Democracia interna

La democracia interna puede parecer un imposible, y lo es para cualquiera que no comprenda que la política nunca puede consentir en hacer exactamente lo que cada cual crea, piense o quiera. La política es colaboración, atención mutua, debate civilizado, hablar y escuchar, y para eso existen los partidos, para hacer exactamente esa mediación que es imprescindible en las sociedades complejas: así funciona en los países con democracias sólidas y sociedades exigentes, en Inglaterra, en EEUU, en Alemania o en Finlandia. Aquí apenas hemos empezado y hay que hacerlo, empezando por no negar las dificultades y los problemas. Cuando no hay democracia interna se aplica el criterio del líder y a callar, y por ese camino se puede llegar, y siempre se llega, a lo que ahora tenemos, a hacer lo contrario de lo que se dijo, a mentir, a tratar de justificar lo injustificable. En cambio, mediante el debate razonable se pueden armonizar las distintas posturas que existan y encontrar la que más convenga a las convicciones y principios del grupo. Es claro que hay quienes piensan que un partido no puede tener opiniones, que todo lo que no sea defender sin la más mínima concesión lo que cada cual tiene por cierto no vale. Tenemos mucho que aprender: la política no consiste sólo en principios y en enfrentamientos, eso es lo que pensaban los comunistas, una lucha a muerte entre el bien y el mal, sino que requiere del diálogo, de la comprensión, del debate, de la negociación y la búsqueda de compromisos, y eso es una tarea que compete a todos porque es la urdimbre básica de una convivencia civilizada. Espero que aprendamos a hacerlo, respetando siempre el punto de vista ajeno al tratar de promover el propio, sin imposiciones ni dogmatismos que están fuera de lugar en un debate entre personas que comparten los principios que les han llevado a unirse para trabajar juntos por su patria. 

Reducir el número de diputados

Parece que en el Sanedrín autonómico del PP se abre paso la idea de la reducción del número de diputados autonómicos. Menos es nada, pero mejor sería que se abriese un debate serio en el seno del PP,  si es que puede haber algo como eso, es decir si el PP tiene algo como órganos de debate, sobre la reforma del modelo autonómico del que nos hemos ido dotando a la carrera y sin reparar en gastos (por ejemplo: desde que la sanidad pasó del llamado territorio Insalud a las autonomías, su gasto ha crecido de modo espectacular sin que haya mejorado sustancialmente la calidad), y en clara conexión con las actitudes puramente clientelares, compra de votos e influencia, de los aparatos de los partidos. Mientras no se haga eso no se empezará a poner seriamente en marcha una política nacional, una política que merezca ese nombre, más allá del alicorto interés de los dirigentes y colocados de los distintos partidos. 
¿De quién son los rectángulos?

Se mueve y sale en la foto

¿Qué hace Rosa Diez en la foto explicativa de la solución asturiana? Esta imagen es una de las peores cosas que podía haberle pasado a UPyD, no ya por el pacto, sino por la sobredosis de presencia de su único capital político, eso creen algunos y , a lo que se ve, ella, en un caso en que no tendría ni que haber aparecido. Los partidos están muertos por culpa del abuso de las cúpulas y la absoluta falta de democracia interna, son tapones no canales. UPyD podría contribuir a cambiar eso, pero parece que la lideresa no se da cuenta, que está intensificando de manera grotesca el problema que tendría que  resolver. A los partidos les sobran figuras carismáticas y personalismos, y les faltan ideas, autonomía, democracia y debate político, de modo que acaban haciendo de la democracia una caricatura asquerosa. La alternativa al fulanismo de la derecha asturiana, que es solo un caso particular de un mal endémico, es esta mujer menuda y que quiere estar omnipresente. Mal negocio, atajo hacia el mismo sitio, error inmenso, fruto de la común irresponsabilidad, ingenuidad e indolencia.
¡Bien por Google! 

El parto de los montes

Sin que se sepa muy bien por qué, seguramente habrán sido muchos los que han respirado tras el final del riguroso suspense con el que se clausuró el conclave socialista, una reunión en la que lo único  que ha habido, por más que se le llame Congreso, ha sido la elección entre dos formas agónicas y artificiosamente enfrentadas del mismo zapaterismo, el  continuismo matizado por las devociones hacia el pasado anterior a Zapatero, representado por Rubalcaba, y la ridícula pretensión de renovar el zapaterismo que representaba Carmen Chacón.  Lo único positivo de este espectáculo tan insustancial ha sido que las votaciones se hayan hecho como debe ser, en secreto y no brazo en alto, norma elemental que debiera ser de obligado cumplimiento para los partidos pero que, una y otra vez, se saltan las cúpulas directivas para mejor controlar a quienes supuestamente les controlan a ellos, y que, a no dudar, Rubalcaba volverá a saltarse de nuevo en cuanto pueda.  La división en el seno del millar de delegados era de tal porte que no ha habido otro remedio que tomarse en serio  el derecho al  secreto del voto, aunque sea por una vez.
Vista la victoria de Rubalcaba por un margen tan estrecho e insignificante, no hay más remedio que decir que el PSOE no solo está derrotado, sino completamente dividido. Es verdad que los militantes suelen tener un alto sentido de la supervivencia, y acudirán raudos en auxilio del vencedor, pero el partido, obligado a una dolorosa y muy larga travesía del desierto, se ve obligado a empezar la marcha en las peores condiciones posibles. No es fácil hacer profecías ante andadura tan arriscada como la que les espera, pero no es difícil suponer que la unidad que tanto se proclama vaya a brillar por su ausencia, y que las facturas que unos y otros se van a girar tras esta escaramuza tan reñida no van a cesar en el corto plazo, ni mucho menos. No se trata de integrar a una minoría, sino de  acomodar a una buena mitad de dirigentes convencidos de que este triunfo de la vieja guardia va a suponer un retroceso aún más grave que el recientemente registrado en las urnas.
Aun sin mediar argumentos ni ideas, la lucha por el liderazgo ha sido un enfrentamiento radical de dos facciones que ahora mismo, y la situación se agravará con toda probabilidad después del 25 de marzo, no tienen un poder que compartir y que, en consecuencia, van a seguir luchando cuerpo a cuerpo en las innumerables escaramuzas que jalonan el desarrollo de la vida del partido, especialmente cuando la política se pretende hacer sin grandeza, sin ideas, sin generosidad y sin otro fin que mantenerse en el poder.
La división socialista es consecuencia de la derrota, desde luego, pero los socialistas deberán, cuanto antes, empezar a preguntarse en serio por sus causas, por las razones por las que más de un cuarenta por ciento de sus electores han preferido otra cosa. No lo harán, porque ello supone poner en serio riesgo toda la tramoya ideológica en la que se ha venido fundando el opíparo negocio político del PSOE, abrirse a una renovación que supondría, para empezar, la jubilación de la casi totalidad del personal político del PSOE, que en el caso de Griñán o de Rubalcaba apenas podría llamarse anticipada. El hecho de que ni siquiera se haya dejado adivinar la posibilidad de una tercera vía, es realmente dramático, por cuanto significa que Zapatero ha triunfado aniquilando por completo a las personas que hubieran podido encabezar una renovación. Es un sarcasmo que Chacón haya pretendido  enarbolar esa bandera en un partido que ha se ha sometido con impavidez y talante gallináceo a las ocurrencias del líder, contemplando cómo una política demente y absolutamente irresponsable iba arruinándonos a todos, aumentando las cifras del paro y dejando a la sociedad española en la peor situación desde hace décadas, sin esperanza, sin horizontes.
Que la solución que los socialistas proponen a los españoles consista en dar un cheque en blanco a uno de los políticos más gastados y desprestigiados de la democracia, indica la profundidad de la crisis socialista, su absoluta carencia de recambios, su incapacidad para la renovación, su ceguera a las realidades políticas y a los deseos de los ciudadanos. Todo indica que este Congreso se ha decantado finalmente merced a las habilidades secretas de personajes como Blanco o Zarrías, gentes sin ideas, sin un mínimo atractivo, pero que dominan eficazmente el arte de hacer propuestas que no se pueden rechazar a personas que se lo deben todo.
Este Congreso ha sido decepcionante porque en él no se han escuchado ni las razones de los votantes socialistas para  dejar de serlo, ni las disculpas de los responsables de ese inmensa e inaudito abandono por parte de los votantes. Todo se ha resuelto entre bambalinas, en secreto, sin razones, casi sin eslóganes, porque los dos candidatos han competido en decir idénticas vaguedades, en no dar ni una mínima muestra de razón política, en despreciar, en el fondo, aquello que no pueden controlar, la inteligencia y la voluntad de los electores  que no les deben nada. El horizonte socialista es casi tan sombrío como la biografía política de su nuevo líder. El futuro nos dirá si ese partido convulso y deshecho es capaz de renovarse y rehacerse por el bien de la democracia y de los españoles, pero, si no lo hacen, otros ocuparán el papel que ellos han desempeñado, y es muy posible que eso sea lo mejor para todos. 
La barbarie crece

Por lo menos han votado en secreto

No se discutía nada que tuviese interés general, o no se discutía como si lo tuviese, que es lo mismo, aunque lo que ha ocurrido tendrá consecuencias. El PSOE, como, desgraciadamente, el resto de los partidos, convierte en asunto de exclusiva competencia de una pandilla cuestiones de interés nacional, así estamos, y las discute como si se tratase de una subasta entre particulares. Al menos, y hay que decirlo en su honor, han votado en secreto, y no a mano lazada como se hace en casi todas las ocasiones en que los partidos discuten algo que interesa a los que mandan. Es un avance, pero no sé si cundirá el ejemplo, y tampoco si durará mucho.  
La perversidad de lo gratuito

La anemia política del socialismo

Al ciudadano de a píe, casi todo lo que tiene que ver con los partidos políticos le produce una mezcla desagradable de irritación, vergüenza y asco. Hay dos razones para que, pese a ello, los españoles no sean más explícitos en su descontento; en primer lugar, evitar que su crítica se convierta en una desestimación de la democracia, en la que la mayoría sigue confiando, y, en segundo lugar, se dan cuenta de que los partidos no son peores que la mayoría de las instituciones; por si fuera poco, cuando están a punto de perderles por completo el respeto, aparece el señor Botín y se dispone a encabezar la manifestación (“los políticos tienen la culpa de todo”) y, claro,  la comparación con los banqueros se convierte en una bicoca.
Que los partidos no están a la altura de las esperanzas que, unos y otros, hemos puesto en ellos es evidente. Por ejemplo, hace falta ser un auténtico fanático para no sentir vergüenza, propia o ajena, ante el espectáculo que el PSOE nos prepara en Sevilla. Que un partido de decenas de miles de militantes, de más de cien años de historia, con más de dos décadas de gobierno sobre sus espaldas, no sea capaz de hacer otra cosa, tras su estrepitoso fracaso reciente, que discutir si los galgos de Rubalcaba o los podencos de doña Carmen es realmente de aurora boreal. Es demasiado pronto para que un partido digiera completamente las consecuencias de tan sonoro desastre, que se ampliará, casi con seguridad, en las próximas elecciones andaluzas, pero es realmente llamativo que, una vez que todos son conscientes de que lo que está en juego no se arregla en unas semanas, no sean capaces de ofrecer el ejercicio de autocrítica y de esperanza que se merecen sus votantes. Desgraciadamente, todo va a desarrollarse como si aquí no hubiese pasado nada, y es que, en realidad, ni a Rubalcaba, ni a Chacón, ni a ninguno de sus pretorianos, les ha pasado nada, ni les va a pasar gran cosa. El partido ha quedado reducido a su mínima expresión, a un núcleo de dirigentes irremplazable, que, una vez victoriosos en la liturgia congresual, seguramente ofrecerá a sus rivales de opereta la oportunidad de incorporarse a la dirección del negocio para fortalecer la indestructible unidad del socialismo.  Si nadie se atreve a evitarlo, el congreso podría empezar con un “Todo está atado  y bien atado” y culminar, como el soneto cervantino, con el “fuese y no hubo nada”.
Es singularmente grave que el núcleo dirigente del PSOE apueste por esta estrategia de disimulo, por esta despolitización vergonzosa de su fracaso. Hace ya tiempo que todos los que cuentan algo se han puesto de acuerdo en echar la culpa al empedrado, a la crisisconvertida en una especie de deus ex machina, supuestamente omnipotente y perfectamente capaz de volverles al poder a nada que se ocupe debidamente de quienes, coyunturalmente, están en las miles del triunfo.
Los partidos españoles tienen una pertinaz tendencia a expulsar a la política de su seno, a oponer el debate a la eficacia, a sugerir que pensar es inútil y perjudicial, y a proclamar que, como en los antiguos trenes de la Renfe,  asomarse al exterior es sumamente peligroso. Al hacerlo así están jibarizando la democracia y entronizando un autoritarismo político que en España no necesita especiales condiciones para florecer y fructificar. La mera idea de que se pueda discutir, analizar la situación política, y discrepar sobre las estrategias a seguir produce risa nerviosa en un porcentaje altísimo de nuestros dirigentes, y esto se está viendo ahora de manera paladina en el supuesto debate que está desarrollando el PSOE. Todo se reduce a atacar al enemigo, a tratar de mostrar quién es más fiero con el PP, porque del acoso y derribo del correligionario ya se ocupan los servicios especiales, para simular de modo completamente hipócrita una unidad inexistente entre los compañeros. Se atreven a pedir el apoyo de sus militantes sin que importe ni poco ni mucho ni lo que piensan, si es que lo hacen, ni lo que han hecho, ni lo que se proponen hacer, algo que queda siempre oculto tras un cínico “ya se verá” completamente vacío de contenido.
Nuestra principal asignatura pendiente es la llegada de la democracia a los partidos, absolutamente inexistente diga lo que diga  el texto constitucional. El PSOE puede perder una oportunidad de oro de encabezar una verdadera refundación de la democracia, porque es precisamente cuando no hay urgencias de poder inmediato cuando se pueden contemplar con cierta serenidad las cuestiones de principio, el diseño del sistema, la discusión política en serio. La democracia es trabajosa y lenta, pero no es imposible, aunque pueda llegar a serlo a base de preterirla. El egoísmo miope de una minoría torpe y fracasada no debería empeñarse en arruinar las esperanzas de todos, reduciendo la democracia a un juego con las cartas marcadas, y trocando un Congreso que debiera ser decisivo en un trámite gris para que nada cambie y todo siga igual. 
Cercanía y redes sociales

El discurso de Esperanza Aguirre

Estos días, repletos de imágenes desdichadas que recuerdan la España más negra de los desastres goyescos, el presidente que ha de llegar en helicóptero al Parlamento catalán, mientras intentan arrebatarle el perro lazarillo al un diputado ciego, que de acuerdo con la férrea jerarquía de la partitocracia iba simplemente a píe, han relegado a segundo plano el discurso de investidura de Esperanza Aguirre. La presidenta madrileña tiene buen olfato y valor acreditado, y no ha dudado en aprovechar la oportunidad para hacer un discurso político notable y llamativo. Acostumbrados, como estamos, a que de las Autonomías no nos lleguen sino insolidaridad, particularismo y miserias, hay que celebrar que algún político se arriesgue a exhibir la parte más noble de su oficio, a arriesgar un debate de ideas. Para desgracia de todos, el antagonista principal, en lugar de fajarse con ese discurso, ha dado una vez más muestra de su condición diminuta proponiendo que “una comisión” dialogue con los indignados, esos que él toma por suyos, sin que se sepa muy bien debido a qué.
Esperanza Aguirre tras recordar que la mueven dos ideas a las que no piensa renunciar, el amor a España y a la libertad, ha dejado clara que su política liberal ha funcionado para beneficio común, de modo que pretende seguir adelante con mayor transparencia, más austeridad, y procurando una administración más eficaz. Esas palabras que, casi en cualquier otra boca, pueden resultar retórica de baratillo, resultan creíbles en labios de Aguirre porque ya ha mostrado que es capaz de aplicarlas, y, además, porque constituyen el elemento diferencial que permite explicar la mejor situación de las cuentas públicas de la Comunidad de Madrid, pese a las cargas disparatadas de ciertas políticas sociales que habría que redefinir para beneficio de todos.
Aguirre ha hecho algo más que afirmarse en una política de éxito cierto, ha tratado de imaginar de qué manera podría empezar a combatirse el divorcio creciente entre políticos y ciudadanos, cuyos síntomas no cesan manifestarse de mil modos, y no solo, por cierto, en el fenómeno de los acampados. La presidenta ha roto el marco habitual al proponer a la Cámara una modificación del régimen electoral que permitiría introducir distritos de menor tamaño, y haría razonable la posibilidad de desbloquear las listas electorales. Estoy seguro de que Esperanza Aguirre es muy consciente de que el talón de Aquiles de nuestra democracia está precisamente en que el sistema proporcional tiende a colocar las decisiones políticas exclusivamente  en manos de los partidos, haciendo que la elección de los representantes se limite a una especie de refrendo sin demasiada trascendencia.
Un sistema con distritos más pequeños posibilitaría  que esto empezare a corregirse, y que los españoles comenzásemos a ver las ventajas del sistema mayoritario con pequeños distritos, el sistema inglés, que favorece todo lo contrario, que los partidos tengan que estar mucho más atentos  a lo que desean y piensan sus electores e impide, sobre todo, que la carrera política pueda hacerse enteramente a espaldas de los ciudadanos, que es lo que ocurre hoy en día con la mayoría de los políticos profesionales, unas gentes que solo deben preocuparse de su posición en las diversas covachuelas, y de incrementar la predilección de los que mandan. Todo ello propicia la sumisión de la iniciativa política a una disciplina un tanto asnal que nada tiene que ver ni con la libertad ni con la democracia. Como es de esperar, el avispado Gómez ha sospechado inmediatamente de las muy perversas intenciones de la presidenta, a la que ha acusado de tener una ideología liberal como si la condenase por dar caramelos envenenados a los niños socialistas.

Es relativamente fácil despachar la iniciativa de Aguirre con un mohín despectivo, considerándola mero populismo, una muestra innecesaria de sensibilidad hacia lo que más se ha repetido en los corrillos de Sol, antes de que decidieran entregarse al acoso de los distintos Parlamentos. Sin embargo, la propuesta de la presidenta madrileña es valiente y oportuna porque significaría abrir una vía a la democratización de los partidos, ese mandato constitucional que produce tanta risa a los políticos que se jactan de conocer bien el sistema y de saber sacarle el  ciento por uno, aunque no, ciertamente, ni la gratitud ciudadana ni la fama imperecedera. Es muy notable que un político mantenga una conciencia clara de que su obligación es servir a la patria común y, en este caso, a los intereses de los madrileños, que sepa que está a su servicio y no por otra razón que porque ellos le otorgan su confianza y que, por saberlo, se apreste a sugerir sistemas que pueden incrementar de manera muy efectiva el control ciudadano, la libertad política de todos. Que Aguirre se atreva a proponer, como lo ha hecho, el debate sobre una cuestión tan decisiva  ha sido una noticia tan inesperada como excelente.


Abusos de las telefónicas

El disparate de Cascos y el PP

La espantada del antiguo secretario general de AP es un disparate político. Cascos parece haberse vuelto asturianista o, tal vez mejor, haber descubierto, eso sí, un poco tarde, lo que siempre ha sido, una especie de nacionalista, un Fraga asturiano siempre dispuesto a entenderse con quien haga falta, salvo, al parecer, con quienes aspira a representar. La insólita frecuencia con la que asoman en el PP de 2011 personajes de este tipo, fósiles de la vieja AP o posmodernos, tanto da, adictos a Herrero de Miñón o liberales reprimidos ante la expectativa de poder inmediato, es una auténtica desgracia nacional que no cabe atribuir a la mera casualidad. Es posible que Cascos consume su traición a un proyecto que defendió, más o menos bien, bajo la batuta de otro, y es hasta posible que con su esperpento surja ¡y en Asturias, cielo santo! otro partidín regionalista para que su bravo líder pueda acabar trayendo, como su colega cántabro, castañes o manzanines a la Moncloa de Rubalcaba, lo que daría la auténtica medida de su éxito.
El yerro de Cascos es muy personal y nadie le negará el derecho a errar de forma tan pedagógica: completaría así una nómina inmejorable, a la espera de lo que pueda hacer Ruiz Gallardón, de ex secretarios generales de Fraga, con un Verstringe de extrema izquierda y un Cascos nacional-asturianista, sólo cabría decir aquello de que algo tiene el agua cuando la bendicen.
España perdió una oportunidad de entrar definitivamente en una senda virtuosa al perder el PP las elecciones de 2004; pues bien, ahora que estamos ante una ocasión histórica para rectificar esos malos pasos, resulta que el PP no parece capaz de encontrar un discurso auténticamente integrador y nacional, un discurso liberal y maduro, que ahuyente las tentaciones de secesionismo regional que siempre acechan a los más calenturientos de entre los suyos, a esos chicos que han ido aprendiendo a subir por la cucaña y a ver que hay una estación absolutista en el poder regional, algo que se escenificó de manera chapucera en el Congreso de Valencia. Ese es un peligro, pero hay más: no estamos lejos tampoco de que triunfen determinadas actitudes que nos adentren en el peligrosísimo campo del revanchismo, que nos lleven a corregir y aumentar los errores sectarios del PSOE aunque, supuestamente, esta vez en la buena dirección. Este entorno político es lo que hace especialmente extravagante la actitud de Cascos, tan pobremente argumentada, por otra parte.
La responsabilidad de esa clase de errores no es, sin embargo, de la exclusiva responsabilidad de quien los comete, porque hay, también, una responsabilidad por omisión. Quienes enseñan a resignarse con que el PP suba únicamente a base de la caída del PSOE están creando el caldo de cultivo para que los más insipientes, que siempre abundan, traten de llegar a su Eldorado en solitario.
Lo que le falta al PP es un discurso nacional, y hay que subrayar con doble trazo el calificativo del discurso. No es que le sobren otros aspectos del discurso, que tampoco, pero se le echa en falta de manera escandalosa una versión positiva y confiada, promisoria, de un discurso que puedan compartir, porque lo sienten aunque no sepan articularlo con claridad, una buena mayoría de electores de las cuatro esquinas españolas, tal vez especialmente en aquellas regiones mancilladas por un antiespañolismo tan miope como sectario y antiliberal. La gran responsabilidad moral del PP consistiría en dejarse secuestrar por el discurso antinacional, en querer ser como el PSOE, un aparato dispuesto a lo que sea para llegar al poder en donde sea. Esta clase de actitudes, de un paletismo realmente desolador, pueden llegar a ser de un ridículo sonrojante a nada que los acontecimientos internacionales que se ciernen sobre el entorno económico español den un pequeño paso en dirección a la catástrofe, una eventualidad que el PP tiene, por cierto, la obligación de evitar. Pero aunque no se concreten las perspectivas más pesimistas, España se encuentra ante una situación histórica realmente crítica. Rajoy debería preocuparse no solo de ganar las elecciones, cosa que ahora puede parecer engañosamente fácil, sino de poder gobernar, que no es lo mismo, y, sobre todo de poder gobernar bien, que es lo más difícil. Como se avecinan tiempos en los que las condiciones sociales y económicas van a ser muy adversas, el PP necesita no solo una amplia victoria, sino una victoria convincente, y eso es lo que más le urge preparar. El PP no puede hacer como Cascos, creer que va a ganar por ser el que es, porque eso, además de ser falso, sería muy peligroso. El PP necesita una victoria que sea la consecuencia de un amplio convencimiento de la sociedad, y eso no puede hacerse sin programa, si discurso, no se alcanza solamente a base de los errores del adversario. Esa es la exigente tarea que le espera a Rajoy en los próximos meses, y si no la hace bien, la victoria podría convertirse en su peor pesadilla.
[Publicado en El Confidencial]

Prisioneros

Quienes hayan estudiado algo de lógica habrán oído hablar del dilema del prisionero, una situación que se produce cuando cualquiera que haya cometido una fechoría con ayuda de un cómplice se plantee de qué manera puede obtener el mejor trato de la justicia. Si cualquiera de ellos confiesa y su cómplice no, obtendrá la libertad y el cómplice será condenado; si ambos dicen la verdad, se les condenará a ambos, pero, si ambos lo negasen, obtendrían la libertad de manera casi inmediata. Cada uno de los dos sospechosos ha de escoger, por tanto, entre maximizar los beneficios conjuntos guardando silencio, o asumir el riesgo de obtener una larga condena por la traición del cómplice que solo busque su propia libertad.

Se trata de una situación que estudia la teoría de juegos y que da lugar a muy sutiles complicaciones, pero lo que de ella nos interesa es que, como sucede en la política, el destino conjunto de dos protagonistas con intereses contrapuestos está sometido a reglas que, en la medida que incorporan el cálculo sobre lo que hará el adversario, distan de ser enteramente simples. Si aplicamos el modelo a los dos grandes partidos españoles, está claro que ninguno de ellos se fía del otro, y eso les lleva a rechazar la fórmula de pacto de estado que la mayoría de sus votantes consideraría hoy día como la menos mala. Su enemistad radical, fuera ya del modelo formal del prisionero, tiene otros muchos inconvenientes que hacen que la política española se enfangue en una situación de confusión, desesperanza y recelo que no ayuda en nada a que los ciudadanos puedan vislumbrar salida a la crisis. Aunque casi todo el mundo tenga una idea precisa acerca de cómo se reparten las responsabilidades respectivas en este crimen conjunto, lo que es decisivo es que estamos prisioneros de una situación que admite muy pocas fórmulas de desbloqueo.

El PSOE está prisionero de su líder, de su proyecto personal: es la consecuencia de haber ensalzado hasta la nausea, como si se tratase de un genio de la política, a un personaje que ha sido fruto de la casualidad y que no ha resistido ni cinco minutos a la prueba de las dificultades. En esta situación, los socialistas no se atreven a rectificar porque temen que, a corto plazo, los resultados agudicen la devastación que ven en el horizonte, y están ensayando fórmulas más o menos mágicas y coyunturales: hacer como que Zapatero ya no está, amagar con Rubalcaba, como si un Fouché pudiese ganar alguna vez una competición con reglas, por mínimas que sean, o tratar de pasar el mal trago de las municipales y autonómicas y luego ya veremos.

El PP no es menos prisionero. Atado por sus contradicciones, no se atreve a formular con claridad políticas alternativas, y trata de presentarse como una solución más social que la de su adversario. Esta es una constante de la historia del PP, al menos de la de los últimos años, la ridícula pretensión de no ser menos que el PSOE que lleva a cometer verdaderos disparates en sus propuestas, en sus comentarios, en sus reacciones. Que los dirigentes del PP no sean capaces de caer en la cuenta de que esta conducta no hace sino abonar el caladero de votos de sus adversarios es realmente de aurora boreal.

El PP es prisionero también de una tradición escasamente democrática y, por supuesto, nulamente liberal. Dice que sus puertas están abiertas de par en par, pero es para no hacer nada, para que los ingenuos que se arriesguen a entrar puedan comprobar con gran asombro que han pasado a integrar el conjunto de habitantes de la casa deshabitada. El PP tendría que convocar en los próximos meses un Congreso ordinario para cumplir los Estatutos, pero no lo hará, porque lo de la democracia les suena a música celestial a buen número de sus dirigentes, especialmente si se les ocurre pensar que tal vez puedan estar a punto de alcanzar el paraíso de las poltronas.

Si no convoca el Congreso que debiera convocar es porque muchos dirigentes del PP temen que su puesto pueda peligrar si realmente el partido se tomase el trabajo de pensar seriamente en su papel y en dar ejemplo de democracia, de renovación, de rigor, de audacia. Como frente a esas virtudes, la infinita cohorte de los oportunistas y cucañeros se echan a temblar, lo más que puede suceder es que los gerifaltes improvisen alguna especie de Convención para que los beneficiados se harten de aplaudir.

Alguien podría pensar que los defectos de los partidos dependen de su ideología respectiva y no es así, del todo. Su falta de democracia interna es reflejo de la del vecino; su cesarismo es competitivo; su rigidez es respectiva. Lo que choca más es que el PP, que es el partido que debía velar por las libertades y ser más consciente de su pluralismo interno, se deje llevar por un caudillismo inexplicable y absurdo. En resumen, los españoles somos prisioneros de unas cúpulas políticas escasamente admirables, y que se resisten a cambiar con la excusa de proteger nuestros intereses.

[Publicado en El Confidencial]

Los partidos no son lo que debieran

Una de las cosas que está fallando de manera más estrepitosa en la democracia española son los partidos políticos. Ni sirven para lo que se supone debieran servir, la Constitución les asigna misiones que o ignoran o incumplen, ni sirven a España, ni, en realidad, sirven para cosa distinta que para entronizar pequeñas dictaduras, con tendencia a ser hereditarias, en las que nadie pueda pensar ni decidir al margen de lo que diga el líder de turno.
El mejor ejemplo de todo esto es la situación en la que actualmente se encuentra el PSOE, incapaz de decirle a su líder que se retire porque hace falta hacer otra política, una política que Zapatero no puede encarnar de ningún modo. Muchos dirán que el inmovilismo y el aferrarse al líder es la mejor garantía para sobrevivir que el partido tiene como tal, pero esto es falso de toda evidencia. El PSOE va a pagar muy caro los errores de Zapatero, pero podría salvar muy buena parte de los muebles si le señalase inequívocamente el camino de la dimisión, no para convocar elecciones, sino, simplemente, para dejar paso a otro capaz de hacer lo que el mundo entero nos exige, y lo que nuestro bien común demanda.
Sería milagroso que pasase algo como lo que acabo de decir, pero solo lo consideramos milagroso porque nos hemos acostumbrado al fatalismo dictatorial, a soportar con paciencia sobrenatural, los males que nos infligen los que mandan, ignorando que la esencia de la democracia es la destituibilidad pacífica del que lo hace mal, es decir, que carecemos casi completamente de democracia.
Es muy importante que cunda la conciencia de que hay que acabar con el cesarismo, con la dictadura de unos pocos, pero para nuestra desgracia, a veces parece como si los españoles lleváramos en la sangre ese sometimiento humillante, ese servilismo impotente hacia quienes nos desprecian con sus acciones y su idiotez empavonada de absurdas razones.