Ayer estuve comiendo con un diputado, y me llamó la atención su convencimiento de que no hay salida, que creo es el denominador común de los «colocados», de quienes se sienten rehenes del error de Rajoy y, a la vez, dan por hecho la imposibilidad de actuar de todos los demás.
Por contraste, entre los que estamos descolocados, como se vio en el manifiesto de los 100 de ayer, por ejemplo, existe la secreta esperanza de que, como pasó con la reforma política de la Transición, existan energías capaces de romper el actual bloqueo político, la inercia perversa que nos lleva a dar un paso más hacia el abismo. El desastre consiste en más nacionalismo (más intenso, el catalán, y más extenso, el extremeño con su AVE y todo), más zapaterismo (el de la derecha), más sistemas de control que no controlan nada, y que hacen que el país se empobrezca sin mejorar en nada, incluso sin arreglar la macroeconomía. Mi amigo me daba la razón, no suele hacerlo, en el hecho, que para mi es obvio, del fracaso de un país que no es capaz de articular acciones y reformas de calado, de un sistema que no sabe reformar la Universidad, articular un sistema ferroviario, o reformar la Justicia, por poner tres ejemplos muy obvios. Es decir, el fracaso de un sistema que ha dejado de hacer política para dedicarse al turnismo, a lo peor de la Restauración, aquello que, cuando era un modesto centrista de la UCD y del CDS, me causaba pánico por el riesgo de que todo cristalizase en una dinámica de dos fuerzas capaces de olvidarse del país real, justo lo que sucede. Dicho sea de paso, por eso intenté ayudar al PP de Aznar con todo el vigor que pude, porque parecía, además, que la derecha iba a estar eternamente subordinada al PSOE, sin ni siquiera alternancia que es el mínimo, pero no lo suficiente. Luego vino el paréntesis Aznar, y de nuevo llegó el zapatones gallego a la cúpula con el resultado previsible. Por eso creo que es necesario desalojar a Rajoy, y que hace falta un nuevo Suárez que salga del régimen y lo traicione para salvar la posibilidad de crear una genuina democracia española.
El diputado cree que soy un agorero, pero me temo que haya que serlo para tratar de impedir lo inevitable. Éste es un viejo país que malvive pese a la impericia de políticos miopes que no piensan más que en el escalafón, y, muchas veces, en el sobresueldo que Guerra no le dio a Garzón, que se atienen a unos usos y liturgias absolutamente estériles y gastados, de los que los españoles están más que hartos, y que no saben amar a su patria con el amor que predomina en los países que saben hacerse y mantenerse grandes.