La película y la guerra

Cunde el desconcierto al enjuiciar En tierra hostil la película de Bigelow que se ha llevado una buena colección de premios en la gala de los Oscar. Vivimos tiempos duros y las almas simples sufren con estas contradicciones. Resulta que muchas noticias afirmaban que la película era antibelicista, como debe ser. Sin embargo, la directora dedicó el film a los soldados americanos, y, algo después a los soldados en general, lo que no resulta todo lo antibelicista que convendría, de manera que estábamos ante una cuestión moralmente muy peliaguda: imaginen el papelón que se puede hacer en una reunión con gente de criterio si se hace una alabanza de la película porque te ha gustado, y resultase que la película sea belicista, aunque muchos no hayan caído en la cuenta. Tremendo, oiga. Finalmente se ha sabido que los soldados en Irak consideraban que la cinta era poco realista y bastante fantasiosa, además de insustancial. Imaginen a nuestras almas bellas procesando todo este cúmulo de noticias tan difícilmente armonizables.

Pero como, a Dios gracias, la santa iglesia de la progresía tiene abundantes y piadosos doctores, pues Fernando Trueba ha dejado las cosas muy claras. La película es belicista y gravemente peligrosa para las almas sensibles, los pacifistas y las gentes de buen talante. Así que ya saben, no se den por no informados: no la vean si no quieren incurrir en grave falta. Espero que pronto nos digan lo que tenemos que hacer los que la hemos visto ya, y si habrá solución para los que hayamos podido hacer propaganda de ella antes de que se conociese la sanción moral correcta. Supongo que habrá margen para el arrepentimiento y que se nos retirarán las sanciones si, por ejemplo, hacemos algún elogio de Bosé, de Willy Toledo, de Trueba o de la SGAE. De cualquier manera, más vale tarde que nunca. Es lo que tiene el cine, que te engaña, es un invento del demonio.

Una muerte de cine: ¡hasta la vista mirlo blanco!

La muerte de John Dillinger se produjo a su salida de un cine, acribillado por los hombres de Melvin Purvis, el agente escogido por J. Edgar Hoover para dar sus primeros pasos hacia la cima del poder político al frente de una agencia de la que luego surgiría el FBI. Hoover, que presidió el FBI hasta su muerte en 1972, llegaría a ser un personaje decisivo en la política norteamericana, y la captura de Dillinger, a cualquier precio, fue una de sus primeras grandes bazas.

Según la película de Michael Mann, el director de Enemigos públicos, Dillinger acababa de ver, precisamente, Enemigo público nº1, la película de W. S. Van Dyke y Clark Gable, cuando fue traicionado por una madame al servicio de la mafia. Dillinger, ya en el suelo, y a punto de morir, encargó a uno de sus captores, que le diese un mensaje a su novia (“¡Hasta la vista mirlo blanco!”), una chica que escogió de manera casual una noche cualquiera; Michael Mann se sirve de este artificio para expresar toda la nostalgia de decencia y de pureza que habita en el corazón del héroe proscrito, del individualista americano que solo se fía de sí mismo y de sus amigos. Mann ha intentado retratar a Dillinger creando un personaje polifacético, capaz de ser violento y cruel siempre que fuese necesario, pero con un fondo de inocencia, con un anhelo de libertad y de paz siempre pospuesto y, en el fondo, imposible.

Michael Mann recrea algunas de las situaciones que dibujó con mano maestra en Heat al contarnos el romance entre Neil McCauley y Justine Hanna, maravillosamente interpretados por Robert de Niro y Amy Brenneman para imaginar la relación entre John Dillinger (un buen papel de Johny Deep) y Billie Frechette (interpretada por la actriz francesa Marion Cotillard). Michael Mann no es lo que se llamaría un cineasta político, sino un gran director de acción, pero no renuncia nunca a poner unas gotas de épica y, por tanto de política, en su cine. El retrato de Hoover, el de Purviss y el de los mafiosos, que hacen lo que puede por la caída del gran individualista, está hecho con toda intención, no es nada difícil ver lo que Mann prefiere.

No es la primera vez que Dillinger se asoma a las pantallas y los cineastas han solido recoger ese aire de leyenda urbana que, al parecer, siempre le acompañó. La épica de los gangsters se ha hecho, desde el punto de vista del cine, con la lección del Oeste bien aprendida, y las películas de Mann, siempre dignas, recuerdan con frecuencia la mirada de Ford. En un mundo en el que todo se reduce a organizaciones y poderes anónimos, la simpatía de Mann por los personajes atípicos, por los héroes a contrapelo es evidente y su Dillinger es uno de ellos. En estas épocas en las que ver buen cine es una rareza, la cinta de Mann, sin ser una cumbre, alivia un tanto la horrible sensación de nostalgia, el temor a la muerte de algo más que un género.