Categoría: cultura democrática
Dogmas, mentiras y ejemplaridad
El candidato de la derecha
La chuleta de Montilla
Una cámara de TV ha sorprendido al presidente de la Generalidad de Cataluña mientras copiaba atentamente de una mínima tarjeta para estampar su firma en un libro de dedicatorias. Si la gente supiese observar, ese detalle tendría un enorme valor. Nadie observa nada, sin embargo, porque se ha extendido la idea de que lo anormal es lo corriente, y que de nada hay que extrañarse; hemos sido tan abiertos en admitir lo que haga falta, que hemos llegado a prohibir las contradicciones, y, por ello, a ser incapaces de detectar la hipocresía o la mentira, por ejemplo. Santiago González, en su espléndido blog, llamaba la atención, hoy mismo, sobre el hecho de que un menor (o una menor, a saber) pueda cambiar de sexo, pero no se pueda revelar nada sobre su identidad, precisamente por ser menor.
La contradicción que afecta a Montilla es de enorme importancia. Un personaje que está dispuesto a enmendar la plana al Tribunal Constitucional sobre un asunto, como mínimo, intrincado y gravísimo, no es capaz de escribir una dedicatoria sin copiar de una chuleta. Ortega habló en su momento de la separación entre la España real y la España oficial, pero ahora estamos en una esquizofrenia más terrible, la que nos lleva a admitir que un individuo absolutamente incompetente desde el punto de vista intelectual y cultural pueda ser un líder nacional.
La democracia parece habernos servido para entronizar la vulgaridad y la mansedumbre, pero no para mucho más. Tardaremos en salir de este estado de inconsciencia, y ello nos costará grandes disgustos, porque nos afectan problemas para los que no existen chuletas en ninguna parte.
La democracia y sus equívocos
Los españoles tenemos muchísimos motivos para ser churchillianos, más que nada por aquello de que la democracia es el peor de los sistemas, excluidos todos los demás. Tras unas décadas de democracia, hemos empezado a darnos cuenta de que la democracia en que vivimos es bastante imperfecta, que se aleja mucho del ideal. Lo normal sería tomarse esa constatación como un síntoma de madurez, pero para muchos de nosotros tiene algo de desesperante.
Resulta que la democracia no nos puede hacer mejores si nosotros no hacemos mejor las cosas. No debiera ser necesario hacer grandes esfuerzos para comprender esa verdad, pero nosotros la estamos descubriendo un poco tarde.
Como fruto de la lucha contra un enemigo absoluto, la democracia se nos ofreció en su imagen más pura. La gente se peleaba por ser democrática, y no serlo ha sido, durante años, el insulto predilecto de los españolitos que leían periódicos. Ahora nos encontramos con que la democracia se nos aparece como una fórmula casi vacía para que se repitan los viejos errores, las viejas mentiras y con que, además, se añaden al festival nuevos errores y mentiras originales. Y la desesperación llega porque la fórmula no funciona.
Se trata de un error, evidentemente. La fórmula no funciona porque no la hacemos funcionar, porque consentimos que no sirva para casi nada. Somos nosotros, no la democracia, los que somos un poco decepcionantes. Deberemos aprender que la democracia no es fast-food, sino un plato que se cocina con enorme lentitud porque es enorme la muchedumbre de los cocineros que la sazonan y a guisan con artes del más variado pelaje. Le pedimos a la democracia que funcione y somos incapaces de hacer cosas razonables en muchos ámbitos, desde las comunidades de vecinos hasta las empresas y las instituciones. Nosotros seguimos teniendo una concepción patrimonial del poder y pensando que el que manda, sobre todo si pensamos que nos representa, puede hacer lo que quiera.
Criticamos a los partidos, pero somos incapaces de participar, de pelear desde abajo porque las cosas sean como debieran. Criticamos la educación, pero apenas dedicamos un minuto a la lectura. Criticamos la ignorancia, pero seguimos pendientes de una tal Belén. Criticamos la demagogia, pero aplaudimos argumentos miserables siempre que nos conviene.
Tenemos un gobierno que se dedica a la propaganda, y lo tendremos hasta que una alternativa seria deje de dedicarse al oportunismo o al desconcierto, a esperar con paciencia que le llegue su turno. Es poco, desde luego, lo que podemos hacer, pero siempre es más que nada, más de lo que solemos hacer, frecuentemente poniendo el grito en el cielo.
Los que mandan nos conocen y se burlan de nosotros. No solo el gobierno, por supuesto; en realidad la lista es interminable: los jueces que se prostituyen, los periodistas que desinforman, los profesores que engañan, los funcionarios que se escaquean, los sindicalistas que viven del cuento…
“Menos quejarse y más trabajar” debiera ser la consigna de quienes creemos que ser cada uno de nosotros un poco mejores cada día es la única fórmula para conseguir que las cosas sean lo que deben ser, incluida la democracia
Una democracia por hacer
Javier Marías escribió que España es un país monoteísta. Suscribiría el diagnóstico, aunque habría que hablar, más bien, de maniqueísmo, de entrega al Uno y al Otro, sin la menor heterodoxia. De esa falta de herejes se quejaba Unamuno, y en ella se funda ese conformismo, nada quijotesco, que nos caracteriza, por encima de la passion for life que proclaman los carteles turísticos.
El caso es que deberíamos de caer en la cuenta de que la democracia se ha desarrollado entre nosotros con un mínimo de debate, con auténticas carencias de participación, como una simple fachada, valiosa, sin duda, pero insuficiente. Me parece que eso es especialmente evidente si se mira de cerca la forma en que los españoles nos relacionamos con el poder. De Pío Cabanillas se cuenta una anécdota que me parece sirve para ilustrar el caso: alguien le hizo notar que el joven Aznar se parecía cada vez más a Fraga y le contestó, «a Fraga no, se parece directamente a Franco». El problema sería relativamente menor si solo Aznar se hubiese parecido a Franco, pero la verdad es que el general gallego hizo auténtica escuela por doquier. No solo se parecen a Franco los líderes de la derecha, sino los líderes de la izquierda, los directores de El País, los catedráticos, los líderes sindicales, los periodistas, los conductores de Metro, por no decir nada de los presidentes de Banco. Los españoles tendemos a creer que la única forma de mandar es que todo el mundo calle en torno a nosotros. No tenemos una tradición democrática y liberal, sino una educación autoritaria que, además, no se inició con el franquismo sino que viene muy de atrás. Se suponía que la democracia iba a acabar con eso, pero todavía no ha sido el caso.
Las consecuencias del autoritarismo son muy pesadas, y tienen una tendencia a permanecer y multiplicarse. El debate auténtico queda proscrito o criminalizado, y lo que se hace a cambio es tener monótonos y repetitivos contrastes de pareceres con escuetas fórmulas en las que no cabe profundizar. Nuestra atmósfera política es extremadamente cansina: se puede leer un periódico de hace seis meses, o seis años, y tomarlo por uno de ayer, sin mayor problema. Y, a cambio de ese quietismo rutinario, una absoluta anomía práctica: en todo lo que a nadie importa, como la educación, movida a tope. Lo único que parece interesarnos son los sucesos, si son con mujeres bellas, como las que le gustan a Berlusconi, mejor.
En una atmósfera así, es casi imposible que aparezca nada realmente nuevo y competitivo porque tendería a ser ahogado desde las dos esquinas del peculiar planeta ibérico con un entusiasmo inquisitorial, aunque ahora se vilipendie a la Inquisición para disimular las nuevas reglas de obligado cumplimiento. La devotio ibérica, que ya llamó la atención a los romanos, sigue muy viva entre nosotros, de manera que la adhesión al líder sustituye cualquier capacidad de análisis de la situación, cualquier patriotismo, el mero buen sentido: una conducta interesada que oculta la cobardía. Esta ausencia de competencia real mata por completo cualquier pluralismo y subvierte la legitimidad. No son los de abajo los que eligen al de arriba, sino el de arriba el que elige a los de abajo. Ya no se trata de ser representativo, sino de ser un hombre-de o una mujer-de, que también las hay.
En esta atmósfera moral, la izquierda se ha transformado en un partido de posibilistas que sigue a ciegas las ocurrencias del líder, aunque muchos sean conscientes de que todo puede acabar en un desastre; ni rastro de esa izquierda liberal que podría haber surgido, si creyésemos en los milagros. Aquí la izquierda pasó, a toda prisa, de ser dogmática y marxista a ser oportunista y disciplinada: ha comprobado la eficacia de la táctica y conoce el desdén de los españoles por las verdades abstractas, sin dueño y sin provecho.
La derecha, bien nutrida de altos funcionarios que aprenden a servir al que manda por encima de cualquier otra moral, ha conseguido, hasta ahora con éxito, reprimir su componente liberal para que triunfe su matriz autoritaria. Para certificar su mal fario, enteramente ajena al debate al que teme más que al demonio, comete además, muy frecuentemente, el error de adoptar las ideas y el lenguaje del enemigo, se ejercita en gestos absurdamente tardo-progres esperando a que la fruta le caiga madura en la boca, por efectos de un turnismo no apoyado en el mérito, sino en el hartazgo.
Lo demás, viene por si solo: subvenciones por doquier para que aprendamos que todo don viene de lo alto, protección al que forma parte del equipo aunque sea un robaperas de primera, y mucho darle leña al mono hasta que se aprenda el catecismo. Lo escribió Galdós al final de sus Episodios: “Un país sin ideales, que no siente el estímulo de las grandes cuestiones tocantes al bienestar y a la gloria de la Nación, es un país muerto. […] Prensa, Gobierno, Partidos, altos y bajos Poderes, todo ello anuncia su irremediable descomposición”: ¿Estamos a tiempo de evitarlo?
[Publicado en El Confidencial]
¿Pacto de estado o elecciones anticipadas?
La gravedad de la crisis, económica e institucional, por la que atraviesa España hace que casi todo el mundo piense en alguna solución excepcional. Ello muestra la incapacidad del sistema para adaptarse a un entorno tan inhabitual como crítico y que constituye una amenaza de consecuencias catastróficas. Parece como si la España democrática hubiese perdido el rumbo. No hay síntomas de que dispongamos de las energías políticas que permitieron una transición excepcional, cuyos réditos han empezado a agotarse.
En este contexto, se suscitan frecuentemente debates en torno a si, para remediar la cosa, sería preferible un pacto de estado o unas elecciones anticipadas. Se trata de una disyuntiva estéril, falsa y viciada desde la raíz. No es evidente que unas elecciones anticipadas, que en ningún caso van a celebrarse, puesto que podrían perjudicar al único que puede convocarlas, fuesen a otorgarnos un panorama político sustancialmente distinto al que tenemos. Es obvio, por otra parte, que el Gobierno está cerrado en banda a cualquier cosa que no sea aguantar el chaparrón y confiar en la lealtad de los supuestamente suyos, abundantemente regada con dádivas insensatas.
¿Qué está pasando entonces? Básicamente, que el sistema democrático precisa de algo más que unas instituciones jurídicas, y carecemos decisivamente de ese algo más. Si se me permite una metáfora orgánica, que siempre son peligrosas, el fallo de un subsistema se suele corregir potenciando un mecanismo sustitutorio, lo que siempre da lugar a una malformación que produce gran variedad de deficiencias funcionales. En nuestro caso, la malformación esta en el sistema de partidos cuya conformación ha invertido completamente su función constitucional: en lugar de servir de cauces de representación, se han convertido en fortines feudales a cuyo alrededor se agrupan, alternativamente o a un tiempo y de forma transversal, densos conglomerados de intereses que los hacen todavía más inaccesibles y casi absolutamente insensibles a cualquier cosa que provenga del exterior.
Ahora bien, lo decisivo es comprender que esa deformación no se debe, a mi entender, a ninguna norma jurídica deficiente, sino a graves carencias en la cultura política de los españoles, al hecho de que en la mayoría de los casos, en la Universidad, en la empresa, en los clubes de fútbol, en la prensa, y, por supuesto, en el interior de los partidos, nuestro comportamiento es exactamente ese, una especie de caudillismo atemperado por la oligarquía. Creo, sinceramente, que es pedir peras al olmo esperar que los partidos se comporten de manera distinta a como nos comportamos la mayoría de los españoles; mientras no modifiquemos sustancialmente nuestra cultura política, nuestras instituciones, en las que ahora apenas tiene cabida una conducta competitiva, liberal y respetuosa de los derechos de los demás, que es lo que permite la fecundidad de la una democracia, no podrán gozar de los beneficios de la poliarquía, y la libre competencia será siempre una auténtica rareza.
La consecuencia más importante de todo esto es que, en España, el poder político no está distribuido verticalmente (aunque horizontalmente sí, en esos monstruosos mini-estados en que han venido a dar las CCAA por las mismas razones), de manera que, ante cualquier situación realmente grave, como la presente, la democracia no pasará de ser una piadosa ilusión enmascarada por un bipartidismo autocrático. Ante las crisis, los partidos no reaccionan como las personas normales suponen que reaccionarían ellas, sino defendiendo, en primer lugar el interés máximo de su subsistencia. Es, exactamente, lo que hace Zapatero: resistir, y que cada palo aguante su vela. Actuar en función de intereses generales puede convertirse en un atentado a ese patriotismo de partido que, hasta ahora, ha gozado de gran crédito entre los socialistas de todas las procedencias.
Precisamente para poder actuar con más soltura a la defensa de los intereses creados, los partidos prefieren carecer, por completo, de oposición interna y, en consecuencia, no pueden ser democráticos que es lo que, ingenuamente, manda la Constitución. No creo que haya que cansar a nadie enumerando las razones para un diagnóstico tan negativo; me conformaré con mencionar la pasión de las oligarquías partidarias por imponer a toda costa un candidato único en cualquier clase de asamblea, o los poderosos reflejos corporativos para defender a gente realmente impresentable cuando ha alcanzado un estatus suficientemente alto en la organización, pese al clamor popular, ese último destello de decencia que le queda a mucha gente.
¿Entonces, qué cabe hacer? Cada cual tendrá su responsabilidad, pero es evidente que una cultura democrática se forja ejercitándola. Hay que romper, a base de libertad, las ataduras que mutilan y esterilizan nuestra democracia. Luego, se podrán hacer reformas, pero lo decisivo es no quedarse quieto mientras nos golean.
[Publicado en El confidencial]