La agenda de la huelga

La situación excepcionalmente mala que afecta a la sociedad española, y no solo a su economía, puede hacer que nos perdamos en una infinitud de detalles, pues los hay de todos los colores, y apartemos la vista de la cuestión de fondo. Estos días, por ejemplo, algunos comentaristas se han escandalizado de la prima que supuestamente habrán de cobrar los seleccionados españoles de fútbol en el caso de conseguir la victoria en el Campeonato del Mundo, como si ese fuera un problema importante. No solo abundan los motivos de preocupación, sino que algunos se empeñan en colocar nuestro interés fuera del foco esencial, como si aquí el problema consistiera en que todos nos hubiésemos convertido en unos manirrotos. Ese tipo de consideraciones, digamos, morales, son la mejor muestra del éxito que ha alcanzado la estrategia de ocultación y minimización de la responsabilidad del Gobierno. Una estrategia que se resume en dos palabras: la crisis viene de fuera, y la culpa es de todos; en consecuencia, Zapatero es un bendito, como queríamos demostrar.

Otra maniobra de exculpación similar es la que están llevando a cabo los sindicatos, con la penosa colaboración de algún bobo o boba del PP, pues hay de ambos géneros. Cuando se dice que se está haciendo pagar a los trabajadores, a los funcionarios y a los pensionistas los costes de la crisis, solo se dice media verdad, una media verdad que se convierte en mentira completa cuando los sindicatos consiguen identificarse con la defensa de esos colectivos y preparan, ahora sí, la huelga general. Bajo este punto de vista, la huelga sería la respuesta de los injustamente agraviados a las medidas antisociales del Gobierno. Como los tontos abundan, no faltarán quienes se unan alegremente, ya ocurrió en otras épocas, a esa huelga con la increíble disculpa de que así se deteriora a Zapatero, como si el presidente necesitase algunos afeites para certificar su condición cadavérica.

Pero fuere lo que fuere, la supuesta huelga general no significará el rechazo de la política de Zapatero que nos ha traído hasta aquí, y aún no hemos llegado al final del recorrido, sino el empeño en que esa política se refuerce y se reanude. Los sindicatos no son la víctimas de nada, sino los principales corresponsables de todo cuanto ha sucedido, los causantes primeros de una política económica insensata y suicida, los responsables de la permanencia de una retórica clasista y estúpida, y los principales beneficiarios de ella, a través de muchos vericuetos, unos obvios, otros más sinuosos pero no menos repulsivos.

Es lamentable que no se sepa ver que los sindicatos y sus huelgas no representan otra cosa que el intento de mantener unos privilegios oscuros, que la mayoría del público ignora cándidamente, y el empeño en perpetuar un marco laboral en el que hay que tener instintos autodestructivos para lanzarse a contratar a nadie. La reforma de los sindicatos, y de sus instrumentos de coacción, es de las primeras que habría que llevar a cabo para poder gozar de una democracia que permitiese realmente el progreso económico y, con ello, la mejora del bienestar de todos. No cabe negar que los sindicatos hayan de jugar un papel muy importante en la economía, pero es absolutamente cierto que el que están jugando, aquí y ahora, estrangula nuestro crecimiento económico, crea inseguridad y solo redunda en el beneficio de sus cúpulas y de la izquierda irresponsable y lela con la que se han hermanado. Y en cualquier caso, lo que no pueden ser los sindicatos es una especie de última cámara capaz de anular, con sus chantajes y sus plantones, lo que puedan establecer los órganos de soberanía.

Es asombroso hasta dónde ha llegado la ola de confusión que han sabido crear, al alimón, esta izquierda a la violeta y los sindicatos, con su vocabulario pretendidamente social, su jerigonza progresista y su moral hipócrita. Que un líder del PP salga a decir, por ejemplo, que el PP está para defender los derechos de los trabajadores, no solo produce risa sino espanto. ¿Es que el PP da por buena la contraposición absoluta de intereses entre trabajadores y empresarios? ¿Es que el PP ignora que para ganar las elecciones le convendría no usar el argumentario de sus adversarios? El PP debería de saber a estas alturas que convertirse en una especie de erstaz del PSOE no le sirve de nada, no le ha servido nunca, y que tratar de pasar al PSOE por la izquierda solo sirve para certificar una alarmante escasez de ideas, y la poca fe que se profesa en lo que debieran ser las convicciones más hondas. Es arriesgado dar la sensación de que lo único que importa es la derrota del adversario, sobre todo si no se sabe trasmitir la convicción de que lo que realmente preocupa es el destino de los españoles, de los trabajadores y de los empresarios, de los parados y de los pluriempleados, porque para hacer divisiones demagógicas, y más viejas que el hilo negro, ya están los ideólogos sindicales y los izquierdistas bonitos de ZP.

[Publicado en El Confidencial]

El país de charanga y pandereta

Tras unos años en que los españoles parecíamos poder contar con una imagen renovada de nosotros mismos, con haber alcanzado, por fin, el sueño de una normalidad pacífica y dinámica, se vuelven a multiplicar los síntomas de que en estas últimas décadas hemos cometido algún error de fondo. 

Con la democracia los españoles aprendimos idiomas, empezamos a estudiar fuera y a trabajar en multinacionales; empezamos a tener motivos de orgullo distintos a las victorias del Madrid, del Barça o de los sucesivos éxitos de Santana, Ballesteros u Alonso. Teníamos alguna multinacional importante, nuestra Banca parecía hacerlo muy bien y nuestras escuelas de negocios competían con las mejores. Habíamos entrado en la Unión Europea y Felipe González parecía haber hecho un gran trabajo modernizando la izquierda española. Aznar, con sus luces y sus sombras, trató de escenificar ese estado de ánimo colectivo tratando de tú a tú al presidente americano, pero su intento se saldó con un doloroso fracaso.  En pleno debate sobre si abrirse al mundo o recogerse en torno al campanario,  recibimos un golpe brutal: los atentados de Madrid, el suceso más trágico que nunca haya vivido la capital española, fue leído subliminalmente como el Stop definitivo a cualquier intento de asomarse al exterior.

Como el nivel de vida alcanzado parecía suficiente, España se retiró psicológicamente de cualquier escenario y nos dedicamos, con Zapatero a la cabeza, a dispensar buena conciencia, que es barato y no implica ningún riesgo porque nadie te toma en serio. Es decir, tratamos de asumir el papel de Quijote con la valentía y la oratoria de Sancho, una trayectoria que nos ha llevado a varios ridículos espantosos que se pueden simbolizar bien en el esperpento de la cúpula de Barceló, con sus grietas y todo. Y entonces apareció la crisis, esa debacle tan anunciada como postergada, pero que empezó sirviendo como telón de fondo para mostrar la insaciable maldad de la derecha que pretendía hablar de ella en la campaña electoral pretendiendo mancillar los cuatro años triunfales del talante.

¿Qué nos dice nuestro Gobierno? Que la crisis pasará, que no nos preocupemos y que sigamos gastando sin miedo, que pongamos las bombillas de Sebastián y que compremos productos nacionales, tan españoles como Pepiño, por ejemplo.

La receta política de esta izquierda es para llorar y debería avergonzar especialmente a los que se identificaron con Felipe González, que supo fajarse con circunstancias bien adversas. Como no saben si apuntarse del todo al fin del capitalismo, que al fin y al cabo no les trata demasiado mal, se refugian en el íntimo jardín de su moralidad y se dedican a tronar contra la avaricia y el despilfarro de los demás, mientras, como buenas hormigas, siguen trabajando por su futuro y consiguen que el número de los funcionarios supere los tres millones, y eso sin contar a los que viven del maná de diversas empresas públicas, tan abundantes como ineficientes o a los que van a lucrarse con los 8.000 millones que han espolvoreado por los municipios  a ver qué pasa.

Nadie parece darse cuenta de que no podemos seguir viviendo exclusivamente de la abundancia ajena, de que algo tendremos que ofrecer a los demás en el mercado del mundo porque nuestros productos tradicionales dan muestra de agotamiento. La solución tampoco puede ser hacernos a todos funcionarios, aunque en Extremadura ya han superado con largueza la cuota del treinta por ciento. 

El personal, mientras tanto, se refugia en los placeres domésticos  porque aún queda algo de gasolina, y prosigue incansable  su proceso de formación continua a través de los magníficos espacios educativos que todas las teles dedican a alimentar su espíritu crítico de la manera más adecuada y generosa, bien sea discutiendo moderadamente de fútbol o asistiendo en directo a sesiones de antropología sexo-cultural, versión jóvenes de buen ver. Los jueces se dedican a juzgar la maldad de Israel mientras las industrias de armamento les venden armas que no perjudican a los palestinos; los del Supremo anuncian chapuceramente sentencias que todavía no han escrito, aunque tienen la delicadeza de adelantárselo a la ministra del ramo para que no se inquiete, y algunos periódicos se dedican a pasar publicidad pagada sobre diversos escándalos como si fueran noticias.

El sistema nos invita a vivir en una orgía de moralidad y desapego de lo material, aunque siempre encontramos que la culpa de todo está en otra parte. La terapia nos recomienda el quietismo, el convencimiento de que nada de lo que se haga será útil porque la solución, como dicen que ha pasado con el problema, nos tendrá que venir de fuera.

Esta es la España de charanga y pandereta de 2009, con un bajísimo nivel de autocrítica, con un déficit cultural y educativo cada vez más alarmante, con una gran cantidad de gente  que actúa sin criterio, sin iniciativa y sin interés, con un número exageradamente alto de personas dispuestas a que se les resuelva su problema sin hacer nada por su parte, con un distanciamiento cada vez mayor entre la realidad,  la política y un elemental buen sentido. Tal vez sea necesario que volvamos a pasar hambre e inseguridad en grandes dosis para que nos demos cuenta de que se puede soportar alguna mentira, pero que es imposible vivir en un país en que casi todo está montado sobre la ficción, en que nada es lo que debiera ser. 

Todavía estamos a tiempo de tirar la pandereta por la ventana y de ponernos a trabajar: a muchos nos gusta.  Aún estamos a tiempo de jubilar a los políticos que nos engañan de manera miserable, y están por todas partes. No es imposible desmontar muchas de las mafias y mentiras que se han adueñado de instituciones que merecerían respeto. Decía el poeta que hoy es siempre todavía. Basta ya de querer parecerse a Obama, pongámonos simplemente a ser mejores, a ser más valientes, a decir con tranquilidad lo que pensamos. 

[publicado en El estado del derecho]

Un lugar en el mundo o el sueño del Faraón

La dureza de la situación económica ha dejado inservible la habitual contraposición entre optimistas y pesimistas: los primeros han pasado a ser pesimistas y los últimos son ya claramente catastrofistas. Se trata de un estado de ánimo con poco aspecto de pasajero y del que no saldremos hasta que no se cobre clara y pública conciencia de cuál es problema de fondo. No basta con adivinar que vienen años de vacas flacas, por usar la metáfora del Génesis (41, 17-33). Lo importante es acertar, como hizo José ante el Faraón, con el diagnóstico correcto del problema, porque sólo cuando se entiende lo que pasa se hace posible la solución correcta.

La primera decisión que habría que tomar es desterrar para siempre las interpretaciones oportunistas, interesadas y superficiales, es decir, todo lo que viene diciendo un gobierno incapaz y demagógico. Ni la crisis va a pasar en pocos meses, ni tiene solo causas externas, ni pasará hasta que no tomemos  la correspondiente medicina amarga.

La segunda decisión es comprender que estamos ante una crisis que afecta al conjunto del sistema y no solo a la economía: a la política, a las instituciones, a nuestra forma de vida. 

Durante un largo período de tiempo, casi cincuenta años, los españoles hemos aprovechado una apertura al exterior que nos era muy favorable. Los efectos más benéficos se han notado desde la entrada en la zona euro, pero la economía española, con crisis más o menos pasajeras, ha venido creciendo y fortaleciéndose mientras ha disfrutado de esa ventaja comparativa.

El problema es que todo eso se ha acabado de manera definitiva y, aunque no bruscamente, si en un momento y de un modo que nos ha cogido a casi todos mirando a las musarañas (“avanzando” absurdamente en el estado autonómico, diseñando planes asistenciales megalómanos, bajando los índices de productividad, etc.). Nos encontramos en una situación que podría representarse del siguiente modo: de repente en nuestra tienda no entran los clientes y tenemos que preguntarnos qué se puede hacer. Los gobernantes pueden, irresponsablemente, tratar de consolarnos haciéndonos notar que en las de los demás tampoco entran muchos, pero esa mentira va a tener un recorrido muy corto. Basta con ver el increíble ritmo de destrucción de empleo para subrayar que el problema que nos afecta de manera más grave tiene poco de general. 

Hay que preguntarse cuál es el lugar de nuestra economía en un mercado global, el único que realmente existe. Eso choca de manera brutal con la tendencia indescriptiblemente paleta de una gran mayoría de españoles que creen que el extranjero es Cataluña o Castilla y se da de bruces con la inmensa irresponsabilidad de los dirigentes políticos que usan la política exterior únicamente para consumo interno, algo así como el timo de Rumasa que decía vender telares en el exterior para cobra las subvenciones españolas. Esto es insostenible, además de ser penoso desde el punto de vista intelectual, pero va a costar sacudirnos esa roña y esa carroña que se sirve, por ejemplo, de atacar a Israel para poner en supuestos apuros al PP, como si éste no tuviese suficiente con lo suyo.

Hay que dejar de pensar que la economía española lo aguanta todo, que el sistema de pensiones no puede colapsar, que el Estado, o lo que de él va quedando, no puede entrar en quiebra. Si no se toman pronto medidas que lo eviten, veremos que las tres cosas son falsas.

No estamos, por tanto, ante una mera crisis económica, sino ante una crisis social y de sistema. Tenemos una clase política que adora el estúpido becerro de oro de la imagen y se olvida de nosotros, una casta cada vez más nutrida pero que se muestra notoriamente incapaz de coger el toro por los cuernos, que sigue pensando que manda el día a día sin caer en la cuenta de que el Titanic ha chocado  con un iceberg en la fría noche del atlántico y que se impone un plan riguroso de salvamento, aunque los heroicos músicos (que en nuestro caso son ridículos titiriteros) se empeñen en seguir tocando.

El amable lector pensará, sin duda, que soy de los catastrofistas, pues no: creo firmemente en que es posible salir de ésta, es más, creo que saldremos, pero estoy convencido que no podemos salir si nos empeñamos en no darnos cuenta de que lo que tenemos delante es un desafío mucho mayor, más grave y más profundo, que el que afrontamos  a comienzos de la democracia.

Mientras nuestro gobierno persista, y lo hará mientras se lo toleremos, en imitar  medidas que tal vez, aunque no se sabe, sean oportunas en otros lugares, sin pensar en lo muy específico de nuestra situación, estaremos perdidos. La situación es extrema y no empezaremos a ver la salida hasta que no nos convenzamos de que lo es. Entonces será el momento de la gran política y el éxito o el desastre dependerán de que podamos y sepamos escuchar la voz capaz de salvarnos del ridículo, pero también de la bancarrota.

[Publicado en El Confidencial]