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La ley y los catalanes
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Hace días, un profesor amigo, con larga experiencia de la vida inglesa, me hizo notar que era corriente que, cuando los ingleses vienen a España, se indignen por el altísimo grado de incumplimiento de las normas europeas, que nos son comunes, y que es tan frecuente entre nosotros. Según él, ese factor, era uno de los que explicaba el antieuropeísmo inglés: no quieren pertenecer a un club que les impone unas leyes que se incumplen, y no solo en España. Sea de ello lo que fuere, el caso es que acabamos coincidiendo en que la actitud general de incumplimiento de cualquier clase de normas, siempre que se pueda, es una consecuencia del alto grado de mentira e hipocresía que es corriente en la vida pública española.
Aquí, todos sabemos que las cosas no son lo que parecen, sino que son, muy frecuentemente, lo contrario. Nadie cree en la objetividad de las pruebas para el acceso a la función pública, por ejemplo, ni en la independencia de la Justicia, ni en la objetividad de la prensa, ni en la sinceridad de los políticos. La política, en particular, ha llegado a ser un terreno en el que la mentira y el engaño alcanzan extremos de virtuosismo tan asombrosos como inútiles. Nadie se creerá, por ejemplo, que una súbita y universal tendencia a servir a Benidorm más que a su partido, haya hecho que todos los doce concejales del PSOE decidan abandonar la legendaria honestidad de su partido para hacerse con la alcaldía con el auxilio de un mercenario. Todos sabemos que eso es una estratagema, pero como es una maniobra prohibida por el imperativo categórico de la hipocresía, toca mentir y se miente con una enorme limpieza, con la conciencia clara de que lo único importante, las apariencias, se ha salvado.
Entre todos hemos consagrado el principio, totalmente absurdo, de que más vale aparentar que ser, justo lo contrario de lo que manda el lema, esse quam videri[i], de Gerard Manley Hopkins, claro que era poeta, inglés y jesuita, no un caradura al uso.
¿Por qué somos mentirosos? Porque es la mejor manera de obedecer sin que se nos llame cobardes. ¿Por qué somos hipócritas? Porque tenemos miedo a pensar de modo diferente a los demás. ¿Por qué nos saltamos las leyes? Porque sabemos que ni siquiera el legislador cree en ellas. Todo esto puede funcionar más o menos bien, pero la realidad, tarde o temprano, se acaba tomando su venganza. Quizás acabe sucediendo que el batacazo que nos espera tras la orgía de falsa prosperidad nos haga caer en la cuenta de que el respeto a la verdad, además de superior desde el punto de vista moral, es, a la larga, la más inteligente y provechosa de las normas.
[i] Ser, más que parecer, (lema heráldico de su familia).