Categoría: cultura política de los españoles
El desprecio a los políticos
Del maniqueísmo al no es para tanto (España en crisis 6)
La cara del ministro de Fomento
El debate sobre el inaudito estado de alarma nos ha deparado algunos momentos regocijantes. Cuando Rajoy usó de su habilidad para repetir, sin que el auditorio lo supiera, unas palabras de Rubalcaba a propósito de lo inepto y caradura que era el ministro de Fomento, pero referidas al primer gobierno de Aznar, la cámara del Congreso, siempre servicial, nos dejaba ver la faz del titular del cargo en la actualidad, su gesto de incredulidad absoluta. ¿Cómo era posible que de él, de don José Blanco, Pepiño ocasional en las tenidas con los compañeros más elementales, se dijesen semejantes barbaridades? ¿Cómo se atrevía el líder del PP a faltarle al respeto de forma tan procaz y notoria? Los espectadores estaban, con seguridad, ciertamente sorprendidos, no tanto por considerar que el ministro mereciese mejor trato, como por el asombro al ver un Rajoy faltón. Desgraciadamente, el pasmo duró poco, porque Rajoy desveló la argucia de que se había servido para provocar un efecto tan inusual en la Cámara. Entonces se pudo ver la cara de Rubalcaba, contraído, a la defensiva. Ambas caras, mientras Zapatero lucía la habitual, sin apenas darse cuenta de que no se celebraba ningún jolgorio, muestran con gran expresividad una de las características más notables de la política española.
A veces se describe el sistema español como un bipartidismo imperfecto, para dar cuenta del peso que acaban adquiriendo en las Cámaras las distintas minorías, con apenas un porcentaje de voto sobre censo del diez por ciento. Pero hay otra peculiaridad que no es menos decisiva. Vivimos en un bipartidismo que, además de imperfecto, es perfectamente inicuo, desigual: nada tiene que ver lo que se exige y espera de unos con lo que se exige y espera de los otros. El PSOE ha acertado a hacerse con la casi exclusiva de la democracia, la decencia y la legalidad, y consigue presentar permanentemente a los del PP como una colla de peligrosos delincuentes a los que es conveniente mantener al margen de los resortes estratégicos del sistema. Para mostrarlo con claridad meridiana bastará con que hagamos un experimento mental y tratemos de imaginar lo que habría sucedido si el decreto de militarización del espacio aéreo hubiese sido dictado por un gobierno del PP. Si sólo por unos ligeros retrasos en Barajas, a cuenta, por supuesto, de pilotos y/o controladores, Rubalcaba trató a Rafael Arias Salgado como si éste fuese una especie de golfillo que se hubiera colado en el gobierno, ¿que no habría dicho si el gobierno hubiese dejado a cientos de miles de pasajeros en tierra al comienzo mismo del mejor puente del año?
No se trata de un hecho aislado, el gobierno de Zapatero ha batido todos los records de incompetencia, incumplimiento, deslealtad política e irresponsabilidad que quepa imaginar. No ha pasado otra cosa que el que la oposición haya tratado, no con un éxito inenarrable, de ponerlo de manifiesto. El gobierno de Zapatero ha bajado el sueldo a los funcionarios; ha congelado las pensiones; ha roto el Pacto de Toledo, que se hubo de firmar para evitar el efecto político corrosivo de las afirmaciones de que el PP rebajaría las pensiones en cuanto gobernase; ha otorgado televisiones a sus amigotes, saltándose cualquier apariencia de legalidad; ha hundido financieramente a la televisión pública privándola de publicidad para que el mercado vaya a parar enteramente a los magnates privados que saben muy bien cómo hay que pagar el favor; ha suspendido leyes aprobadas en el Parlamento por mayorías suficientes con un mero decreto; ha dilapidado los recursos públicos con arbitrariedad y notable ineficiencia; ha envenenado hasta la nausea las relaciones territoriales; ha envilecido con subvenciones barrocas y constantes a los Sindicatos, siempre dispuestos al sacrifico en el altar subvencional; ha usado la guardia civil y los fiscales para detener con diurnidad y alevosía a cualquier individuo mínimamente cercano al PP, en muchas ocasiones sin el menor motivo judicial sólido, como se pudo comprobar tiempo después; ha hecho con los terroristas de ETA toda clase de maniobras equívocas o simplemente estúpidas, llevado por la convicción de que la izquierda abertzale apenas necesita unas sesiones de terapia del sillón para ser tan manejable como un sindicalista. No sigo, que me falta espacio.
La grande y la pequeña maniobra (España en crisis 5)
El excesivo culto a la palabra, a la retórica vacía, tiene una consecuencia demoledora en el debate público, a saber, que tienden a imponerse las grandes palabras, que se deprecia el espíritu crítico, siempre tan escaso porque requiere valor, y se concede un valor enteramente exagerado a lo sentimental, a lo fácil. Visto desde otro ángulo, esa actitud favorece el prestigio de las grandes promesas, de la idea según la cual cualquier mejora requiere la adopción de medidas mucho más radicales y generales que las que suponen necesarias los reformistas, dígase con tono despectivo. Como es natural, esa actitud trae consigo el que, en realidad, nunca se cambie nada, que, en el fondo, se promueva el ideal hipócrita y cínico que establece que sea preciso que todo cambie para que todo siga igual.
En algunas ocasiones he comparado esas dos actitudes frente a los defectos españoles con las posturas contrapuestas de Ramón y Cajal y de Ortega y Gasset en torno al problema de la ciencia en España, de la universidad y de la cultura española, en general. Ortega, además de inspirarse en un modelo que ya casi agonizaba, pretendía que cualquier cambio positivo requeriría reformas muy de fondo, mientras Ramón y Cajal se limitaba a escucharle con gusto, y con cierto escepticismo, y a trabajar de manera incansable, investigando con rigor y audacia, dejándose los ojos en el microscopio y poniendo a los laboratorios españoles bajo su influencia a la vanguardia de la ciencia de su época, pese a las innegables dificultades que trataban de impedirlo.
En el mismo terreno universitario se podría poner un ejemplo mucho más reciente, estrictamente contemporáneo. Es verdad que la universidad española es muy mediocre, que no tenemos, en el año corriente, ninguna entre las 200 mejores del mundo, pero ello no ha impedido, por ejemplo, que el Departamento de Matemáticas de la Universidad Autónoma de Madrid ocupe un lugar mucho más brillante en la jerarquía internacional (está entre el lugar quincuagésimo y el septuagésimo quinto) que el que corresponde al conjunto de las universidades. Los males de la universidad española no impiden a esos matemáticos madrileños hacer un trabajo excelente, aunque sean, o seamos, legión los que se refugien, o los que nos refugiemos, en la mediocridad general para justificar la propia. Todo mejoraría el día que aprendiésemos a trabajar en las reformas posibles, por humildes que parezcan, sin que eso haya de significar ninguna renuncia al ideal, entre otras cosas porque al ideal se llega, únicamente, paso a paso.
Arbitrismo y barroquismo (España en crisis 4)
Lo que nos pasa (España en crisis 3)
Vamos a tratar de fijarnos en la cultura de los españoles, y, más precisamente, en nuestra cultura política. En mi opinión tenemos un problema de base que es que nos falta un acuerdo de fondo en una serie de cosas que son esenciales para juzgar cómo va la vida, cómo van las cosas. Se puede decir que esa clase de acuerdos faltan en todas partes, pero lo característico entre españoles es que no parece preocuparnos el hecho de que nos falten, preferimos adaptarnos a la dinámica maniquea.
A mi entender, esa manera antitética de hacer las cosas ha favorecido el arbitrismo, que es uno de los grandes inventos de quienes en este país se tienen por sabios. Un ejemplo para que se me entienda es el tipo de comentarios que los lectores suelen hacer al píe de los blogs, en que vapulean al que se ha esforzado, aunque sea poco, en el análisis para espetarle algo como esto: “lo que hay que hacer es fusilarlos a todos”, o “ya se sabe cómo son los catalanes”, o “¿qué vamos a esperar de la derechona?”, y argumentos por el estilo. Esta clase de “soluciones” se basa en la incapacidad para comprender y aceptar el problema, en la creencia de que nosotros poseemos alguna especie de solución obvia y que solo la maldad del adversario le impide reconocerla de manera inmediata, incondicional y rendida. Pues bien, las cosas no son así, son algo más complejas y aquí se lleva poco el esfuerzo para entender las razones del otro.
Como veremos, esta conducta tiene unas raíces muy viejas y como este país, es, sobre todo, viejo, hemos confundido lo, digamos, natural con lo que hemos ido construyendo paso a paso, y, muchas veces, error, tras error.