Bankia sube

Se trata de una noticia que no es fácil interpretar. Puede que el público se fíe del Estado, lo que sería asombroso; puede que la histeria económica tenga sus límites, lo que me parece deseable;  Bankia acabará por ser una buena oportunidad y es seguro que no será mucho peor que los demás, aunque ¿quién sabe? El caso es que el descenso enloquecido de esa acción ha sido uno de esos episodios que retratan un clima social realmente anómalo. Creemos que lo que nos ocurre es una crisis financiera, y no caemos en la cuenta de que eso es la consecuencia de la consecuencia, pero no la causa, y hay quien quiere arreglarlo vendiendo sus Bankias. Yo habría vendido antes a todos los que han hecho posible la pervivencia de un modelo de economía tan averiado, y condenaría a galeras a sus apologetas, a Zapateros y Botines. 
Educación, lo que no se discute

Los Bancos tratan de lavar su imagen


Varias de las noticias de los últimos días han puesto de manifiesto que los grandes señores de la Banca parecen haber caído en la cuenta de que amplios sectores de la opinión les miran con poco afecto. La decisión del Santander de facilitar el pago de las hipotecas a parados y familias con problemas puede entenderse en ese sentido, o tal vez para aminorar el impacto negativo que pudiera suponer la noticia, siempre esperable, de que van a mejorar sustancialmente las retribuciones de sus grandes directivos, aunque tal vez no de modo tan espectacular como Repsol.
Los Bancos y las grandes empresas tienen de manera casi inevitable un problema de imagen, especialmente si les sigue yendo bien cuando a casi todos les va mal. La envidia y la imaginación que se desata sobre los fastos de los riquísimos son malos enemigos, pero, aparte de esta razón esencial, el mundo financiero, y una buena mayoría de las grandes empresas, se están portando en estos años de zozobra general con enorme impudicia, de manera que no sería extraño que les surgieran problemas más específicos.
Alguien tendría que velar para poner alguna especie de coto a estos desmanes, a los beneficios que se reparten con enorme alegría a costa de accionistas y espectadores en general, mientras, insisto, la mayoría lo pasa mal. Que se esté alargando la edad de trabajo, reduciendo las pensiones y haciendo toda clase de recortes, al tiempo que ciertos happy few nadan en la opulencia es un espectáculo poco grato, y puede llegar a ser muy peligroso. Es bastante insoportable que, por ejemplo, cuando un hipotecado pierde buena parte de su capital inmobiliario por la devaluación del bien que compró, los Bancos se queden silbando, como si no hubiesen tenido responsabilidad alguna en el alza exuberante de esos precios: eso es una iniquidad, algo que está mal y que habría que mitigar y corregir, sin duda, aunque no será fácil hacerlo.
Feynman y la Wifi

Salir de la rutina

La economía española tiene muchos problemas, pero todos ellos derivan de errores colectivos que, eso sí, se reflejan y potencian por los gobiernos. Los españoles debemos dejar de esperar que las cosas se arreglen, es decir, de que podamos volver a nadar en la abundancia por arte de birli-birloque, y tendremos que empezar a pensar y hacer cosas por nuestra cuenta. El mal español de ahora es la pasividad, la rutina perezosa y ritual, la complacencia con las buenas intenciones de las almas de quienes nos gobiernan o aspiran a hacerlo. El día que aprendamos a pedirles cuentas comprenderemos lo poco que hay que esperar de ellos.
La aparente prosperidad de estos años nos ha hecho olvidarnos de la necesidad de crear algo que interese a los mercados, de hacer algo que sea realmente útil, que se pueda medir, comprar y vender. Esto le puede parecer a las almas bellas un materialismo grosero, pero ya está bien de vender humo. Nuestro problema consiste en que valemos cada vez menos en un mercado cada vez más competitivo, abierto y creativo, y si queremos salir del proteccionismo memo en el que hemos vivido, gastando los ahorros de la hormiga alemana en fiestas de cigarra española, bien es verdad que comprando sobre todo productos alemanes, debiéramos ponernos a pensar qué podemos ofrecer a los demás, qué sabemos hacer, porqué deberían contratarnos o comprarnos lo que ofrecemos. Lo demás son historias muy viejas, muy aburridas, muy repetidas, estériles, idiotas, romances de ciegos burócratas, coplas de mendigo amargadas porque el señorito ha probado las mieles de la prosperidad y se le hace duro dormir de nuevo a la intemperie.

España en crisis

El Colegio libre de eméritos ha tenido el acierto de editar un libro España en crisis que recoge unos excelentes análisis de Álvaro Delgado Gal, que ha actuado además como editor de los textos, sobre la sociedad española, Víctor Pérez Díaz, sobre la educación, Luis María Linde, sobre nuestra economía, y Alfredo Pérez de Armiñán sobre las instituciones. El libro se lee con facilidad porque, entre otros muchos, tiene el mérito de la brevedad, es decir no se excede en detalles superfluos o en retórica innecesaria.
Ayer tuve la oportunidad de participar en un seminario sobre estos textos que dio lugar a un intercambio de opiniones muy interesante. Varios de los presentes pusieron de manifiesto que la lectura del libro había acrecentado su pesimismo; a mí, por el contrario, me ha movido al optimismo, porque aunque la situación que se retrata, es muy mala, el hecho de que se pueda diagnosticar con tanta claridad mueve a ver con cierta calma el futuro. Es decir que ya no estamos en aquello de Ortega de que “lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa”.
Aunque hubo una mayoría de intervenciones sobre el aspecto económico de nuestra situación, que no es grave sino muy grave, a mí me interesa más el aspecto, digamos, cultural del asunto. Me explicaré: resulta que hay que entender las razones por las que habiendo, como creo que hay, una unanimidad en el diagnóstico económico, y un acuerdo sobre las fórmulas del proceder político, estamos, sin embargo, en un estado próximo a la parálisis. Sobre esto me parece que hay bastante más que discutir, y a ello emplazo a mis amables lectores en los próximos días.

Miedo y pavor

No sé si conocen el viejo chiste basado en la distinción entre miedo y pavor, pero como estamos en época mojigata no voy a contarlo aquí. Lo que sí haré es ponerles un ejemplo que podría valer: miedo es ver que hay quienes piensan que España corre peligro cierto de entrar en una quiebra fiscal irreparable, quienes afirman la necesidad de que, antes o después, haya de ser intervenida, como ha sucedido con Gracia o Irlanda. Pavor es ver que Zapatero niega rotundamente esa posibilidad, y no digo más.

El estado delmundo

No se trata de repetir, una vez más que el mundo ya no es lo que era, cosa que se viene diciendo, al menos desde hace dos siglos. Ahora es distinto: estamos ante un auténtico cambio en la estructura económica y política del mundo, un cambio muy radical que afecta de manera decisiva, y sobre todo, a Europa. Hemos dejado de ser el centro y apenas constituimos una periferia de cierto interés.

Para contemplar el panorama con datos y recibir una inyección de realismo, recomiendo encarecidamente la lectura de un artículo de Emilio Lamo de Espinosa («El nuevo mapa del mundo») aparecido en el último número de Cuadernos de pensamiento político, que edita la Fundación Faes. Puestos a todo, diré que hay también un artículo mí que creo no me ha quedado mal, pero les encarezco la lectura del de Lamo porque rezuma información de interés, hechos que nos pasan habitualmente inadvertidos y son de enorme importancia. Tras leer el artículo, preguntense sobre la crisis económica en España y verán como la ven con mayor claridad y, probablemente, con mayorr temor, pero nada se gana con ignorar lo que de verdad le pasa a este mundo.

El revés de la trama

Como en la novela de Graham Greene, las cosas no son siempre lo que parecen, lo que es especialmente cierto si las apariencias son equívocas. La huelga general anunciada para el 29 de septiembre plantea numerosas dudas sobre su sentido y sobre sus posibles efectos. El clima político en el que se inserta favorece extraordinariamente el equívoco. A diferencia de la huelga que paralizó literalmente el país en pleno auge del felipismo, y que fue gozosamente contemplada por buena parte del arco político, esta huelga de mañana no goza de las simpatías de casi nadie. Los propios convocantes han manifestado en ocasiones que llamaban a la huelga porque no tenían otro remedio, es decir que, a su manera, han pedido disculpas anticipadas por la acción, tal vez para cubrirse las espaldas si la huelga resultare un chasco.

Un hecho sobre el que apenas se repara es que uno de los objetivos de la huelga es combatir una decisión ya aprobada por el Parlamento, lo que no debería ser razonable. Es obvio que tanto el PSOE como los sindicatos están tratando de recuperar la energía y el tiempo perdido durante la larga crisis que han tratado de disimular y minusvalorar, pero lo hacen en un sentido contrario, como si estuviesen jugando al policía malo y el policía bueno en un interrogatorio. Gobierno y sindicalistas coinciden en sentirse sometidos a un estado de necesidad, de manera que afirman hacer algo que no quisieran estar haciendo. El Gobierno impulsa unas reformas que desearía no promover, y los sindicatos convocan una huelga contra un gobierno amigo al que comprenden.

Esta confesión conjunta de impotencia es muy importante, mucho más de lo que parece. Lo que traduce es que la izquierda, tanto en su versión política como en su versión sindical, ha perdido por completo su capacidad de formular políticas positivas, aunque tal vez no sea todavía completamente consciente de su esterilidad, de su impotencia.

Zapatero se enfrentó en 2004 a esa limitación trasladando el eje de su política desde la economía hasta lo institucional y lo moral, e hizo luego como si la crisis no existiese, confiando a ciegas en la capacidad de los mercados para sacarnos de un crisis que necesitaba negar por haberse apuntado, sin mérito alguno, los réditos de su primera legislatura, la herencia de Aznar. Cometió así un doble disparate: confiar en algo que, en su fondo, no entiende y posiblemente detesta y, al tiempo, seguir gastando como solo pueden hacerlo los Estados Unidos, con su flota controlando los mares y el comercio y con las empresas más productivas del mundo. Cuando, en el pasado mayo, Zapatero supo por boca de Obama que a él no le estaban permitidas tales políticas, que tenía que dejar de ser dispendioso y comportarse como un europeo presupuestariamente disciplinado, ZP cayó en la cuenta de que lo de la globalización iba en serio, y de cuál habría de ser su papel para seguir vivo. Su posibilismo hizo el resto y se convirtió, como ayer decía Tocho en El Confidencial, en “el paladín del liberalismo con su política de derechas”.

Ante este panorama, ¿qué podían hacer los Sindicatos? Para empezar, tiene dos ventajas estratégicas sobre el gobierno: puesto que usufructúan un duopolio de facto que amenaza con ser eterno, ellos no tiene que ganar elecciones, de manera que no están condenados al posibilismo, y, además, no pueden asumir la dosis de realidad que se ha atizado ZP porque, entonces, serían millones los que empezaran a preguntarse, cosa que ya está pasando, “¿qué hace un chico como tú en un sitio como este?”. La solución solo podía ser, por tanto, la huída hacia adelante, la repetición de los perezosos tópicos de la izquierda más rancia y hacer como que iban a hacer una huelga contra el gobierno amigo, para que nadie se diese cuenta de que llevan años vendiendo una mercancía inadecuada y peligrosa para la salud, a unos precios insostenibles, y con unos beneficios escandalosos.

El estado de necesidad de esta izquierda española resulta, en realidad, de una combinación de dos componentes que abundan en la piel de toro: el señoritil desconocimiento de cómo marcha el mundo, y la convicción de que todo es posible en Granada. Esta conducta, más propia del pijerío que de cualquier izquierda solvente, debería tener los días contados, pero desgraciadamente goza de un fondo de previsión que, hasta la fecha, se ha mostrado inagotable, la disposición de millones de electores para seguir creyendo en los Reyes Magos, el absurdo maniqueísmo político que la izquierda cultiva y la derecha consiente, con su escasez de ideas y con sus torpísimos gestos, y la inextinguible simpleza intelectual que despachan, a hora y a deshora, la mayoría de los medios, practicando una nueva forma de panem et circenses que ha facilitado enormemente el trabajo de un gobierno fashion y unos sindicatos completamente ajenos a la realidad económica, esa que produce el paro que ninguno de ellos sabe cómo parar.

[Publicado en El Confidencial el 280910]

La política tras la crisis

Enfilamos el final de un verano que comenzó con signos de catástrofe financiera, y, por tanto, política, pero tras el que, mal que bien, parece haberse alejado el riesgo de la tormenta perfecta, lo que, ciertamente, no significa que se haya acabado el temporal. Creo que todos debemos alegrarnos de que no se hayan concretado las peores posibilidades, de que no hayamos llegado a una situación como la griega, lo que está permitiendo que se pueda financiar nuestra deuda en condiciones que, sin ser baratas, resultan asumibles, y que los bonos españoles puedan a volver a circular entre los Bancos.
Solamente los muy necios llegarán a imaginar que esto signifique un éxito del Gobierno. ZP se ha librado de una buena, pero no ha sido por su política, sino muy a su pesar. Los buenos patriotas debemos alegrarnos de que España haya superado unas circunstancias tan desfavorables, pese a que el Gobierno nos había estado conduciendo, de manera completamente insensata, hacia el abismo. Solo unas advertencias exteriores, muy expresivas y conminatorias, Sarkozy, Merkel y Obama, con seguridad, el presidente chino muy probablemente, han sido capaces de conseguir que el falso leonés haga lo que cualquier político sensato habría hecho con seguridad desde hace, al menos, dos años. Esa obligada rectificación del Gobierno, con desgana y a última hora, unida a la fortaleza de las instituciones financieras y la solidez de la economía española, pese a la intensidad de la crisis, han ayudado a sortear un desastre de proporciones dantescas.
El panorama que se adivina, en el que no va a escasear los momentos difíciles, ni las oportunidades para que la demagogia del Gobierno atice las tensiones sociales y territoriales, obliga, a mi entender, a que la oposición cambie su manera de enfrentarse al Gobierno. No creo que el electorado vaya a premiar a un PP que pretenda pasar por la izquierda a Zapatero a base de criticarle por haber tomado medidas poco sociales. Está claro que lo que el PP pretende decir cuando hace algo como eso es que, si se hubiese llevado una política económica más sensata, no habrían sido necesarios los recortes que ahora son imprescindibles, pero ese es un mensaje que, independientemente de que se crea correcto, no tiene ningún atractivo, y ello por dos razones: en primer lugar porque habla de un pasado que ya no tiene remedio; en segundo lugar, porque puede dar la sensación de que el único programa que el PP sabe defender en público es el que consiste en llevar la contraria a lo que hace el Gobierno, una idea que el PSOE no se cansa de utilizar para mostrarnos un PP insolidario, incoherente y oportunista.
La historia de nuestra reciente democracia puede abonar la impresión, en muchos aspectos correcta, de que nadie gana nunca las elecciones sin estar en el Gobierno, de que, lo que ocurre, es que, de cuando en cuando, los Gobiernos son derrotados por sus excesos y errores, y son despedidos por lo que hacen, más que por lo que dicen. Así ha ocurrido, en efecto, en más de una ocasión, y no resulta demasiado difícil reconocer que, desde 1977, no ha habido ningún Gobierno que haya hecho más méritos que el actual para perder las próximas elecciones. Sin embargo, seguramente no baste con que ZP se haya empeñado concienzudamente en descalabrarse, habrá que contar también con una acción positiva del PP para obtener la victoria.
El presidente cuenta con casi dos años por delante, y con una poderosa fuerza de propaganda. Tendrá que sortear algunos escollos para aprobar los presupuestos, y lo pasará muy mal con las elecciones catalanas, pero superará, seguramente, ambos obstáculos con su método tradicional, es decir, haciendo pagar a los españoles los beneficios contantes y sonantes que las diversas minorías de la Cámara le exigen como peaje. Si todo le saliese como se propone, se enfrentaría con las municipales y autonómicas en medio de una cierta recuperación económica y, tal vez, del empleo, que presentará como un éxito inenarrable. En esas condiciones, la ventaja que actualmente ostenta el PP pudiera verse mermada hasta límites peligrosos.
Es posible que el futuro no sea tan halagüeño para el Gobierno como lo pinta esta hipótesis, pero no hay duda de que el PSOE venderá cara su piel porque, el peculiar socialismo del que disfrutamos se queda en nada sin el poder.
¿Sabrá encontrar el PP la melodía política adecuada para contrarrestar un intento de resurrección del Ave Fenix de la Moncloa? El PP haría bien en dejar de pensar que la crisis le está haciendo el trabajo, digamos, sucio, de desgaste y debería mirar con ojo crítico la realidad de las encuestas, aunque solo sea por el evidente error que cometió en 2008 al no saber ver el descalabro que se le venía encima en Cataluña, la única razón de la segunda victoria de Zapatero. Le queda al PP mucho trabajo para convencer de la bondad de sus razones, sin fiarlo todo al desastre del contrario, por obvio que resulte.
[Publicado en La Gaceta]

Una crisis nacional

El atosigante agosto que acabamos de comenzar puede que nos haga olvidar un tanto la crisis política, territorial y económica que padecemos, por no hablar más que de lo obvio. Pero la realidad suele vengarse de los veranos, de manera que bien haríamos con dedicar algún esfuerzo a comprender qué es lo que nos ocurre, de modo que cada cual saque su tanto de responsabilidad
Lo que nos ha pasado es que se ha roto estrepitosamente una doble tendencia sostenida al crecimiento económico y la normalización política. Las legislaturas de Zapatero han mostrado las debilidades de dos modelos básicos implicados, de uno u otro modo, en el pacto de la Constitución, en el programa largo de la transición. No conviene confundir este hecho, que puede ser considerado como una coincidencia, con los errores específicos de Zapatero, que son otra cosa.
Aunque no sea lo primero que se ha roto, empezaremos por constatar que, como era perfectamente previsible, aunque no se supiera exactamente el cuándo, se quebró el espectacular ritmo de crecimiento de la economía que se había consolidado en España tras los años de gobierno de Aznar. El gravísimo error de Zapatero ha sido ignorar la norma de prudencia elemental que dice que se ha de parar el coche antes del precipicio, tratando de convencernos de que precipitarnos por él iba a ser imposible, y, por supuesto, sin atreverse a hacer nada que evitase el castañazo. En consecuencia, nos encontramos en una situación desastrosa, aunque con el alivio relativo de que, al no tener moneda propia, nos obligan a desistir de la carrera de absurdos en que se había convertido la política económica de Zapatero; pero el daño ha sido gravísimo, y la recuperación va a ser, probablemente, muy lenta y problemática.
Este desastre económico se ha dibujado sobre un panorama político no menos catastrófico. Aunque duela hablar de ello, la política española ha dejado de ser mínimamente normal, al menos, desde el atentado terrorista del 11 de marzo de 2004. Ese crimen siniestro y brutal ha tenido consecuencias mucho más hondas de lo que se ve a primera vista. Al igual que los errores de Zapatero sobre la crisis económica, el atentado ha sido un hecho externo que vino a agravar decisivamente la crisis política previamente existente, la escisión radical de la derecha y la izquierda, incapaces de pensar conjuntamente un programa, y de respetar unas reglas del juego que consolidasen una democracia liberal, madura y eficiente. Esta impotencia es fruto, sobre todo, de la consternación de la izquierda ante una doble victoria de la derecha, y su ineptitud para imaginar una fórmula de victoria sobre el PP que no pusiese en riesgo el equilibrio territorial. El giro de Zapatero hacia los nacionalismos fue, pues, una consecuencia indeseada de la mayoría absoluta del PP en el año 2000, uno de sus ingeniosos gambitos electorales, que se ha mostrado desastroso a largo plazo.
El cerrado bipartidismo de que es víctima la política española tiene raíces hondas y complejas, pero se convierte con facilidad, como ahora sucede, en una trampa; en consecuencia, los ciudadanos se sienten cada vez más lejos de los políticos, y las heridas que estos han envenenado, como el Estatuto de Cataluña, amenazan con convertirse en un cáncer mortal, mientras los españoles asisten estupefactos a la torpísima representación de un drama absurdo e innecesariamente exagerado.
Los ciudadanos tienen la sensación, que esperemos pueda ser desmentida, de que en uno de los peores momentos de su historia están en la peores manos posibles. No es sólo que se haya de repetir el manca finessa de Andreotti; falta algo más que finura porque es evidente que crujen las cuadernas del barco en momentos de tormenta perfecta y que, por tanto, habría que pararse a pensar sin limitarse a repetir las viejas consignas. Por poner un par de ejemplos, las tediosas y estériles negociaciones de patronal y sindicatos han sido muestra de un agotamiento irremediable del modelo de concertación que hemos heredado del franquismo, un modelo en que es perfectamente posible que nadie represente a nadie, porque todos están ajenos a lo que realmente ha pasado en la economía de las empresas, sobre todo pequeñas, y de lo que continúa ocurriendo en la calle. Un segundo ejemplo: que este año se hayan incorporado, como sin querer, más de 200.000 personas a la función pública es otra prueba de que los políticos se resisten a hablar de los problemas reales, de que han quedado presos de una retórica vacía y envejecida.
Es evidente que hacen falta políticos que de verdad piensen algo y quieran algo, y que sean capaces de arriesgarse por ello. El modelo de turnismo, que además arroja una ventaja de casi 2 a 1 para las victorias de la izquierda, ya no es suficiente; hace falta que los partidos se transformen en lo que debieran ser, y solo la presión ciudadana podrá lograrlo: puede parecer difícil, pero no es imposible, y resulta necesario.
[Publicado en El Confidencial]