Una de las cualidades más sorprendentes del actual presidente del gobierno es su comportamiento verbal. No es demasiado difícil caer en la cuenta de que, puesto que, de manera corriente, la palabra es una forma esencial de comunicarnos, es posible también que la palabra se convierta en una forma de desconcierto, de intoxicación y falseamiento. No estoy sugiriendo que eso sea precisamente lo que hace Zapatero, y no lo estoy diciendo porque hoy es relativamente simple enterarse acerca de la verdad de las cosas. Zapatero no pierde el tiempo, por ejemplo, tratando de disimular las cifras del paro o de disminuir las magnitudes del déficit público; otros se encargan de hacerlo con asiduidad, y el presidente se siente liberado de una función tan escasamente brillante.
Lo que hace Zapatero pertenece a otro reino que el de la desinformación. Por decirlo con una contraposición más o menos habitual, Zapatero no se dedica al mensaje sino al masaje. Él no pretende engañar a nadie, sino recordar de manera continua a los suyos que él es de los nuestros, que él está donde está porque alguien tiene que estar precisamente en la Moncloa para evitar diversas catástrofes que aterrorizan a los suyos. El subtexto de sus discursos dice algo como esto: el mundo es cruel e injusto y ya sabemos que no se puede crear el paraíso, pero mientras nosotros estemos al frente del poder político, la derecha no podrá hacer con nosotros lo que haría con toda seguridad si nos dejásemos. Por eso, el momento cumbre de Zapatero estuvo en su primera victoria, un mandato para pararle los píes a un partido que había ido demasiado lejos, tras haber ganado por dos veces las elecciones.
En este universo maniqueo, Zapatero se mueve como pez en el agua, y toda su política ha estado destinada a alimentar el maniqueísmo radical. Zapatero ha sabido ver que la izquierda estaba perdiendo la batalla porque había concedido demasiado, porque había abdicado de su misión esencial de contener a los explotadores, a los perversos de toda laya. Es curioso observar como en esa nueva era de la izquierda el papel de la maldad se ha desplazado del capitalismo a la derecha política, al adversario electoral. Los banqueros no son un problema, si se los trata adecuadamente; los empresarios, especialmente si son grandes, están demasiado acostumbrados a llevarse bien con el gobierno como para que puedan dar guerra. Los verdaderos enemigos son, por tanto, los partidos de centro y de derecha, sus militantes y sus líderes, además de los medios de expresión que les apoyan, aunque también con esos se puede llegar a alguna entente cordial.
Si se parte de esta cosmovisión de la izquierda, la siguiente operación política tiene que consistir, por fuerza, en convencer a los suyos de que cualquier crisis económica tiene dos características esenciales, a saber, o bien no existe, que es lo que decía durante su primera legislatura, o bien es inevitable, pero pasajera, que es lo que dice ahora, de forma que lo único que hay que hacer, es mantener la unidad sindical, y gastar dinero público sin tasa para que los nuestros puedan soportar los efectos de la crisis sin perder la fe en la importancia de seguir ganando las elecciones para la izquierda.
Zapatero sabe muy bien que la discusión política no puede ser útil más que si es radical. Por eso se entiende tan bien con los nacionalistas, que son maestros en la retórica de la exclusión, y por eso vio en el Pacto del Tinell, por el que se descartaba al PP de cualquier posibilidad de acuerdo, la clave maestra de una nueva izquierda. Esta es la razón por la cual Zapatero ha tenido que buscar motivos de confrontación cuando no los había, porque es necesario fortalecer la convicción de que la izquierda había traicionado su misión al dejar que la derecha pudiese tener alguna tecla que tocar en una democracia.
No es difícil ver que toda la estrategia de comunicación de Zapatero busca crear una atmósfera virtual que aparte a los suyos de la tentación de discutir las cosas en los términos en que, según él, quiere plantearlos la derecha, a base de números o de argumentos lógicos, por ejemplo. Ya dejó muy claro desde el principio que la política y la lógica eran realidades extrañas. Zapatero entiende, por el contrario, que la política es un menester poético y moral, un manoseo del Bien y la Belleza sin que deba importar lo más mínimo un posible miedo al ridículo; pocos políticos se habrían atrevido, en efecto, a enarbolar la retórica de la tierra y el viento en un ámbito en que se discutían crudamente los precios de la energía y los costes de la política ambiental.
La pregunta es: ¿Cómo tiene éxito un mensaje político tan estrafalario? La respuesta es larga, pero hay un elemento que no conviene desdeñar: tanto nuestra tradición escolástica y barroca, como nuestra débil cultura científica, favorecen el aprecio por mensajes que viene desde arriba y que, aunque no signifiquen nada, nos confirman en que somos los mejores.
[Publicado en El Confidencial]