Escribo bajo la impresión que me produce el contacto con algún que otro hipócrita, uno de esos tipos de los que puede decirse aquello de “ni una mala palabra, ni una buena acción”, una expresión que, por cierto, oí por primera vez referida a Zapatero, y de boca de un correligionario suyo. Se trata de personas indudablemente hábiles, lisonjeras, prontas a exhibir sus mejores prendas. Supongo que el auténtico hipócrita tendrá que serlo, sobre todo, consigo mismo, alguien que huirá como de la peste del examen de conciencia, de la más ligera oportunidad de que cuestionarse su estrategia. Entre españoles, que pese a lo peligrosas que sean este tipo de generalizaciones, solemos ser escasamente proclives al debate, a la racionalización, a organizar las cosas con buen sentido, el hipócrita se maneja muy bien, porque no necesita dar explicaciones de ningún tipo. Como, entre nosotros, las teorías están de más, porque suele bastar con repetir lo que nos parece, el hipócrita puede lucir con solemnidad y empaque la bondad de sus motivos, su altruismo, su inmensa bondad. En un mercado en el que las razones cotizan muy a la baja, el hipócrita puede lucir con esplendor inusitado. Su figura produce, sin embargo, hastío, porque carece completamente de interés. Puede que haya un cielo para los hipócritas, pero me temo que será ese cielo aburrido de los chistes.
Yo sé de sobra que la vida social exige un cierto grado de ficción, de hipocresía, pero eso debiera quedarse en las buenas maneras, en poco más. El auténtico hipócrita no se conforma, y llega a creerse que los demás no le conocen cuál es, que el disimulo educado equivale a la admiración por la excelencia de sus motivos e ideales, por la ejemplaridad de su conducta. Puede que eso suceda con los muy memos, pero para el común de los mortales, el hipócrita, además de aburrido es realmente repulsivo.