Furusato


Leo con frecuencia en El Imparcial las columnas de Hidehito Higashitani, un japonés catedrático de filología al que conocí en Madrid hace muchísimos años y con el que aprendí a admirar a los japoneses. Nunca olvidaré que, en cierta ocasión, y al observar que Hide se callaba cuando se le interrumpía, costumbre que haría prácticamente imposible la típica conversación española, alguien le dijo que no había que ser tan orgulloso, que lo lógico era seguir hablando sin hacerse el ofendido. Hidehito respondió, con la lengua del Quijote que era la que por entonces conocía mejor, que él entendía que si alguien le interrumpía era porque tenía algo más importante que decir que lo que él estaba diciendo, y que lo lógico era callarse, por respeto: gente rara estos japoneses.
Gracias a él me entero de que Plácido Domingo es uno de los artistas que ha ido a cantar a Tokio, saltándose esa estúpida barrera de miedo por lo nuclear, y dando muestras de cariño y solidaridad hacia una gente tan admirable que conoce, mejor que nadie, por cierto, los riesgos y males de esa energía cuando se desata.
La intervención de Domingo cuyo youtube les ofrezco, comienza con unas emotivas palabras de afecto: es una de las pocas cosas claras y universales que justifican la existencia de la fama, la capacidad de manifestar un afecto que otros no podemos hacer patente con tanta claridad. Mi admiración por la cultura japonesa es creciente gracias a lo que voy pudiendo conocer de su cine, de su tecnología, de su poesía, de su tradición, de su sentido del honor, de su disciplina, de su exquisita educación, tan distante y certera. Son admirables, y, aunque no sirve de mucho, me uno desde aquí al cariñoso homenaje de Plácido Domingo.

La bula nuclear

La oposición a la energía nuclear suele incluir una dispensa general de razonamientos, lo que es doblemente lamentable, porque resulta que haberlos, haylos.
A propósito de Japón, y bajo el liderazgo de desinteresados franceses y alemanes, siempre concienzudos y sutiles, hemos alcanzado un grado de histeria realmente digno de mejor causa: lo nuclear, ahí es nada. En medio del paroxismo se menciona habitualmente Chernobyl, y entonces se produce algo así como un fenómeno de conversión súbita de los dubitativos. Yo creía recordar que lo de Chernobyl no fue tampoco para tanto, pero, por si acaso, me fui a verlo en la Britannica, que me dejo frío y con síndrome de carencia de cifras, y también en Wikipedia, que pensé sería más impresionista, pero quiá: en ambos casos vi confirmadas mis sospechas de que el caso era de una exageración más que notable. Resulta que muertos, lo que se dice muertos, ha habido 32 en la gran catástrofe ucraniana. Esto me recuerda al chiste del centinela que avisa al capitán del fuerte en el Far West de que se acercan los indios, y, al ser preguntado por su número, respondió que 2004; ante tan extraña cifra, el comandante  quiso estar al tanto del método de conteo, y el centinela le explicó que había visto claramente a 4, y luego como a unos 2000. En el caso de Chernobyl, los conteos posteriores no son ni menos imprecisos, ni tienen menos voluntad de alarma, la causa lo merece, pero padecen del mismo síndrome de imprecisión que el centinela a la hora del computo. Mucho hablar de decenas, centenares o millares de afectados, pero ni una sola cifra precisa que llevarse al coleto, ni el más ligero dato mortuorio, nada que supere en precisión a la información de que algunos resultaron muertos, destino que nos espera a todos, me parece.
Yo no puedo evitar quedarme estupefacto ante este extraño estreñimiento contable, y ante una situación tan desagradablemente comparativa para lo nuclear, porque resulta que, por citar solo el caso de España, el gas, que es una energía que no parece amenazante, ha causado miles de muertos en los últimos años. Es decir que ha muerto más gente en el camping de los Alfaques en una sola jornada que todas las víctimas de la energía nuclear a lo largo del mundo en una década. No quiero seguir porque no soy un experto en esta clase de datos, pero me gustaría continuar teniendo una cierta capacidad de asombrarme cuando no me salen las cuentas y, me parece evidente que el pánico nuclear está reñido con las prácticas contables generalmente aceptadas. 
¡Menos lobos con las redes sociales!

Pánico nuclear

Es realmente llamativo que de lo que más se hable al respecto del desastre natural habido en el Japón es de lo que pueda ocurrir en las centrales nucleares. Supongo que, además, del miedo a que el asunto pueda afectarnos de uno u otro modo, está el hecho de que es el único tema susceptible de politización y, de lejos, el que provoca más morbo.
Al ver hoy las informaciones de la prensa al respecto no he podido olvidarme de la definición de periodismo que dio Chesterton: “consiste, sobre todo, en informar de que Lord Jones ha muerto a personas que no sabían que Lord Jones estuviese vivo”: ¿a qué vienen tantos detalles sobre la seguridad y lo que está pasando, o no, si ni siquiera el 1 por 100.000 de los lectores está en condiciones de entender medianamente nada de lo que se informa? Si se piensa en este asunto se verá que la pregunta no es tan inoportuna como pueda parecer. Mi respuesta, en breve, es que el miedo es uno de los ingredientes necesarios de la política, y el bocado es muy suculento como para dejarlo pasar de largo. Miedo, morbo, son más verdad, me temo, que toda esa piadosa retahíla sobre el derecho de los ciudadanos a recibir información veraz, y tal y cual.
No soy especialmente antinuclear, y viendo a algunos de los que lo son, siento ganas de montar una central en el patio de la casa que me gustaría tener, pero es evidente que la energía nuclear plantea problemas que no están resueltos a satisfacción (en especial el asunto de los residuos) y que, si se pudiere, habría que preferir otras fórmulas de conseguir energía, pero resulta descorazonador que cuando un terremoto casi inaudito, y que arrasa con todo, no consigue  que las centrales salten  por los aires, la prensa y el público sientan esa necesidad de hablar de la seguridad nuclear, un tema del que nada entienden y al que nada van a aportar.
Es posible que el gobierno japonés esté mintiendo, lo hacen muchos gobiernos con menos motivos que el de ahora, pero quienes seguramente nos están mintiendo, son esas patuleas de expertos antinucleares que están tratando de asustarnos, porque eso vende periódicos, parece justificar al gobierno providente, o cualquier otra causa noble de las que persiguen, aunque nunca se dignen contarnos de qué van, no sea que nos hagamos un poco menos tontos.

Elogio de la política

La política se mueve en el ámbito de lo posible que es un ámbito un tanto especial, a mitad de lo real y lo irreal. Lo que une lo posible a lo real en política se llama imaginación, sentido crítico, pensamiento abstracto, algo que nos aleja siempre de la mera gestión de los intereses y realidades en juego. La política consiste en un saber, en un saber ir más allá, en cambiar el plano que dibuja las relaciones de lo real, lo inevitable y lo posible. La posibilidad define un espacio mucho más amplio que el real, pero menos poderoso; la realidad no tiene, en cierto sentido, tensiones ni contradicciones, se limita a ser lo que es, mientras que lo posible va siempre de la mano con muchos contrarios. Político es quien hace posible lo que no lo parecía, lo que acaso se deseaba pero nadie sabía cómo lograr. Precisamente por esa su peculiar relación con lo posible, el político tiene que ser prudente porque en cada intento de mejora se juega un posible retroceso, o una desgracia. Es obvio que la prudencia se ha de apoyar siempre en la mejor información, en el estudio, en el análisis de los datos, pero todo ese conjunto de indicadores no nos dice qué debemos hacer sino que sirve para determinar cómo debemos hacerlo. Quienes confunden la información con las decisiones serán tecnócratas o demagogos, pero no políticos. El político se la juega, no se limita simplemente a constatar, y, menos aún, a tener en cuenta lo que más le convenga para sus objetivos personales, para dejarlo todo tal como está si es que él se encuentra en una situación cómoda. El político, por el contrario, ha de estar permanentemente en combate con los datos y las encuestas para que unos y otras no le impidan la procura de lo que pretende.

La política no busca únicamente evitar el mal, combatir las injusticias, la pobreza o la ignorancia, aunque esos hayan de ser siempre objetivos esenciales de su acción. La política tiene que promover también una cierta idea del Bien sin confundirse con el ámbito de las creencias personales, impulsando valores que merezcan ser compartidos. Sabemos que, como recordaba Berlin, los hombres no viven sólo para luchar contra el mal, sino que viven de objetivos positivos, individuales y colectivos, de una gran variedad de ellos, que nunca son completamente compatibles y cuyas consecuencias no siempre se pueden predecir con la deseable antelación. El político se mueve en un terreno público, pero el ámbito de lo público es muy denso en valores morales, y el político que no sepa entenderlos y manejarse con ellos está condenado a la esterilidad.

El ejercicio de la política requiere dos condiciones fundamentales desde el punto de vista del actor: tener una idea precisa de lo que la comunidad necesita, esto es de lo que siendo posible y deseable resuelve algún problema y/o representa alguna especie de progreso o de ventaja, y tener, al tiempo una percepción clara de lo que la comunidad quiere. Es de sobra claro que esas dos condiciones no suelen coincidir plenamente, porque, no se puede olvidar la advertencia de Aristóteles sobre que no es posible una unidad sin quiebras en ninguna polis. El político debe comprender y asumir que sus propuestas crearán contradicción, pues siempre habrá quienes no compartan la idea de Bien que se propone y, aun compartiéndola, habrá quienes se opongan a ella por razones de procedimiento o, simplemente, porque pretendan socavar el poder que alcanza quien encarna una idea compartida.

Tal vez se deteste a los políticos precisamente porque no lo son, porque los que dicen serlo meramente usurpan una función; esa frustración es el mejor testimonio de la necesidad y de la conveniencia de la política, pero son tantos los riesgos del oficio que gran parte de los que podrían desempeñarlo se quedan en sus negocios, aunque frustrados. Hay que hacer que la política sea otra cosa de lo que es, aunque los Obama acaben, también, decepcionando.

¡Vivan las caenas!

El grito antiliberal de 1812 resume mejor que ningún otro el estado espiritual de esta España perdida en los albores del siglo XXI. El cerverino “Lejos de nosotros la funesta manía de pensar” podría ser otro de los marbetes que mejor nos describiera. España padece ahora mismo una epidemia de dogmatismo, de ortodoxia, de lealtades irracionales, y fidelidad a razones ignotas. Viendo cómo se sustancian entre nosotros una buena parte de las cuestiones que debieran someterse a debate público no hay otro remedio que llegar a la conclusión de que la democracia, entendida como un régimen en que se argumenta, se discute, y después se vota, no ha prendido entre nosotros.

Si bien se mira, no es raro que estemos como estamos, porque la democracia no ha llegado a cuajar una tradición liberal mínimamente sólida. Aquí seguimos considerando modélico el régimen de la Inquisición. Nuestros partidos siguen imitando el modelo de la Falange franquista con ligerísimas variantes de decorado; los órganos de los partidos sirven para recibir discursos de los jerarcas y, naturalmente, para aplaudir. Eso es lo que se reserva a los individuos con mando en plaza, aquellos que pueden repetir el modelo en sus respectivas parcelas territoriales, porque para los demás queda, únicamente, el hacer de bulto en los distintos actos que se organizan parta que los recojan los medios adictos.

No hay nada que discutir y nada se cuestiona, se ejecutan las órdenes del líder y se atiende amorosamente a sus más mínimas obsesiones, esas manías que los pelotas de turno convierten en grandes principios.

Zapatero, por ejemplo, es antinuclear por las mismas razones que Franco era antimasónico, por una mezcla interesada de prejuicios juveniles y cálculo. Y como Zapatero es antinuclear, más de media España se hinca de rodillas ante el pendón ecologista, sin haberse molestado en examinar con alguna atención los perfiles reales del asunto. Aquí no nos andamos con chiquitas, y vamos por derecho a la esencia íntima de las cosas, a la batalla permanente entre el Bien y el Mal. El alma aldeana de una buena mayoría de españoles se conmueve recordando los rincones de ensueño de su pobre infancia rural, y condena sin pestañear los excesos de la tecnología, del capitalismo y de todo libertinaje.

El régimen de terror ideológico es tan espeso, que hasta la pobre secretaria general del PP se rinde ante su abrumadora presión, y corre presurosa a abroncar a un alcalde rural que aún no se ha enterado que estamos en cuaresma, y que no se puede vestir de colorines.

Hace falta ser muy necio para no comprender que, se piense lo que se piense sobre el fondo del asunto, la decisión sobre dónde y cómo ubicar cualquier instalación nuclear debiera someterse a toda clase de escrutinios menos al del miedo ignorante, pero los miedosos se han convertido en sectas poderosas y van amedrentando al personal con sus obsesiones y consignas, con su aire profético y su fingida inocencia. Esta Santa Compaña ecologista es la más rentable y productiva de Europa porque se dirige a una parroquia que cree haber dejado de creer en Dios, presume orgullosa de sus descreencias y, como vio perfectamente Chesterton, se presta con toda facilidad a creer en cualquier timo. Cree que sabe y no cree, pero sigue creyendo que todo es cosa de creencias, que la razón no vale nada, que la técnica es un engaño de mercaderes, que solo en sus deseos y sentimientos hay pureza, decencia y desinterés. Es gente de este talante la que idolatra a Zapatero, a ese gigante nobilísimo que no se arredra ante los poderosos, que no pierde la calma ante la crisis y que siempre tiene una palabra oportuna para no decir nada.

Los que gritaban “¡Vivan las caenas!” hicieron escuela. Ces Noteboom, un escritor que nos conoce bien, se refiere a nosotros como gente capaz de ahorcarse por un disparate. España está llena de antinucleares que admiran a la progresista Francia porque ignoran que está llena de centrales (tiene veinte plantas en funcionamiento frente a nuestras cinco y produce el 70% de su energía frente al 25% español), además de que nos cobra un modesto estipendio por almacenar los residuos que nuestros puritanos rechazan.

Los argumentos antinucleares de los activistas hispanos son de opereta; no se molestan en perfeccionarlos, podrían hacerlo, porque, o bien los ignoran, o bien desprecian la capacidad de descernimiento del español medio; han conseguido que hablemos de la energía nuclear como si nos sobrase el petróleo, como si no estuviésemos pagando nuestra dependencia a precio de oro y perpetuando un riesgo estratégico gravísimo, como si nada de eso tuviese que ver con el paro que soportamos o con el atraso tecnológico que nos es característico. Pero estos argumentos no les dicen nada a nuestros místicos, a nuestros profetas a esos quijotes iletrados que van pegando voces por las calles. Lo terrible es que los políticos hayan aceptado esa minusvalía intelectual y la utilicen como cebo.