Es muy corriente contraponer la imagen y la palabra. Algunos edifican teorías catastróficas sobre el poder y la maldad de las imágenes, olvidando por cierto, que la escritura es, por lo pronto, también una imagen.
Slumdog millionaire, la película de Danny Boyle, es una muestra excelente de lo absurdo que resulta la contraposición de imágenes y palabra. Danny Boyle es un magnífico director de cine, tiene una gran sensibilidad para el ritmo y la belleza de las imágenes y cuenta con ellas una historia emocionante, llena de optimismo pese a la dureza de lo que retrata. Su protagonista no sabe leer, pero conoce muy bien la importancia de lo que está escrito, cree en ello y su vida es una apuesta continua por la libertad, y el amor verdadero.
Boyle contrapone, como ya hizo con Millones, que paso inadvertida entre nosotros, el dinero y la esperanza, sin ser maniqueo, sin moralinas, pero con radicalidad. No se puede servir a dos señores, al dinero y a la bondad. Dos hermanos, como en Millones, son los encargados de mostrar la tensión y la diferencia entre el amor a las riquezas y el empeño en vivir. Ambas películas son historias profundamente religiosas, historias que se remiten, sobre todo, a la palabra que está escrita, a la sabiduría que nos viene de una revelación tan misteriosa como poderosa, de una tendencia que siempre nos indica el camino adecuado aunque podamos escoger muy otros.
El poder de la palabra es el poder que viene con ella, que está más allá de ella, y la imagen puede expresarla, cuando se acierta a hacerlo, con originalidad, hondura, persuasión y belleza. Eso es lo que le pedimos a la poesía y eso es lo que nos da la película de Boyle, un torbellino de imágenes, que explica el inexplicable éxito de un concursante televisivo, cuyo último plano es una respuesta que dice así: “D: Está escrito”.
Creo que meditaciones como la de Boyle nos descubren lo que a veces oculta la palabra, esa imagen que confundimos con ella, ese fetiche que algunos construyen absurdamente en torno a un modo de producción, para confundirla con ella. No podemos confundir la palabra con una tecnología que ha sido espléndida pero que ahora está siendo superada de manera radical y, en cierto modo, definitiva, porque está escrito que no adoremos a los ídolos.
Es la belleza y la profundidad de la verdadera palabra lo que nos permite apreciar en todo su significado el ritmo vibrante de las escenas que nos ha ofrecido Danny Boyle envueltas en una música extraordinaria. Gracias a él vivimos por unos minutos en una India bellísima, siempre sorprendente y juvenil, ingenua y llena de esperanza, capaz de celebrar la vida y la muerte sin perder la sonrisa. Vivimos con esperanza la agonía del niño rebelde y valiente que protagoniza la historia porque el texto que es la película es una palabra que dice que el amor es más fuerte que la muerte.
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