Si hay algo que me pudiera haber gustado más que ser un astro del fútbol, sería escribir como Chesterton. Ahora que lo pienso, no recuerdo ninguna referencia del autor al fútbol, lo que me confirma en mi sospecha de que el fútbol ha llegado a ser lo que es a partir de la década del cincuenta. Chesterton escribe, sin embargo, como pudiera hacerlo un futbolista que dominase todas las suertes del juego, el regate corto, el desmarque, el pase largo, el arranque imparable, el tiro a la media vuelta, la vaselina, el pase al hueco, o cualquiera de los recursos sorprendentes de todos los buenos jugadores.
Por esa razón leer a Chesterton es instalarse en la sorpresa y, de vez en cuando, sentir ganas vehementes de gritar o de aplaudir frenéticamente; lo malo es que la lectura es un vicio solitario y todo lo que uno puede hacer es interrumpirse para reír a carcajadas, pero se corre el riesgo de que te tomen por loco. Hay una cosa todavía más llamativa en los textos de Chesterton que su carácter dinámico, revelador; es muy difícil no estar de acuerdo con lo que dice, lo que realmente es una rareza, sobre todo si, como me parece que es mi caso, se lee a la contra, tratando de quitarle el balón al autor para meterle un gol por la escuadra.
Los escritores que se dejan ganar no son siempre los peores, pero con Chesterton se te quitan las ganas de jugar y te pones, simplemente, a ver el partido que, en consecuencia, acaba siempre con goleada. Todo esto viene a cuenta de una cosa que ayer subrayé leyéndolo, y que dice algo así como que es un grave error suponer que la ausencia de convicciones definidas proporcione libertad y agilidad. No pude evitar el sentimiento de que, como diría Billy Wilder, nadie es perfecto: es obvio que Chesterton no es un posmoderno, y, por supuesto, que no ha tenido el placer de convivir con ZP, aunque no creo que esto pueda considerarse una carencia.