Un amigo


Nunca podría el hombre tan buen amigo hallar
sino Dios, que lo quiso con su sangre comprar.
Recuerdo lo mucho que me impresionó en el Colegio la primera lectura de un cuento, muy cruel en cierto modo, el XLVIII del Conde Lucanor, sobre la falsa amistad, sobre la ausencia de verdaderos amigos. Uno, que es bastante iluso, tiende a confundir amistades y conocimientos, y tengo la sensación de que la vida que llevamos facilita enormemente ese yerro. El caso es que muchas veces me pregunto quiénes y cuántos son realmente mis amigos de entre tanta gente a  la que trato y quiero. Es un tema que enseguida abandono, porque no soy propicio a dejarme llevar por la melancolía.
No creo que haya que hacer pruebas de amistad, y confío en que, de hacerlas, mi conclusión pudiere ser menos pesimista que la del cuento medieval. No es nada fácil, sin embargo, distinguir las situaciones intermedias entre la amistad fraterna y fiel hasta la muerte en el trafago de parlas, favores y lindezas con el que gastamos la vida con los demás. La cosa es tan clara que es posible que no sepamos distinguir a nuestros verdaderos amigos de entre los demás, de quienes nos quieren, pero se limitan a eso. No se trata, sin embargo, de una confusión dramática, porque no hay que convertir este asunto en un tema contable.
¿Qué distingue al amigo?: da mucho, sin esperar nada a cambio; ayudan, corrigen y consuelan; su nobleza certifica que siempre, y para lo que sea, se podrá contar con ellos.
Nora Catelli y la lectura

La Virgen de agosto

El verano es esa estación que parece interminable y que, paradójicamente, tiene un punto medio, este 15 de agosto en que se celebra la festividad de la Asunción de Santa María.
El verano es una estación más corporal que el invierno que tiene más vocación de retiro, de interior; es la epifanía de los cuerpos y se hace fácil el olvido del alma, eso que trata de recordarnos la fiesta de la Virgen, de la mujer que le prestó sus entrañas a nada menos que todo un Dios.
Estaba dándole vueltas a esto del cuerpo y el alma, que es una de mis manías, digamos, intelectuales, cuando me he encontrado a un viejo conocido con aspecto de estar realmente perdido en medio de tanto sol, de tanta luz y tanta algarabía. Apenas un minuto y me estaba contando lo que le pasaba, que se había quedado viudo, que, aunque no lo dijese así, estaba demediado, sin cuerpo y sin alma, haciendo por vivir, porque a vida le parecía una obligación, no precisamente un placer.
La vida, un buen tema, sin duda, siempre repetido y siempre nuevo. Mi conocido me habló de sus seis hijos y de sus trece nietos, y yo le mostré mi envidia, le dije que no tenía derecho a quejarse. Me respondió que no se quejaba, y se fue por la calle abajo con esa sensación de desamparo que solo se advierte en quienes han querido mucho.
Ese quedarse solo es, sin duda, una antesala de la máxima soledad, de la muerte, una estación desconocida a la que este hombre se enfrenta seguramente sin prisa, pero sin temor. Me lo encontré en la iglesia, imagino que buscando consuelo, alimentando alguna esperanza en el reencuentro. No creo que la fe sea algo muy distinto de esa esperanza que trata de sobreponerse a la muerte y a la soledad.