¿Queda en algún lugar amor a la libertad?

En las páginas finales de su apasionado El sometimiento de la mujer dice John Stuart Mill que “el amor al poder y el amor a la libertad se hallan en eterno antagonismo”. Mill está hablando de asuntos de sustancia no inmediatamente política, sino moral, pero creo que ese antagonismo define hoy de un modo muy radical la pugna ideológica.

La peculiaridad de nuestra situación es que la libertad parece no echarse en falta, o que, cuando se echa en falta, siempre hay alguien que te recuerde, más o menos, aquello tan patético de “libertad, sí, pero sin libertinaje”. En España hemos construido una sociedad en la que casi todo está sometido a un control agobiante, y en la que los políticos, como si tuviesen un campo escaso para controlar, aspiran sin disimulo a romper el límite entre lo público y lo privado, y a legislar también en el terreno de las conciencias, de la conducta personal; me parece que no será necesario aducir ejemplos.

Lo que me preocupa es que abundan los que no son conscientes de cómo, en nombre de la democracia, se perfeccionan cada vez más los mecanismos de constricción, los sistemas de sometimiento riguroso. Esa es la razón, a mi modo de ver, de que muchos españoles se sientan impotentes ante el panorama, de que detesten, cada vez más, la política y los políticos. No se dan cuenta, sin embargo, de que por apartarse mentalmente de esas cuestiones su libertad solo crece de un modo engañoso.

Fíjense que incluso nos quieren reeducar, que empecemos a hablar de otro modo. Los partidarios de la libertad estamos siendo perseguidos y sometidos por todas partes, entre otras cosas porque buena parte de la derecha conservadora tampoco tiene nada de liberal. Tenemos el peligroso antecedente de haber vivido sin libertad política durante décadas y, acostumbrados a eso, tampoco nos extraña que quien diga hablar en nombre del pueblo nos ponga obligaciones y aduanas. Pero la democracia no merecería la pena si se redujere a ser el patíbulo de la libertad.

Los miedos del PP

Finalmente se han dado a conocer los sumarios del caso Gürtel, lo que permitirá que el PP esté acorralado por unos días más intensamente que de ordinario. El hecho de que el Gobierno ataque a la Oposición es una peculiaridad bastante notable de la política española, pero quizá sea más notable todavía el hecho de que el PP renuncie a defenderse cómo se supone que podría hacerlo.

En esta democracia en que hemos venido a parar, al PP no le queda otro papel que el de tomarse la libertad en serio, y tratar de convencer a los españoles de que es mejor morir de píe que vivir de rodillas; ya sé que puede sonar a sarcasmo, pero los tiempos han cambiado tanto que la frase de Emiliano Zapata, y luego de Dolores Ibarruri, puede tener pleno sentido (afortunadamente, figurado) aplicada a nuestra situación.

En la democracia española el PP es, definitivamente, el partido perdedor si acepta una serie de claves del sistema. Si, por el contrario, no lo aceptase, tendría oportunidades de cambiar las reglas de juego y la cultura política de los españoles, y con ello, tendría oportunidades de ganar. Esa fue precisamente la clave de la victoria de 1996 y de su confirmación en el año 2000, pero el PP se cansó pronto de ser alternativa a la política establecida, y pensó que bastaría con llevar a cabo una buena administración; es evidente que se equivocó, y las consecuencias de ese error se pagan ahora muy caras. La era de Zapatero le ha puesto las cosas todavía más difíciles, y no se ve claro que el PP actual quiera hacer una objeción de fondo al sistema, porque amaga, pero no da, porque prefiere consolarse con el supuesto papel de heredero que tantos le adjudican.

A mí, me parece que eso es un fraude, que es renunciar a la función más importante de un partido, a tratar de liderar un cambio profundo para construir una democracia de verdad sólida y poderosa. El problema para hacer algo como eso es muy sencillo: la mayoría de los dirigentes del PP creen en la libertad tan poco como Zapatero, y en la democracia, todavía menos.

Por eso, frente a la corrupción hacen que hacen, pero miran para otro lado, exactamente lo mismo que ha hecho el PSOE, me gustaría pensar que con algo menos de cinismo y desvergüenza. El caso es que el PP podría desterrar casi para siempre la lacra de la corrupción si se atreviera a tomarse la política en serio, si practicase la trasparencia y la democracia interna que le reclama su alma liberal, pero eso pondría en riesgo la nomenklatura, y tiraría por los aires esas redes de poder en las que se apoyan los que siempre mandan, esos rigodones de monarquía hereditaria que tan bien bailan en el partido los que creen que la libertad puede limitarse a ser un adorno retórico de la derecha. Que un Fraga que jamás pudo ganar las elecciones generales, y que acabó perdiendo Galicia por no retirarse a tiempo, vuelva a aparecer al frente de las reuniones de la cúpula del PP, es algo más que una coincidencia, puede ser un presagio.

Acto final, el desvelamiento

El triple laberinto en que ha venido a parar la industriosa y telegénica actividad judicial de Garzón, esta sirviendo para desvelar muchas cosas de las que nadie se atrevía a hablar. Estamos asistiendo a escenas memorables, a momentos en que, desprendidos de sus disfraces, muchos se quedan en cueros. Los partidarios de que Garzón esté para siempre y por derecho más allá del bien y del mal, por encima de cualquier ley, ya no saben qué decir. Sólo un supremo esfuerzo de voluntad, un empeño en la movilización, les está dando esa energía agónica que, ordinariamente, concluye en el ridículo, porque nada hay más necio que el despelote cuando se ha ejercido siempre de maestro de ceremonias, de arbiter elegantiarum.
En esencia los argumentos de los garzonistas se reducen a proclamas literalmente orwellianas, sin ironía, de forma desnuda, como si no hubiesen leído al inglés.
El primer argumento es contra la igualdad. Garzón es más igual que los demás, de manera que no puede ser juzgado como un igual, ni por los iguales.
El segundo argumento es contra la ley, porque si la ley sirve para culpar a uno de los nuestros, no es una ley, sino una infamia. En cierto periódico añoran los tiempos en que, Garzón mediante, se pudo poner en píe semejante principio para mayor gloria de su dueño.
El tercer argumento es intencional. Esta vez olvida no a Orwell, sino a Juan de Mairena, al que, de todos modos, tenían ya muy olvidado. La verdad solo es la verdad cuando la diga Agamenon o bien, en su caso, el porquero, según se establezca, pero quedando claro que nunca puede haber una verdad que esté por encima de la distinción, que afecte a los que son más iguales, a los nuestros, a Garzón.
Que puedan sostener todo esto sin que se derrumben es, seguramente cuestión de tiempo, aunque, como todos los fanáticos, persistan en sostener que, en realidad, es cuestión de bemoles. Es este refugio en el bunker de la insolencia y la fuerza bruta lo que me parece más revelador, más dramático.
Que parte de sus desgracias, aunque no todas, tengan su origen en demandas de grupos que se sienten herederos de doctrinas que pretendían que a los pueblos los mueven los poetas, no deja de ser enormemente irónico. Ese aire de justicia poética, que a veces adorna el final de algunos bribones, es, en todo caso, irrelevante, porque después de las fantochadas de la justicia retrospectiva, vendrán las cartas amistosas sugiriendo elegantemente contraprestaciones intelectuales a precio de saldo, y el pisoteo de los procedimientos y las garantías por sus guardianes.
¡Qué espectáculo ver a quienes presumían de ser los más ardientes defensores de la democracia ciscarse en sus proclamas! ¡Qué lección de realismo ver a los poderosos de antaño y sus corifeos de hogaño defender a sus perros guardianes y olvidarse de la seguridad pública! ¡Qué carnaval tan prodigioso! ¡Qué alegría va a dar ver en la calle a las fuerzas, sindicales, por supuesto, del progreso y de la cultura pasando revista por la asistencia para evitar el descuelgue de los más tímidos!
Tampoco conviene que exageremos el festín que nos espera, porque lo mismo interviene ZP, con o sin ayuda de Chavez, y emite un ukasse para que nada sea lo mismo que parecía ir a ser. Son expertos en hacerlo, y lo mismo hay cualquier sorpresa, aunque parte de los especialistas en maniobras en la oscuridad y en efectos pirotécnicos no sean precisamente entusiastas del vilipendiado.

Alberto Ruiz Gallardón, el derroche del pavo real

En su artículo del domingo en El Confidencial, Jesús Cacho, ha hecho un retrato demoledor de Alberto Ruiz Gallardón, alcalde de Madrid, de momento; tras el retrato de Cacho, se adivinan algunos rasgos, digamos, berlusconianos, en la conducta del atildado personaje, pero puede que haya quien considere que se trata de un mérito. De cualquier modo, que con un balance como este, su partido le pueda seguir considerando un gran líder, es realmente llamativo, un testimonio más de la astucia y acuidad visual de la cúpula genovesa.

Nadie puede negar que ARG ha elevado el nivel político de la alcaldía de Madrid, pero cabe dudar que haya sido para bien, porque el precio ha sido realmente insoportable, desde muchos puntos de vista. ARG se comporta como un señor absoluto en lo que a Madrid se refiere, y se muestra visiblemente molesto cuando se le hace ver que la política que practica no es muy distinta a la que pudiera preconizar cualquier socialista: gasto innecesario, burocracia creciente, esquilme del contribuyente, boato, despotismo, impuestos desbocados y amiguismo, tanto hacia dentro, gobierna rodeado de una espesa e impenetrable capa de adictos, como hacia afuera.

Dígase lo que se diga de la democracia, el hecho es que los españoles estamos, como quien dice, descubriéndola y, por tanto, expuestos con gran frecuencia a que nos vendan como democracia algo que no pasa de su caricatura. Este es, el caso, por ejemplo, del sistema que padecemos a la hora de elegir líderes políticos. Los que el pueblo elige con su voto a unas siglas, llegan a lo que llegan a través de una serie de procesos perfectamente opacos; los electores pueden elegir entre partidos, pero no pueden decir nada respecto a las personas. Se trata de una trampa, porque, como en este caso, sucede muchas veces que por no querer tomar el caldo ideológico, te acaban endilgando las dos tazas del electo sin principios y con pocos escrúpulos.

En una democracia de verdad, ARG no duraría ni un minuto, es más, no sería posible un caso similar. Un tipo tan distante respecto a los que no son sus aduladores, difícilmente ganaría una elección auténtica, como se vio con entera claridad en el intento de colocar a un empleado suyo al frente del PP madrileño, lo que da una idea bastante aproximada de lo que le importa a este socialista reprimido la democracia liberal.

El nivel de endeudamiento al que ha llevado a Madrid, alrededor de 8.000 millones de euros, es una barbaridad insostenible. Ha gastado como los dictadores, ha dilapidado un dinero que no le hubiésemos dado por las buenas en muchísimas obras inútiles y perjudiciales para los madrileños. Ha remodelado miles de calles y de aceras que podrían haber seguido como estaban sin problema alguno; ha llenado las calles de Madrid de unos horribles y carísimos aparatos azules destinados a un propósito absurdo; se ha gastado la intemerata (más de 400 millones de euros) en colocar sus oficinas en la Cibeles, y casi 600 millones en la aventura de la Olimpiada, un proyecto personal y claramente quimérico, en el que, además, se han hecho mal las tareas, y que dejará gravemente mermadas las posibilidades olímpicas de la ciudad.

ARG es de los que parecen creer que la democracia se haya inventado para que él pueda hacer lo que se le antoje, y tiene la suerte de contar con unos electores que votan a ciegas a su partido, porque la alternativa es, en teoría, mucho peor. Me parece, sin embargo, que esta vez el alcalde se ha quedado con las vergüenzas un poco más al aire de lo que es corriente, y pudiera ser que estemos asistiendo a los inicios de un declive definitivo.

Si la política consistiese en gastar sin tino, en invertir en la propia imagen, o en hacerse pasar por un tipo original y progre, perseguido por políticos conservadores y malvados, ARG sería un buen político. Como me parece que se trata de otra cosa, creo que es un político ridículo, y no veo motivo alguno para darle mi voto, ni siquiera aunque se volviese a presentar Sebastián, o alguien aún peor, que será lo más probable. Así que le pediré a los Reyes Magos de los dos próximos años un nuevo candidato del PP para Madrid, y si alguien me dijese que eso pudiera hacer que el PP perdiese las elecciones, le contestaría lo siguiente: no lo creo, pero, en todo caso, ¿de qué sirve ganarlas para hacer una política despótica, antiliberal y populista? Para esta clase de disparates, prefiero al adversario.