecer, por tanto, un intento bien ejecutado de entretener, de crear intriga, de plantear conflictos morales muy cercanos al público en el lenguaje aparentemente sencillo del cine; y eso se hace sin aburrir, con respeto a la inteligencia del espectador, sin abusar de los recursos especiales y esmerándose en que la vista pueda recrearse en escenas clásicas pero muy bien ejecutadas. Se impone el recuerdo de Heat, la excelente película de Michael Mann con la que Town guarda unas relaciones muy estrechas en el tema, los caracteres y en el aspecto romántico. Los actores están especialmente bien escogidos y hay auténticos maestros, como Pete Postlethwhite o Chris Cooper, que brillan en papeles cortos y dan verosimilitud a toda la trama. En resumen, una buena película de acción para pasar el rato, para contemplar la belleza de Boston y para inquietarse con la facilidad con la que uno se acaba poniendo de parte de los bandidos.

Erase una vez en América

Hace unos días vi por enésima vez en la TV la película de Leone cuyo título es el de este post. Creo que desde que la vi por primera vez, siempre he tenido con esa película una doble sensación, de admiración y decepción. En esta última ocasión, aunque no la viese completa, me sentí especialmente defraudado. El desencanto al ver una película en numerosas ocasiones no tiene nada de particular, me ha pasado numerosas veces, con Huston, con Hitchcock, con Kazan, con Scorsese o con Berlanga, incluso con Kubrik, pero poco, apenas con Lang, Capra, Buñuel o Ford. La televisión es mal sitio para ver películas clásicas, no cabe duda, de manera que también habrá que descontar ese factor, supongo.
La película de Leone es magnífica en lo que no es original: su ambientación, su música, sus personajes son dignos herederos de la tradición de El Padrino, cuyas dos primeras entregas son diez años anteriores a la película de Leone, pero del mismo modo que uno aguanta sin pestañear las dos de Coppola, la tercera es otra cosa, el velo del misterio ha abandonado a Leone y nos deja ver la carpintería, el artefacto en el peor sentido de la palabra. Hay, sin embargo, escenas realmente memorables: el joven Patsy que se come el pastel que ha comprado para seducir a Peggy mientras espera su salida, algunas apariciones de la bellísima Rebeca, la escena del cambio de los recién nacidos en la maternidad para apretar al sargento de policía (Danni Aiello), una escena plenamente kubrikiana, incluso por la música, pero predomina la sensación de que un guión engañoso juega con el espectador más de la cuenta porque tenemos un haz de interpretaciones con posibilidades que no es fácil conformar:
1. 1. por una parte, vemos como Nodless-Robert de Niro confirma que Max Bercovitz-James Woods ha muerto, pero luego la historia nos sugiere que fue un engaño,
2. 2. parece que el fantasmagórico personaje que fue Max y es el senador Bailey se suicida arrojándose a un ominoso camión de basura
3. 3. puede ser que toda la historia con Noodless ya viejo sea una imaginación del Noodles joven mientras se droga en un fumadero chino.
Se trata, pues, de una opera aperta, si se quiere, pero ese es un recurso que en cine hay que manejar con calma y mimo, porque si te pasas es peor. Además, el juego entre la historia y la narración es, tal vez, más barroco de lo aconsejable para que el espectador pueda dialogar de tu a tu con el autor. En consecuencia, hasta que vuelva a verla la próxima vez, si se da el caso, me quedaré con la impresión de que es una película de espléndida factura a la que falta algo más que algo para ser una obra maestra.

Cara de ángel

Jean Simmons, londinense de nacimiento, ha muerto en Santa Mónica, a causa de un cáncer de pulmón. La actriz había nacido en 1929, y estaba prácticamente desaparecida de la gran pantalla. Yo creo que Jean Simmons era en blanco y negro, y siempre la recordaré en ese color, pese a sus excelentes interpretaciones como Julie Maragon en Horizontes de grandeza (1958) o como Varinia en Espartaco (1960).

Para mi, Simmons será siempre Diane Tremayne, la femme fatale en Angel Face, Cara de ángel (1952), la película de Otto Preminger en la que Diane causó la desgracia del fornido Frank Jessup, un enfermero ambicioso y simple (Robert Mitchum), arrastrado al desastre y a la muerte por la maldad/locura de una bella mujer de mirada inquietante. He visto esa película muchas veces, y siempre he descubierto nuevos matices en esa encarnación de la belleza, la inocencia, la maldad y la muerte.

Ya no se hacen películas como esas, se suele decir, y hay algo de muy cierto en ello. El cine se ha hecho más complicado y en lugar de Premingers, Langs y Kubriks tenemos Camerons y decenas de expertos en las más variopintas especialidades espectaculares que casi nunca aciertan a narrar bien una historia, menos aún una historia profunda, conmovedora o inquietante.

La peripecia de Cara de ángel es simple hasta la exageración, pero narra perfectamente bien una historia que afecta a la mayoría de los hombres. No le hicieron falta a Preminger grandes artilugios, le bastó con dejar a la Simmons que mirase de forma tan turbadora como miraba. Los personajes son arquetipos, la acción es esquemática, los secundarios son totalmente previsibles, nada se aparta de un relato esencial y fuertemente mitológico. Bastaron los ojos de Jean y la simplicidad un poco necia de Mitchum para rodar una historia eterna, una historia de perdición que hoy se tomaría como moralina por los críticos posmodernos que todo lo saben. Que Dios perdone a las Dianas y Franks de este mundo, cuya película habría sido insostenible sin la mirada que se cerró para siempre en California el 22 de enero de 2010.

Away We Go

Además de escribir casi a destajo, este fin de semana he dedicado tiempo a ver la película del título, sorprendentemente traducida como “Un lugar donde quedarse” y a estar pendiente de un partido de fútbol. La película me ha parecido buena y me ha hecho reír; por causa del fútbol, y de lo que le rodea, me he puesto de los nervios, de manera que mi consejo sería ir más al cine e invertir menos tiempo en lo del fútbol, pero no siempre puede ser así.

En realidad sería difícil decidir que es más aburrido si una mala película o un mal partido; yo creo que los malos partidos son más fáciles de evitar que las malas películas, pero los buenos partidos son más atractivos que las buenas películas, porque son acontecimientos y tienen desenlace, en tiempo real como se suele decir, mientras que las películas son argumentales, en cierto modo ajenas al tiempo, casi tangenciales, porque siempre puedes verlas en otro momento. Hagamos algo de justicia poética y hablemos de la película porque lo del partido está ya todo dicho. Tal vez mañana llame la atención sobre algunas de las cosas que no se han dicho, supongo que porque suelen interesar poco a los futboleros, ya que el fútbol es, sobre todo, un modo de conversación pasional.

Ir a ver una película de Sam Mendes es, ahora mismo, una decisión escasamente arriesgada, porque Mendes es un tipo muy inteligente y sensible y no hace películas porque sí; me había llamado la atención el menosprecio de los críticos porque, aunque no suela hacerles casi ningún caso, Mendes es uno de los que habitualmente recibe parabienes, pese a hacer buen cine.

En cuanto empecé a ver la película comprendí las razones. Resulta que la historia de esta peculiar road movie está protagonizada por una pareja que se quiere y que espera, con toda ilusión un hijo. Resulta, además, que hay unos cuantos personajes que responden, digamos, a prototipos que suelen gozar de buena fama entre los críticos y que en esta cinta son ridiculizados de manera particularmente eficaz y cómica. Demasiado para el equipo crítico habitual.

Muchos de los que dijeron haber quedado extasiados ante American Beauty han quedado sorprendidos por esta crítica no menos sarcástica de la sociedad americana, del egoísmo y de la estupidez de muchas personas que gozan de buena reputación. Mendes ha afilado su crítica y, sobre todo, muestra que se puede llevar una vida digna si no se tiene el miedo a decir lo que se piensa, a hacer lo que se quiere, a dedicar amor y tiempo a las personas que amamos, sin desdeñar a nadie.

Vean la película, porque merecerán la pena sus carcajadas y la sonrisa con que saldrán al verla. Además podrán ver una auténtica maravilla a Allison Janney, la jefe de prensa de The West Wing, y, también por eso, les compensará verla.

Una muerte de cine: ¡hasta la vista mirlo blanco!

La muerte de John Dillinger se produjo a su salida de un cine, acribillado por los hombres de Melvin Purvis, el agente escogido por J. Edgar Hoover para dar sus primeros pasos hacia la cima del poder político al frente de una agencia de la que luego surgiría el FBI. Hoover, que presidió el FBI hasta su muerte en 1972, llegaría a ser un personaje decisivo en la política norteamericana, y la captura de Dillinger, a cualquier precio, fue una de sus primeras grandes bazas.

Según la película de Michael Mann, el director de Enemigos públicos, Dillinger acababa de ver, precisamente, Enemigo público nº1, la película de W. S. Van Dyke y Clark Gable, cuando fue traicionado por una madame al servicio de la mafia. Dillinger, ya en el suelo, y a punto de morir, encargó a uno de sus captores, que le diese un mensaje a su novia (“¡Hasta la vista mirlo blanco!”), una chica que escogió de manera casual una noche cualquiera; Michael Mann se sirve de este artificio para expresar toda la nostalgia de decencia y de pureza que habita en el corazón del héroe proscrito, del individualista americano que solo se fía de sí mismo y de sus amigos. Mann ha intentado retratar a Dillinger creando un personaje polifacético, capaz de ser violento y cruel siempre que fuese necesario, pero con un fondo de inocencia, con un anhelo de libertad y de paz siempre pospuesto y, en el fondo, imposible.

Michael Mann recrea algunas de las situaciones que dibujó con mano maestra en Heat al contarnos el romance entre Neil McCauley y Justine Hanna, maravillosamente interpretados por Robert de Niro y Amy Brenneman para imaginar la relación entre John Dillinger (un buen papel de Johny Deep) y Billie Frechette (interpretada por la actriz francesa Marion Cotillard). Michael Mann no es lo que se llamaría un cineasta político, sino un gran director de acción, pero no renuncia nunca a poner unas gotas de épica y, por tanto de política, en su cine. El retrato de Hoover, el de Purviss y el de los mafiosos, que hacen lo que puede por la caída del gran individualista, está hecho con toda intención, no es nada difícil ver lo que Mann prefiere.

No es la primera vez que Dillinger se asoma a las pantallas y los cineastas han solido recoger ese aire de leyenda urbana que, al parecer, siempre le acompañó. La épica de los gangsters se ha hecho, desde el punto de vista del cine, con la lección del Oeste bien aprendida, y las películas de Mann, siempre dignas, recuerdan con frecuencia la mirada de Ford. En un mundo en el que todo se reduce a organizaciones y poderes anónimos, la simpatía de Mann por los personajes atípicos, por los héroes a contrapelo es evidente y su Dillinger es uno de ellos. En estas épocas en las que ver buen cine es una rareza, la cinta de Mann, sin ser una cumbre, alivia un tanto la horrible sensación de nostalgia, el temor a la muerte de algo más que un género.