Esta es una pregunta que, aunque se pueda hacer en general, no se puede responder del mismo modo. En realidad, lo único que deberíamos aprender es a distinguir a quienes quieren engañarnos, siempre a cambio de algo, frecuentemente innoble, de quienes no lo intentan. Tampoco eso es fácil, y seguramente uno de los trucos más eficaces del diablo, como suele decirse, es convencernos de su inexistencia (lo lleva bastante bien, por cierto), esto es, de que no intenta engañarnos.
A los diablos de andar por casa los descubrimos con cierta facilidad a nada que comprobemos los efectos de haberles hecho caso. Es razonable que el tiempo nos pueda librar de muchos de ellos, por tanto, pero de diablos más sutiles es difícil protegerse, y nunca se sabe por dónde pueden acabar apareciendo. Todo esto lo digo a propósito de las dificultades que experimentan muchos de mis alumnos, chicos y chicas listos y de buen nivel, para distinguir entre que algo sea una falsedad, y que algo sea una mentira. El uso poco cuidadoso de la lengua lleva a carencias tan curiosas como esta. Lo que debiera preocuparnos no son los que dicen cosas falsas, en tal caso no podríamos vivir, sino aprender a evitar a quienes tratan de engañarnos. Entre los que dicen falsedades (sin saberlo) puede haber, y frecuentemente hay, gentes excelentes, personas de vida feliz y admirable. Está claro, pues, que hay falsedades que pudieran resultar muy nutritivas y rentables para la gente común. Los que se dedican a saber y a investigar, por el contrario, tienen que estar muy atentos para escoger bien sus buenas compañías, ya que pudieran no ser las que lo parecen; ya sé que es difícil, pero, si no lo hacen, que no se pongan las medallas, ni siquiera las que otorgan los bobos.