Un líder en los altares


Más allá de la enorme alegría que supone la lógica celebración del reconocimiento que la Iglesia tributa a Juan Pablo II al proclamarle Beato,  es conveniente recordar algunos aspectos de su personalidad pública que han hecho de él una figura cimera en la época contemporánea. Desde el momento mismo de su elección se pudo ver que estábamos ante un Papa excepcional, ante un líder que desbordaba las fronteras tradicionales del Papado para convertirse en una referencia internacional de primer orden. No en vano, fuerzas tan siniestras como impotentes ante la fuerza de su testimonio, intentaron ponerlo fuera de combate cuando apenas habían transcurrido dos años de su fecundo pontificado.
Un polaco que había sabido resistir con enorme dignidad y fortaleza las pretensiones totalitarias del estalinismo teñido de dominación extranjera que se había instalado en su patria fue, a la postre, una de las fuerzas que contribuyó con mayor decisión a que cayese un muro tan absurdo como resistente que llevaba muchas décadas privando de libertad, de vida y de progreso a buena parte de la vieja Europa. Conocía demasiado bien el comunismo y sus técnicas de infiltración y de corrupción como para tolerar que la Iglesia fuese una víctima más de ese paradójico milenarismo materialista que, en la práctica, sólo ha sabido administrar, muerte, esclavitud y desastres sin cuento.
Juan Pablo II supo reconocer muy pronto que estábamos ante un mundo que necesitaba un mensaje de paz y de libertad, una llamada a la esperanza. Y supo darse cuenta de que podía emplear los medios más avanzados y eficaces para llevar a todas partes ese mensaje que es inseparable del evangelio cristiano. “Gloria a Dios en los cielos y en la tierra paz en la tierra a todos los hombres de buena voluntad”, estas palabras del Evangelio de San Lucas muy bien pueden ser el resumen de un Pontificado en el que la religión, la lucha por la libertad y por la paz, y la promoción de la justicia y los derechos humanos han estado profundamente hermanados.
Juan Pablo II puso toda su energía, que era mucha, hasta la extenuación de su agonía ejemplar y valiente, al servicio de esa causa para la que se sabía elegido. Nadie fue más exigente que él consigo mismo y con el tiempo que Dios le concedió sobre esta tierra, lo que le permitió ser uno de los líderes más activos de la época contemporánea. Supo dirigirse a los hombres en las más diversas lenguas, lo que facilitaba esa sensación de cercanía y humanidad que han experimentado cuantos han podido tratarle. Hace falta ser muy sectario y muy cateto para regatear elogios a una figura tan brillante y entrañables, a quien supo dedicar toda su vida y su energía a los demás, a tender puentes entre todos, a quien enseñó que no hay que tener miedo a la vida. Pero sin duda que esos casos existirán entre la inmensa multitud de los tontos que son incapaces de admirar la grandeza y la magnanimidad y, seguramente nuestra prensa progre nos de algún ejemplo señero de esa mentecatez, es su sino
Juan Pablo II ha sido un símbolo de todo lo que hace amable la vida, del amor, de la amistad, de la generosidad, de la grandeza de ánimo, de la libertad y la comprensión, del respeto a los que no piensan como nosotros, del empeño en hacer que la vida sea un continuado acto de servicio a causas por las que merece la pena luchar, del menosprecio de lo mezquino y lo ruin,  del olvido y el perdón, que son los únicos caminos  por los que puede llegar la verdadera paz y la justicia.