La democracia y sus equívocos

Los españoles tenemos muchísimos motivos para ser churchillianos, más que nada por aquello de que la democracia es el peor de los sistemas, excluidos todos los demás. Tras unas décadas de democracia, hemos empezado a darnos cuenta de que la democracia en que vivimos es bastante imperfecta, que se aleja mucho del ideal. Lo normal sería tomarse esa constatación como un síntoma de madurez, pero para muchos de nosotros tiene algo de desesperante.

Resulta que la democracia no nos puede hacer mejores si nosotros no hacemos mejor las cosas. No debiera ser necesario hacer grandes esfuerzos para comprender esa verdad, pero nosotros la estamos descubriendo un poco tarde.

Como fruto de la lucha contra un enemigo absoluto, la democracia se nos ofreció en su imagen más pura. La gente se peleaba por ser democrática, y no serlo ha sido, durante años, el insulto predilecto de los españolitos que leían periódicos. Ahora nos encontramos con que la democracia se nos aparece como una fórmula casi vacía para que se repitan los viejos errores, las viejas mentiras y con que, además, se añaden al festival nuevos errores y mentiras originales. Y la desesperación llega porque la fórmula no funciona.

Se trata de un error, evidentemente. La fórmula no funciona porque no la hacemos funcionar, porque consentimos que no sirva para casi nada. Somos nosotros, no la democracia, los que somos un poco decepcionantes. Deberemos aprender que la democracia no es fast-food, sino un plato que se cocina con enorme lentitud porque es enorme la muchedumbre de los cocineros que la sazonan y a guisan con artes del más variado pelaje. Le pedimos a la democracia que funcione y somos incapaces de hacer cosas razonables en muchos ámbitos, desde las comunidades de vecinos hasta las empresas y las instituciones. Nosotros seguimos teniendo una concepción patrimonial del poder y pensando que el que manda, sobre todo si pensamos que nos representa, puede hacer lo que quiera.

Criticamos a los partidos, pero somos incapaces de participar, de pelear desde abajo porque las cosas sean como debieran. Criticamos la educación, pero apenas dedicamos un minuto a la lectura. Criticamos la ignorancia, pero seguimos pendientes de una tal Belén. Criticamos la demagogia, pero aplaudimos argumentos miserables siempre que nos conviene.

Tenemos un gobierno que se dedica a la propaganda, y lo tendremos hasta que una alternativa seria deje de dedicarse al oportunismo o al desconcierto, a esperar con paciencia que le llegue su turno. Es poco, desde luego, lo que podemos hacer, pero siempre es más que nada, más de lo que solemos hacer, frecuentemente poniendo el grito en el cielo.

Los que mandan nos conocen y se burlan de nosotros. No solo el gobierno, por supuesto; en realidad la lista es interminable: los jueces que se prostituyen, los periodistas que desinforman, los profesores que engañan, los funcionarios que se escaquean, los sindicalistas que viven del cuento…

“Menos quejarse y más trabajar” debiera ser la consigna de quienes creemos que ser cada uno de nosotros un poco mejores cada día es la única fórmula para conseguir que las cosas sean lo que deben ser, incluida la democracia

¿Gripe o campaña?

Una de las cualidades más curiosas de la situación en que vivimos es la ausencia de información, un bien que no es precisamente escaso. El truco está en que la abundancia tiene varios efectos paradójicos, con los que no estábamos acostumbrados a lidiar. Dicho de otra manera, tenemos información pero nos cuesta trabajo saber si lo que tenemos por cierto corresponde mínimamente con la verdad.

En el caso de la medicina es irritante que, sabiendo tanto, no tengamos ni idea de lo que pueda pasar, por ejemplo, con el virus de la gripe. Esta ambigüedad de buen número de cosas relacionadas con la vida y la muerte, es difícil de manejar, en especial cuando se plantea en el nivel político. Cualquiera diría, por ejemplo, que la decisión de vacunar debiera ser un asunto meramente técnico, pero basta leer los periódicos para darse cuenta de que la cosa no es tan simple, que lo que es verdad allende los Pirineos resulta no serlo en la piel de toro y cosas así. No encuentro ningún medio internacional que esté dale que dale con las vacunas y con las previsiones, aunque tampoco hay muchos lugares en que el Ministro de Sanidad tenga que coordinar a diecisiete elementos que se creen tan importantes como él y que, además, tienen las competencias.

Durante el gobierno de Aznar, ZP se las arregló para combatirle por tierra, mar y aire con las disculpas más extravagantes. En particular, el asunto del Prestige, en que el gobierno hizo exactamente lo que haría cualquier persona sensata, como finalmente se ha acabado por reconocer en todas partes, la oposición incendió las calles con acusaciones gravísimas y con manifestaciones virulentas. Desde entonces, la política no conoce ningún sosiego, y los posibles efectos del famoso virus tienen un potencial político mucho más mortífero que, al menos hasta ahora, tienen como amenaza a la vida humana. Todo esto hace que no se pueda hablar con la mínima serenidad y que el virus se convierta en un efecto parlamentario. No se diga que no es emocionante el caso.
[Publicado en Gaceta de los negocios]