Lo que España necesita

A mitad de una legislatura sin futuro, la sociedad española se encuentra atónita y perdida, pero no sabe encontrar las maneras de reaccionar. Es muy significativo el amplísimo desdén con el que se ha acogido la campaña del estoloarreglamosentretodos.com, una iniciativa bastante hipócrita y desafortunada que pretendía cargar sobre las espaldas del ciudadano común el coste de los disparates que ha cometido el gobierno.

Es verdad que tenemos problemas muy de fondo que van más allá de lo político, pero que no pueden arreglarse sin un cambio político radical. Nuestra falta de competitividad, la ausencia de iniciativa empresarial y su correlato irremediable de paro, el desastre de la justicia, de la universidad y de la educación o la insólita e irresponsable impavidez de los sindicatos, no se explican solo por errores de la clase política, sino que responden a una tendencia a consentir y celebrar la chapuza que es corriente en la sociedad española.

El desafío para los políticos consiste en que todos esos problemas tienen que poder expresarse en un programa que sea capaz de movilizar a la gente y de romper el equilibrio negativo de fuerzas en el que nos debatimos. La España actual necesita algo más que confiar en el turnismo, que aunque siempre sea mejor que la perpetuación de un mal gobierno, pudiera resultar frustrante si la alternativa política, que en este caso es el PP, no fuese capaz de plantear cambios de fondo, capaces de suscitar el respaldo de una amplia mayoría de los electores que creen merecer un futuro mejor que el que ahora nos amenaza.

Hay que exigir esfuerzo, pero antes hay que ofrecer esperanza. Tras tres décadas de democracia es evidente que hay cosas que se han hecho mal y qué habría que hacer para arreglarlas. Está claro que hay unos perros guardianes de lo establecido que se opondrán a cualquier reforma porque a ellos no les va mal con este proceso de pauperización de los españoles. Se trata de intereses muy poderosos, políticos, sindicales y funcionariales, pero el bien común está por encima de privilegios. Un programa capaz de atraer a una mayoría de españoles que no se resignen a la mediocridad tendrá que enfrentarse con las protestas y los augurios de desastre de quienes defienden lo indefendible porque les va bien con ello, y lo disfrazan con palabras y emociones que, si nos ponemos a debatir en serio, ya no convencen a nadie. Hay reformas inaplazables en política territorial, justicia, educación, mercado laboral, impuestos, función pública y régimen sindical que si no se abordan por miedo a la reacción en contra lastrarán cualquier intento serio de saneamiento de la sociedad española. Cuando alguien se enfrenta con situaciones insoportables, como ha hecho José Blanco con los controladores aéreos, puede pasar un mal rato, pero triunfa y se gana la adhesión de la mayoría.

Hay que ser conscientes, en segundo lugar, de que los ciudadanos desconfían de sus políticos y están hartos del clima de corrupción, mediocridad y enfrentamiento ritual que se deriva de la configuración actual de nuestros partidos. Es evidente que los ciudadanos quieren más democracia y menos partitocracia, más participación y apertura y menos solidaridades mafiosas con el que lo hace mal. También en este terreno hay que atreverse a innovar para que los españoles vean que se avanza en serio hacia una democracia de verdad. El PP acaba de dar un ejemplo de apertura en la elección de su ejecutiva mallorquina, lo que demuestra que cuando se quieren hacer las cosas bien es perfectamente posible hacerlas. Si en lugar de organizar actos sin sentido, a los que no acuden más que los profesionales, se dedicasen a fomentar la participación de sus afiliados y a abrir las puertas al debate político y a la participación verían cómo se les aclara el panorama, mucho más allá de lo que dijeren la encuestas.

Si el PP, que es el único que puede hacerlo, quiere ganar las elecciones con claridad deberá preparar un programa muy ambicioso y, lo que es más importante, deberá comenzar a comportarse de acuerdo con lo que vaya a proclamar.

No será posible hacer nada en la próxima legislatura si no se ha planteado a la sociedad española, ya es hora hacerlo, una serie de reformas capaces de acabar con la decadencia y esterilidad de nuestras instituciones. Para formular ese programa hay que alejarse de la gresca cotidiana en la que el calendario lo marca, cuando le interesa, el gobierno. Este gobierno es ya un barco a la deriva, y no merece la pena ni discutir con él. Hay que dirigirse directamente a los ciudadanos, con tiempo por delante, con un programa atractivo, creíble y hacedero, una propuesta que debiera hacer el próximo congreso del PP, una cita que no se podrá ignorar con ninguna excusa. Hay gente por las covachuelas que creen que en esto de la política se gana con ir al tran-tran, esperando a que pase el cadáver del enemigo, pero, si no se hace política en serio, el cadáver que puede pasar es el de la democracia española.

Los habitantes de la casa deshabitada

Enrique Jardiel Poncela escribió en 1942 una comedia cuyo título me viene con frecuencia a la cabeza al pensar en la situación del PP. La comedía de Jardiel es pura fantasía, y se ha visto siempre como una anticipación del llamado teatro del absurdo. La situación del PP no es precisamente fantástica, sino paradójica, de modo que no me atrevería a distinguirla nítidamente del segundo marbete.

La paradoja principal del PP consiste en lo que podríamos llamar su miedo a estar presente, a ser protagonista, a hacer o decir algo original, a asumir algún compromiso sustantivo más allá del halago repetido a las diversas y abundantes especies de agraviados por la política zapateresca. Los líderes del PP parecen creer que yendo al tran-tran alcanzarán la victoria, y que no mojándose en exceso nadie podrá reclamarles después ningún incumplimiento. Esa especie de tontuna se alimenta con encuestas, de manera que donde debieran leer mero descontento con el gobierno, encuentran, vaya usted a saber por qué, aprecio a sus propuestas, aunque nadie sepa muy bien a cuáles.

Mariano Rajoy parece, en ocasiones, aplastado por una creencia deletérea: le de creer que ha heredado un partido perdedor, lo que, además de no ser exacto, constituye una disculpa neciamente ridícula. Al aceptar esa condena, cosa que irrita sobremanera a la mayoría de sus militantes y electores más aguerridos y capaces, se condena a la pura realización de tareas menores, a ser un adorno del sistema sin que pueda atreverse a jugar en serio para conseguir el mandato de gobernar esta vieja y desvencijada España.

Cuando el PP se dedica, únicamente, a ejecutar piezas de repertorio, a las cantinelas archisabidas, a la celebración de esos cargantes e inútiles actos que se ofrecen a los pasmados televidentes como concentraciones de agradables aplaudidores del líder de turno, muchos de ellos probablemente a la espera de un puestecillo, los españoles con la cabeza sobre los hombros y que desearían el relevo la destitución pacífica y civil de un gobierno desdichado, se ven condenados, irremediablemente, a una melancolía honda.

¿Es inevitable que el PP esté forzado a practicar una oposición rutinaria y ayuna de imaginación? En absoluto. ¿Hay alguna razón misteriosa por la que este PP sea incapaz de suscitar entusiasmo y ampliar sus adhesiones, por lo demás ya muy sólidas? De ninguna manera. ¿Qué ocurre pues?

Me parece que hay dos géneros de causas para explicar la abulia política del PP. Una de ellas es el miedo a la complejidad interna del partido; la otra es el temor a no acertar con la tecla adecuada para formular políticas originales y ambiciosas, y, consiguientemente, la decisión de vivir de las supuestas rentas del pasado.

El primero de los miedos se escenificó con toda solemnidad en el lastimoso Congreso de Valencia en el que los supuestos representantes de más de medio millón de afiliados llegaron a la cita con el voto amarrado por la dirección para que nadie se desmandase. Esa manera de hacer partido es una manera segura de derribarlo, de anestesiarlo, de condenarlo a la inanición intelectual, política y social. El PP no tiene que tener miedo a mirarse en el espejo y darse cuenta de que su imagen es más parecida a la sociedad española que lo que dan a entender sus dirigentes; el PP tiene que acostumbrarse a debatir, a pensar, a afrontar las cuestiones en lugar de tratar de ponerse de perfil para que nadie les pille en un renuncio. Si el PP no corrige su estrategia esquiva y lastimosa, antes de las siguientes elecciones generales, tendrá muy pocas opciones de derrotar al candidato socialista, sea quien fuere. Hay un Congreso ordinario previsto y será una magnífica oportunidad para hacer bien lo que antes se ha hecho mal, pero muchos se dejarán llevar por la tentación mortal de convertir el Congreso en una supuesta exaltación del líder, en una ocasión más para repetir esa estúpida imagen de aplaudidores y banderolas que ni interesa a nadie, ni a nadie mueve.

El segundo temor tiene el mismo remedio. El PP debe organizarse desde ahora mismo para presentar un programa completo, atractivo y creíble, que muestre a los españoles lo que el PP quiere ser, algo más y algo distinto de lo que ya ha sido. La derecha no puede vivir de las rentas, de la convicción de que los españoles comparten la idea de que el PP es mejor gestor de la economía, y se entusiasman con unos principios tan aludidos como inanes. Un Congreso está para formular políticas que sean susceptibles de obtener un mandato electoral, de conmover a la opinión y de modificar el cuadro de expectativas de voto por razones distintas al mero cabreo por la crisis económica.

La derecha padece una resistencia tradicional a tomarse en serio la importancia de las ideas y tiene que corregirse si quiere ser algo más que un comparsa de nuestra historia política futura. Para ganar, tiene que esforzarse en merecerlo, y vencer los miedos que la atenazan e inhabilitan.