Categoría: democracia interna
Jaula de grillos
Los habitantes de la casa deshabitada
Enrique Jardiel Poncela escribió en 1942 una comedia cuyo título me viene con frecuencia a la cabeza al pensar en la situación del PP. La comedía de Jardiel es pura fantasía, y se ha visto siempre como una anticipación del llamado teatro del absurdo. La situación del PP no es precisamente fantástica, sino paradójica, de modo que no me atrevería a distinguirla nítidamente del segundo marbete.
La paradoja principal del PP consiste en lo que podríamos llamar su miedo a estar presente, a ser protagonista, a hacer o decir algo original, a asumir algún compromiso sustantivo más allá del halago repetido a las diversas y abundantes especies de agraviados por la política zapateresca. Los líderes del PP parecen creer que yendo al tran-tran alcanzarán la victoria, y que no mojándose en exceso nadie podrá reclamarles después ningún incumplimiento. Esa especie de tontuna se alimenta con encuestas, de manera que donde debieran leer mero descontento con el gobierno, encuentran, vaya usted a saber por qué, aprecio a sus propuestas, aunque nadie sepa muy bien a cuáles.
Mariano Rajoy parece, en ocasiones, aplastado por una creencia deletérea: le de creer que ha heredado un partido perdedor, lo que, además de no ser exacto, constituye una disculpa neciamente ridícula. Al aceptar esa condena, cosa que irrita sobremanera a la mayoría de sus militantes y electores más aguerridos y capaces, se condena a la pura realización de tareas menores, a ser un adorno del sistema sin que pueda atreverse a jugar en serio para conseguir el mandato de gobernar esta vieja y desvencijada España.
Cuando el PP se dedica, únicamente, a ejecutar piezas de repertorio, a las cantinelas archisabidas, a la celebración de esos cargantes e inútiles actos que se ofrecen a los pasmados televidentes como concentraciones de agradables aplaudidores del líder de turno, muchos de ellos probablemente a la espera de un puestecillo, los españoles con la cabeza sobre los hombros y que desearían el relevo la destitución pacífica y civil de un gobierno desdichado, se ven condenados, irremediablemente, a una melancolía honda.
¿Es inevitable que el PP esté forzado a practicar una oposición rutinaria y ayuna de imaginación? En absoluto. ¿Hay alguna razón misteriosa por la que este PP sea incapaz de suscitar entusiasmo y ampliar sus adhesiones, por lo demás ya muy sólidas? De ninguna manera. ¿Qué ocurre pues?
Me parece que hay dos géneros de causas para explicar la abulia política del PP. Una de ellas es el miedo a la complejidad interna del partido; la otra es el temor a no acertar con la tecla adecuada para formular políticas originales y ambiciosas, y, consiguientemente, la decisión de vivir de las supuestas rentas del pasado.
El primero de los miedos se escenificó con toda solemnidad en el lastimoso Congreso de Valencia en el que los supuestos representantes de más de medio millón de afiliados llegaron a la cita con el voto amarrado por la dirección para que nadie se desmandase. Esa manera de hacer partido es una manera segura de derribarlo, de anestesiarlo, de condenarlo a la inanición intelectual, política y social. El PP no tiene que tener miedo a mirarse en el espejo y darse cuenta de que su imagen es más parecida a la sociedad española que lo que dan a entender sus dirigentes; el PP tiene que acostumbrarse a debatir, a pensar, a afrontar las cuestiones en lugar de tratar de ponerse de perfil para que nadie les pille en un renuncio. Si el PP no corrige su estrategia esquiva y lastimosa, antes de las siguientes elecciones generales, tendrá muy pocas opciones de derrotar al candidato socialista, sea quien fuere. Hay un Congreso ordinario previsto y será una magnífica oportunidad para hacer bien lo que antes se ha hecho mal, pero muchos se dejarán llevar por la tentación mortal de convertir el Congreso en una supuesta exaltación del líder, en una ocasión más para repetir esa estúpida imagen de aplaudidores y banderolas que ni interesa a nadie, ni a nadie mueve.
El segundo temor tiene el mismo remedio. El PP debe organizarse desde ahora mismo para presentar un programa completo, atractivo y creíble, que muestre a los españoles lo que el PP quiere ser, algo más y algo distinto de lo que ya ha sido. La derecha no puede vivir de las rentas, de la convicción de que los españoles comparten la idea de que el PP es mejor gestor de la economía, y se entusiasman con unos principios tan aludidos como inanes. Un Congreso está para formular políticas que sean susceptibles de obtener un mandato electoral, de conmover a la opinión y de modificar el cuadro de expectativas de voto por razones distintas al mero cabreo por la crisis económica.
La derecha padece una resistencia tradicional a tomarse en serio la importancia de las ideas y tiene que corregirse si quiere ser algo más que un comparsa de nuestra historia política futura. Para ganar, tiene que esforzarse en merecerlo, y vencer los miedos que la atenazan e inhabilitan.
Una política sin aliento
Decía Ortega respecto de la universidad española de su tiempo que era un lugar de crimen permanente e impune. Me ha venido el recuerdo a la cabeza al pensar en cómo está el debate político entre nosotros; a mi modo de ver, peor, mucho peor que la universidad orteguiana, e incluso que la nuestra.
Es tremendo que una parte muy importante de los que emiten juicios en público, de los que se suponen que tienen alguna autoridad, hablen sin saber muy bien lo que dicen, a derecha y a izquierda. Nuestra clase política está enferma de rutina.
Tómese, como ejemplo, el análisis de las supuestas medidas para combatir la corrupción en las que anda enzarzado el PP. Es cómico, si no fuera realmente de llanto. Lo primero que tendría que hacer un partido que de verdad quisiera acabar con la corrupción es empezar consigo mismo, y dejarse de mirar a los demás. Son los propios partidos los que están corrompidos cuando, por ejemplo, sostienen alcaldes cuya política, y no me refiero a ningún municipio pequeño, nada tiene que ver con con lo que el PP debiera defender y representar; también se corrompen cuando se toman a broma el mandato de la democracia interna, o cuando se nutren de fondos que saben que no son legales ni decentes. ¿Para qué seguir? En política, la moral del éxito a cualquier precio es enteramente incompatible con la decencia, así que la corrupción es, de momento, un fruto sazonado del sistema.
La democracia española está en el peor momento de su corta y no muy gloriosa historia. España sufre una epidemia de mentira, de falsedad, de disimulo, de hipocresía y de fantasías estúpidas que no tiene parangón. Si esto no se arregla desde dentro, a no mucho tardar tendremos que lamentarlo. No basta con querer que ganen los nuestros para que las cosas mejoren; es mucho más necesario que los nuestros lo merezcan, y, de eso, muy pocos se acuerdan. Estamos en la hora de todos, y cada vez valen de menos las disculpas. Si ahora no sabemos responder con generosidad y arrojo, nuestros hijos y nietos escupirán con toda razón sobre nuestras tumbas.
La convención del PP
El Partido Popular ha escogido el Palau de Congressos en Barcelona para celebrar su Convención Nacional. La elección se muy significativa porque el PP busca hacerse presente en donde no ha cosechado sus mayores éxitos en el pasado inmediato. Aunque ahora no se vaya a debatir sobre esta cuestión, parece necesario no olvidar que sin una política coherente, firme y bien explicada, el PP seguirá teniendo en Cataluña una de sus mayores carencias.
La Convención tratará de convencer a los electores de que en el PP se ha encontrado la línea política que pudiere llevar a Rajoy a la Moncloa. No es tarea fácil, porque el formato escogido se presta mucho a la espectacularidad, pero no facilita que los ciudadanos perciban con nitidez que el partido este debatiendo con seriedad sus posiciones políticas.
El PP presenta esta reunión como un intento de romper con el modelo tradicional de acto político de «discurso y aplauso», para tratar de que sea «la sociedad la que hable al partido y no al revés», según las palabras de Ana Mato, uno de esos líderes que parece servir para todo, porque, inexplicablemente, y peses a sus obvias relaciones con la trama Gürtel, se va a encargar también de redactar un nuevo código ético para el partido.
Como propósito no está nada mal, pero resulta difícil evitar la sensación de que todo el esfuerzo organizativo se encamina más a la adhesión incondicional, más propia de otros tiempos, que al debate, tan necesario ahora. Los del PP pueden confundirse una vez más, porque la participación de una serie de expertos independientes, que casi nunca son ni lo uno ni lo otro, no se consigue suplir la falta de cualquier reflexión organizada en el partido y la permanente sensación de improvisación y de arbitrariedad que, últimamente, afecta a sus programas y a sus iniciativas.
Se suele considerar que esta clase de actos son a la americana, pero no convendría olvidar que en los EEUU el espectáculo no se usa para eludir los problemas, sino para hacer más nítida la confrontación y más claras las propuestas de cada cual. La democracia no se fortalece con el disimulo y con el ocultamiento, y lo que los electores le reclaman al PP es, justamente, que invierta menos energía en sus querellas internas, o en defender la inocencia de personajes poco claros, y se dedique a convencer a los españoles de que nuestros problemas tienen remedio, y que el PP tiene la solución. Al PP no le faltan liturgias, más bien le sobran y, precisamente por eso, esta clase de actos contribuye más a subrayar sus debilidades que a cualquier otra causa.
Cuando un partido está convencido de lo que propone, no puede tener ningún temor a hablar de su programa, ni a buscar cada día nuevas adhesiones frente a una situación que amenaza con llevarnos a la ruina nacional a muy corto plazo. El PP no debiera experimentar ninguna dificultad especial para comprender lo que le demandan sus electores, porque el descontento con la conducta de los socialistas es verdaderamente clamoroso.
Lo que sus electores, y con ellos muchísimos españoles más, esperan del PP es que sepa dar satisfacción a esa inmensa decepción que los españoles sienten con la política de Zapatero, una desesperanza que, si el PP no acertase a estar a la altura de las circunstancias, pudiera muy bien extenderse al PP y a la política en general para condenarnos a una situación en la que el escepticismo y el desencanto de los electores garantizasen una permanencia casi indefinida de quienes nos gobiernan.
El PP se equivocaría si pensase que el desgaste del gobierno fuere a convertirse automáticamente en la garantía de su victoria. De hecho no está sucediendo así; las encuestas muestran aspectos del estado de la opinión que no deberían echarse en saco roto. El PP debería ser consciente de que su labor de oposición no satisface por completo a sus electores, y de que el comentario más frecuente entre sus partidarios es, precisamente, que el crecimiento de las expectativas del PP no está conforme al nivel de decepción que merece y obtiene la política de Zapatero y los suyos. Si en Barcelona se comienza a poner remedio a estas quejas, se podría experimentar una cierta mejora. Si pese a la buena intención, el acto se acabase reduciendo a un ejercicio más de autocomplacencia, no servirá para nada y acentuará el escepticismo de los muchos.
Una democracia demediada
Que nuestra democracia es mejorable, es algo que casi todo el mundo reconoce sin dificultad. Nadie en su sano juicio podría presumir de la corrupción, de la politización de la justicia, de la metástasis de las administraciones, de la debilidad del Parlamento, o de los excesos de la partitocracia, por citar algunos de los ejemplos más obvios.
Lo que resulta preocupante es que nuestros líderes no se limiten ya a no considerar esos defectos como objetivos de una agenda política digna, sino que empiecen a convertirse descaradamente en apologetas de esas limitaciones. Así sucede cuando se nos propone disimular los males de la democracia disminuyendo nuestras exigencias, es decir, con menos democracia todavía, en lugar de combatir, como debiera ser, los males de la democracia con una democracia cada vez más exigente. Lo que está pasando, ni más ni menos, es que los líderes de los partidos están empezando a dejar de ser demócratas, a comportarse de manera despótica o dictatorial, sin apenas darse cuenta, lo que no serviría de disculpa, o de manera perfectamente consciente, que es lo que me temo.
Los dirigentes de los partidos comienzan a emitir abundantes señales de que lo único que les importa es ganar, a cualquier precio, pero ganar. Sea para mantenerse en el poder o para llegar a él, la victoria es lo único que parece contar. Esta clase de doctrinas es comprensiblemente atractiva para los funcionarios políticos, para aquellos que no han hecho otra cosa en la vida que medrar a la sombra de los aparatos, pero resulta vomitiva, por emplear un término de moda, para quienes crean que la democracia debiera servir para algo más que para encumbrar a eminencias como las presentes.
La democracia se puede justificar de dos maneras. En primer lugar porque es la mejor forma de respetar la dignidad y la libertad de los ciudadanos, garantizando la imposibilidad del despotismo y de la arbitrariedad; en segundo lugar, por su eficacia para resolver problemas, para conseguir que triunfen las ideas de la mayoría, y para que se respete los derechos de quienes piensan de otro modo. No es concebible ninguna justificación de la democracia que pueda consistir en el mantenimiento del que está en el poder o en la mera llegada de otro. Para no quedarnos en generalidades, subrayemos dos actitudes típicas de la jibarización de la democracia con la que se nos quiere mantener a raya, una del PSOE, otra del PP.
Con motivo de la desdichada gestión gubernamental tras el apresamiento del Alakrana, ZP ha dejado escapar su pensamiento sin demasiadas precauciones. Escogiendo su tono más admonitorio, nos ha advertido que importunar al Gobierno, o a cualquiera de sus ministros, con preguntas impropias sobre la situación del barco y sobre nuestras gallardas maniobras para recuperarlo, es hacer el juego a los piratas. ¡Pobre gobierno, acosado a la vez por los piratas y por ciudadanos insensatos que quieren enterarse de lo que no les concierne! ¡Desdichado país en el que abundan los personajes que dudan de las intenciones y de las habilidades de sus gobernantes!
Una declaración como la de Zapatero muestra, a la vez, su ignorancia y su mala intención; el presidente no debe saber que los ciudadanos estamos en el derecho y en la obligación de ponerle en los aprietos que nos pluguiere, debe confundir la democracia con el gobierno de su partido en el que, como todos dependen de él, nadie osa llevarle la contraria. Zapatero preferirá, sin duda, el partido único, el instrumento que jamás molestará a ningún dirigente cuando se disponga a hacer algo por el bien de todos, faltaría más. A Zapatero le sobra la oposición, la prensa, y la libertad para poder ejecutar en la oscuridad y con la mayor eficacia las maniobras que le convengan que él suele confundir con nuestro bienestar. ¡Cuánto sufren los ZP de este mundo soportando a los malpensados y maledicentes! ¡Qué desagradecidos somos!
No es más estimulante el panorama si se mira hacia Génova. Muchos dirigentes del PP se aprestan a extender la idea, increíblemente miope, de que los problemas políticos son meras imaginaciones de personajillos ambiciosos e insolidarios que se empeñan en dificultar la carrera triunfal de don Mariano hacia la Moncloa. Para ellos, la única fuente de legitimidad parece consistir en la posibilidad de conseguir la victoria. Ahora bien, esta clase de razonamiento, si se le puede llamar así, confunde los resultados imaginarios con las razones políticas para desear, precisamente, la victoria. En democracia, los procedimientos siempre son esenciales, y no pueden reservarse únicamente para afear el proceder del adversario. Es verdad que la vida interna de los partidos tiene sus riesgos, y ha de desenvolverse con prudencia, pero quién, amparándose en esa cautela, pretenda cercenar la libertad, la discrepancia o la crítica, perderá cualquier legitimidad para reclamar la victoria en las urnas. El miedo a la libertad es algo más que el germen de la derrota.
El «fascismo» de los partidos
Estos días, a propósito de las pugnas en el seno del PP, se han repetido las voces que llaman, siempre desde arriba, a posponer los intereses personales en beneficio del interés (¿supremo?) del partido. Creo que se trata de un consejo que oculta gravísimos errores, pese su apariencia sensata, y sin discutir su conveniencia en determinados casos, no sé si en éste.
Empieza a ser una evidencia que la democracia española está aquejada de un cáncer bastante grave, de una dolencia que algunos autores, más o menos confesadamente autoritarios, consideran enteramente incurable, a saber: la partitocracia ilimitada.
Los males españoles son bien conocidos: extralimitación del poder de los aparatos del partido, extrema politización del conjunto de la vida civil y, en especial, de los medios de comunicación, prohibición y caricaturización, en la práctica, de cualquier debate público, demonización de la disidencia, corrupción generalizada, etc. Las consecuencias más graves de ello son la paralización de la dinámica política, la neutralización total del parlamento, el apartamiento de la política de personas que pudieran ser realmente valiosas, la promoción, ajena a cualquier mérito y a toda suerte de competencia, de Bibianas y Pajines, y un largo etcétera que está en la mente de todos. En España, me gusta repetir, Obama no habría llegado ni a concejal.
Se trata de males que no tienen fácil arreglo, pero que, en todo caso, no se van a resolver fomentando un todavía más alto sometimiento de todos a los caprichos de los de arriba. Las cúpulas de los partidos tendrían que acostumbrarse a que su poder no fuese ilimitado, a que para ellos también existan el derecho y las formas. El PP, en particular, está dando estos días ejemplos realmente aparatosos de lo poco que parecen importar a sus dirigentes, a esos que claman por la sumisión de los demás, las formas, los reglamentos, la ley en general.
Seguramente ocurra que los problemas del PP vengan de su escaso hábito de debate interno, de una espantosa tradición hereditaria que ya va siendo hora de jubilar, de su concepción casi religiosa del liderazgo indiscutible que, como se ve, se lleva mal en los tiempos que corren, cuando los aciertos no acompañan. Al parecer, el presidente del partido se propone dar un golpe de autoridad; sin duda está mal aconsejado, tal vez porque le ciegan los aplausos de la gente a la que paga: en el PP no falta autoridad, sino otras cosas, pero es un sino de los autoritarios el considerar que esa sola clave sea capaz de mover el mundo. Ya verán que no, porque siempre que se actúa como si el fin justificase los medios, esos medios ilegítimos, contradictorios y cínicos, acaban por arruinar cualquier atractivo del fin.
Lo siento por Montserrat Nebrera
Hace ya casi un año, con ocasión de unas medidas disciplinarias que se le pretendían aplicar, escribí a favor de Montserrat Nebrera, porque estimé que en el PP la estaban persiguiendo indebidamente. Me parecía que, aunque algunas de sus declaraciones podían haber sido inoportunas, la actitud autoritaria que mostraban sus censores era menos conveniente para los intereses generales que los ligeros patinazos de la joven política catalana. Ahora se ha ido del PP, y no puedo felicitarla, porque me parece una actitud equivocada, un tanto comodona y algo vanidosa; desgraciadamente, no creo que se pueda hacer nada en política fuera de los grandes partidos, y estoy seguro de que crear un partido a la imagen y semejanza de uno mismo es una bella tentación narcisista, pero nada más.
Seguramente creerá que va a hacer algo grande. Desearía equivocarme, pero me avala la experiencia: no pasará de un grupito de concejales más o menos de derribo; es una pena, porque tenía valores, maneras y una imagen atractiva. Siento decirlo, pero su paso al frente, es un paso hacia la nada. Que Dios la ampare.
¿Hay alguien ahí?
La democracia produce siempre la impresión de que todo está ya decidido. Son muchos los que actúan en elecciones dándolo por hecho: la inmensidad de los que se abstienen que, si pudiesen ser homologados positivamente, constituirían casi siempre el partido más votado.
El ciudadano se siente impotente ante el espectáculo. ¿Qué puedo hacer yo, piensa, frente a los miles de funcionarios y de políticos profesionales y contra los fortísimos intereses que mueven ese tinglado lejano y difícil de comprender que ahora llamamos Europa, por ejemplo?
Se trata, sin duda, de una sensación apropiada al caso. De hecho, cuando alguien se aleja de la vida política experimenta una sensación muy similar, y cae en la cuenta de que las cosas que le movían, le aburren, y que quienes le parecían amigos y dignos de admiración, han pasado a ser personajes completamente ajenos a su existencia.
Y, sin embargo, por detrás de toda esa turbamulta de las campañas, se mueve algo que, en ningún caso, debiera dejar de interesarnos. Es el curso de un río voluminoso que no sabemos a dónde va, es el futuro que pasa ante nosotros y nos pregunta: ¿y tú, qué harías? Y nuestra respuesta, la que sea, la de votar o la de abstenerse, la de votar a favor o votar en contra, la de elegir, sí que tiene consecuencias. A veces no sabemos medirlas, pero las tiene.
Lo que podemos reprochar a nuestra clase política es que confunda tanto sus asuntos con los nuestros, su acceso al poder con nuestro bienestar, sus pequeñas batallas con eso que los pensadores clásicos llamaron el bien común, un ideal que tantos se empeñan en negar, para que tomemos por tal, únicamente, lo que a ellos interesa.
La confusión deliberada entre los actores y el libreto es exasperante. La sociedad del espectáculo ha llevado esa identificación al paroxismo, y a la mera necedad. Que un grupo de creadores culturales (los de la ceja) se haya prestado a hacer mimos para apoyar a ZP, da muestra de un grado de disolución verdaderamente patético. Que algún rival haya hecho el chiste de “menos ceja y más Oreja”, no es menos lamentable: recuerda esa historia, mil veces repetida, de nuestros peliculeros que, a la hora de vender un bodrio, se dirigen a los atónitos espectadores y les cuentan aquello de “¡qué bien lo hemos pasado en el rodaje!”, como si esa diversión suya nos diera algún motivo para reír, o nos hiciera más capaces de soportar el tostón que pretenden endosarnos.
Muchos sienten impotencia y rabia al comprobar cómo los grandes partidos parecen ajenos a sus preocupaciones, o se dedican a simular que no lo son. Algunos se lanzan a la aventura de crear un nuevo partido, o acarician la idea de hacerlo con la esperanza ingenua de evitar esa clase de lacras en sus formaciones. Me encantaría que lo consiguieran, pero temo que equivocan el diagnóstico. La batalla pendiente para quienes sienten que la política democrática debería ser de otra manera, habrá que darla en la sociedad civil y en el interior de los partidos. Allí es difícil, pero es posible. Fuera parecerá fácil, pero seguramente será una ilusión.
En el seno de los partidos está el terreno de conquista, el espacio en el que se podrán modificar algunas de las cosas que no nos gustan. Es cierto que se trata de un terreno parecido al del salvaje oeste, con sus jueces de la horca y todo, pero es allí donde hay que pelear por una política más cercana a los ciudadanos, menos gratuitamente maniquea, más seria en el análisis de las cosas, menos abandonada a los trucos del comunicador de turno, o del gurú sempiterno, que de todo hay en la viña del señor.
La gente que se irrita con la burocratización de los partidos, con su patrimonialización de la democracia, con su solipsismo y su arrogancia, suele pedir que se cambien las instituciones, que haya listas abiertas, distritos personales, toda clase de buenas ideas. A parte de que se trata de ideas discutibles y que, en cualquier caso, no obtendrían resultados mágicos, nunca podrán salir adelante si en la sociedad y en los partidos no hay vitalidad, participación, análisis, democracia. Y eso no depende sino de los ciudadanos, de los que quieran conseguirlo. Otra cosa es que sea gratis, que no lo es, pero es la batalla que merece la pena dar cuando, como sucede entre nosotros, las reglas del juego están suficientemente claras y son mínimamente razonables.