Los males de la patria

Vivimos tiempos en los que nos es inevitable pensar de manera doliente en el destino de nuestro país, en los males de la patria. Tras una larga etapa de progreso político y económico, tal vez más aparente que real, pero que, al fin y al cabo, ha supuesto un buen número de mejoras, una crisis económica, larga, profunda y pésimamente abordada por el gobierno de Zapatero, nos está haciendo cuestionar gran parte de los argumentos optimistas y orgullosos de hace menos de una década, del «España va bien», para resumirlo en un slogan.

Es lógico que, ante el brusco y desagradable despertar de un sueño que estaba siendo suavemente placentero, un buen número de españoles sienta la tentación de echar la culpa de todo a los políticos, cuya irresponsabilidad, por otra parte, sería necio negar. Pero ese recurso expiatorio nos hace olvidar algo decisivo, en lo que nunca se insistirá bastante, a saber, los males de nuestro sistema son un reflejo de nuestros vicios comunes, de lacras que lastran no solo la vida política sino todos los aspectos de nuestra convivencia y que, mientras no sean combatidos de manera eficaz por el conjunto de los españoles seguirán multiplicando nuestras dificultades, favoreciendo nuestra mala suerte. Somos un país viejo, hipócrita, envidioso, escasamente dispuesto a cambiar, en el que ha predominado una cultura barroca bastante incompatible con el cambio social; un país con el con una fortísima tendencia al disparate, a crearlos y a mantenerlos, porque, a base de viejos y escépticos, somos capaces de tolerarlos, y aún de corregirlos y aumentarlos. Esas características morales de la sociedad española se reflejan y amplifican con errores políticos, algunos de ellos muy persistentes y graves: la partitocracia, el cantonalismo, el nepotismo, la corrupción no son invenciones de los políticos sino la consecuencia en esa esfera de nuestros hábitos escasamente razonables.
La política democrática debiera haber podido ser una palanca de cambio social pero lo ha sido en una medida mucho más pequeña de lo posible por las resistencias sociales a la libertad, a la competitividad, al juego limpio, a los hábitos más sanos y abiertos que permiten las libertades.
Uno de los problemas que más nos afligen en la actualidad es el de la elefantiasis del sistema autonómico, el insoportable crecimiento de las burocracias, el peso creciente de los diversos poderes públicos. Parece haber una conciencia creciente de la necesidad de someter a revisión lo que hemos hecho en estos años al confundir una muy conveniente y razonable descentralización con la generalización de una fórmula cuasi federal que, necesaria en algunas regiones como Cataluña y el País Vasco, no ha servido para otra cosa que para promover las ambiciones alicortas e insolidarias, cantonalistas, de las clases políticas locales, esa clase de necedades a las que acaba de incorporarse el inefable Cascos descubriendo a redopelo que Asturias le necesita. Es un tema muy complejo que no pretendo despachar con cuatro verdades elementales, y sobre el que, además, no tengo más que verdades negativas sin que sepa a ciencia cierta cuál debiera ser la solución, aunque sí crea que debe salir de un debate civilizado, hondo y sincero sobre las deformidades disfuncionales absurdas e insoportables a las que hemos dado lugar. Recomiendo que se lea, sobre el particular, el extraordinario artículo de Enric Juliana que cuenta algunos de los hechos decisivos que condicionaron el nacimiento de nuestro estado de las autonomías y que deberían ser tenidos en cuenta a la hora de tomarse en serio una reforma a fondo del mismo, algo que habrá que hacer, y hacer bien, sin duda alguna.

Todo es difícil

Los españoles gastamos fama de envidiosos. Sin poner en duda el diagnóstico, me inclino a pensar que, ahora, nos cuadran más otros epítetos no menos sonrojantes. Por ejemplo: somos irrespetuosos, chabacanos. La chabacanería es la degeneración de la campechanía, la llaneza, una virtud que se nos reconoce. Bien mirado, nuestra falta de respeto, podría tener una raíz común con la envidia. Denigrando, no llegamos a apreciar y eso nos libra del tormento de la envidia.

Creo que ese mal está haciéndonos mucho daño y que la mayoría de la gente que lo padece lo disimula poniéndose una albarda partidaria, algo que, a su entender, le legitima para negar el pan y la sal al enemigo. Para evitar el campo de minas de la política, me referiré a un terreno no menos polémico. Confieso que veo en ocasiones programas de debate, así se llaman, futbolístico, y que llego a leer, incluso, los comentarios de algunos lectores en las columnas de Internet que se dedican al fútbol. Se tiene la sensación, al hacerlo, de que somos un país de energúmenos, de gente sin otra cosa que rabia y miopía. Se oyen y se leen cosas realmente increíbles para un espectador mínimamente neutral. La ortografía de los que escriben es un pálido reflejo de su barbarie.

No querría ponerme ni estupendo ni trascendente, pero me parece que esta clase de vicios son consecuencia directa del más torpe y necio de los relativismos. Uno tiene cierto respeto por los relativistas con fondo, por aquella gente que, sabiendo mucho, llega a la conclusión de que las cuestiones más arduas están fuera de su competencia y de la de cualquiera. No comparto la solución, pero la entiendo. Lo que no alcanzo a entender es que alguien pueda creer que lo que siente, piensa o dice, sea verdad por el hecho de ser él quien lo sostenga, pero me parece que eso es lo que pasa. Yo recomendaría a esta clase de relativistas que pensaran algo más en el fútbol, y, ya puestos, que salten al campo e intenten dar un pase de cabeza mínimamente preciso: ya verán lo difícil que resulta.

[Publicado en Gaceta de los negocios]