El Congreso del PP en Sevilla

Mariano Rajoy y el PP se dan un baño de multitudes y parabienes, un homenaje, sin duda, merecido. El PP está a punto de alcanzar su máxima cota de poder, especialmente si se confirma lo previsible, su mayoría absoluta en Andalucía.  Si se compara la situación que actualmente vive el PP con la que caracterizó el Congreso de Valencia, algo que casi nadie querrá recordar, su mejora ha sido espectacular, como lo es la diferencia que hay entre tratar de explicar una derrota dolorosa y administrar una victoria casi apabullante. Tanto Rajoy como Cospedal pueden presentar, por tanto, una hoja de servicios que les garantice una continuidad indiscutible, y tienen toda la legitimidad del mundo para dirigir el partido en la dirección que les convenga, lo que no significa que vayan a acertar hagan lo que hagan. En política, según indica la experiencia, lo sensato es ponerse siempre en lo peor,  y, precisamente por ello, tomar las medidas oportunas cuando el viento es muy favorable, porque es obvio que esa es una tendencia que, más tarde o más temprano, se tornará contraria. El PP debe aspirar, por tanto, a fortalecerse internamente, a democratizarse, a sacar el mayor partido posible de su auténtico capital, de los millones de votantes que le han confiado nuestro destino político.  Los partidos tienen una irrefrenable tendencia a caer en manos de muy pocos, a empobrecerse, a convertir su actividad en un trámite que siempre beneficie a quienes los dirigen, pero, si se actúa así, el partido, además de incumplir su misión constitucional como cauce de participación, corre el peligro de convertirse en un selecto club de amigos a punto de perder el poder.
El PP tiene que encontrar una fórmula que le permita fortalecerse como partido a pesar del desgaste que le traerá, inevitablemente, su responsabilidad, casi universal, de gobierno en toda España. Hay muchos caminos para  hacerlo, y es responsabilidad del Congreso encontrarla. No puede haber muchas dudas, sin embargo, de que lo que no sea abrir más el partido a la participación, fomentar el debate interno para encontrar las fórmulas políticas que mejor satisfagan las aspiraciones comunes, y mejorar los sistemas de selección de liderazgo en todos los niveles son objetivos esenciales para un partido que debe afrontar enorme multitud de problemas en muy distintas situaciones, sin renunciar a un mensaje común, a una política nítida, coherente y bien defendida.
La petición de coherencia es una demanda básica de los ciudadanos frente a organizaciones que tienden a posponerla en función del interés inmediato y de tácticas incomprensibles. La lucha contra la corrupción es otra exigencia elemental en la que el partido debe evitar su lógica tendencia a la autoprotección y al cultivo de su imagen. Se trata, en resumidas cuentas, de que el PP aproveche el Congreso de Sevilla  no solo para remachar su compromiso con Andalucía, sino para fortalecer su cohesión, su democracia interna y su capacidad para servir mejor a los intereses de España y de los españoles.
Ganar el poder es el fin al que dedican sus energías todos los partidos, pero los ciudadanos no ganarían nada con esa victoria cuando los partidos no ponen su poder al servicio de los ideales ciudadanos, de las razones ideológicas, culturales y políticas que han legitimado su victoria. En otro caso, los partidos acaban defraudando a sus electores, y perdiendo el poder mucho antes de lo imaginable en momentos de gloria como los que se vivan en Sevilla. 
Un recorte que saldrá muy caro

El PP reaparece en Sevilla

El Partido Popular comienza a sentir la euforia que desata la inminencia del triunfo, el entusiasmo de los incondicionales, y los abrazos cómplices de quienes lo ven menos claro. Siguiendo con sus costumbres, escasamente proclives a poner en duda lo que no siempre es obvio, el PP ha decidido festejar tempranamente sus anunciados éxitos en una sede como Sevilla, que también fue en el pasado el trampolín de lanzamiento de Aznar, un personaje que parece plenamente recuperado para el remo en la barca de Rajoy, como no podía ser de otra manera. Los gobiernos de Aznar, y el buen recuerdo que dejaron, son el mejor aval de un partido que seguramente ha utilizado más prudencia que ambición para convertirse en una alternativa inevitable.

Rajoy ha subrayado un rasgo esencial, necesario pero no siempre suficiente: la unidad del partido, plenamente recuperada pese a las dentelladas del contrario, a los errores de algunos y, finalmente, a la aventurera y suicida deslealtad cantonalista, de Cascos uno de los males que pueden afectar al PP, cuando el timón de la nave no se lleva con firmeza.

El PP no debería tener ningún miedo a su pluralismo interno, pero sí a la tendencia al particularismo de algunos de sus líderes, al fulanismo de dirigentes que no se sabe bien qué defienden, esos cuya política debería reservarse a los socialistas sensatos, cuando los haya. El PP tiene que superar sus miedos a afrontar ciertos problemas, a encontrar las soluciones mejores sin temor a perder votos, a debatir a fondo los problemas que interesan a sus electores y se debaten en la vida real. El PP no debiera dar la sensación de que se resiste a defender las causas de quienes le votan, tal vez precisamente porque reconoce que sus votos no proceden de un único venero, pero justamente en eso tiene que residir el mérito de su política, el acierto de unas propuestas que no solo le echan en falta sus adversarios.

Rajoy ha comparecido en plena forma y ha acertado, por ejemplo, a prometer que retiraría las ventajosas pensiones que con tan escaso miramiento se han otorgado sus señorías. La propuesta es interesante, pero lo sería mucho más si apuntase a que Rajoy estuviere dispuesto a no dejarse intimidar por la inercia del pasado, a corregir cuanto sea necesario, y hay un buen número de temas que lo requieren, a afrontar sin demoras y con diligencia las reformas que España necesita apara volver a moverse con dignidad y soltura por el mundo, para recuperar su imagen de país serio, confiable y con futuro.

Rajoy parece haber comprendido que los españoles no se conforman con saber que ganará el PP, sino que quieren poder desear que gane, quieren que el PP no solo venza sino que convenza. No es difícil conseguirlo, pero hay que lanzarse a hacerlo sin limitarse a esperar al entierro del zapaterismo. La Convención sevillana debería ser el comienzo de una nueva etapa en la que el partido se lanzase a conquistar las cabezas y los corazones de los españoles, sin limitarse, simplemente, a acoger los restos del naufragio, a los que huyen de la quema. Rajoy no debiera limitarse a corregir defectos de imagen, tendrá que intentar que crezca el entusiasmo, algo que ahora mismo es bastante descriptible, porque va a necesitar de la convicción, el sacrificio y el esfuerzo de todos para que su gobierno logré que los españoles volvamos a confiar en nosotros mismos, en nuestra patria, y en nuestros políticos. Tal es la esperanza que solo el PP suscita, y que solo él puede malograr.

El candidato evanescente

Es muy probable que la flema galaica y el discreteo que se gasta Rajoy sean grandes virtudes para un gobernante, pero no está claro que ayuden a ganar elecciones. El presidente del PP administra sus ausencias con una generosidad rayana en la prodigalidad. Cierto es que la política española tiene mucho de patio de vecindario, y que abundan los personajillos que pretenden apabullarnos con su chachara sobre acontecimientos galácticos con la misma soltura y asiduidad con que una Belén Esteban exhibe sus cuitas. Frente a ese formato circense, está bien que Rajoy aspire a ser un político serio y comedido, pero habría que recomendarle que no se exceda en la prudencia, no vaya a ser que las encuestas acaben resultando tan equívocas como los pronósticos del gobierno sobre la recuperación económica.
Alguien debería recordarle al líder del PP que, tanto en 1993 como en 1996, el PP era vencedor en las encuestas, pero en 1993 ganó una vez más el archiquemado Felipe González, y en 1996 los socialistas perdieron por la mínima, y eso que el líder del PP no parecía ni la mitad de abúlico que don Mariano. El propio Rajoy sufrió en sus carnes la derrota del año 2004, insensatamente propiciada por una campaña de perfil bajo que es, seguramente, la que más motiva a la izquierda, por no recordarle el papel escasamente positivo que jugaron algunas de las curiosas invenciones de su selecto club de consejeros en 2008.
La izquierda ha dado muestras frecuentes de que es capaz de sobrevivir sin esperanza alguna, porque se alimenta del muñeco maniqueo en que ha convertido a la derecha, de manera que, incapaz de soportar una victoria segura de sus demonios particulares, saca de su fondo de armario las energías necesarias para votar a quien sea, con tal de que no sea del PP. Zapatero podría beneficiarse de ese manantial, pero muy probablemente se pueda beneficiar más, cualquier otro, un Gómez o un clásico de la nomenclatura, da igual, porque los electores del PSOE saben muy bien contra qué votan.
Rajoy se puede sentir razonablemente seguro del voto de los suyos y del de muchísimos electores no tan fieles a una sigla, pero acaso no fuera inútil explicar a unos y a otros algo más que ciertas recetas de política económica que ahora da por inevitables hasta el propio Zapatero. Los votantes esperan de la derecha algo más que una administración honesta de los caudales públicos y un cierto respeto al dinero del personal, siempre en riesgo con los socialistas.
Los electores quieren saber qué hará el PP con los grandes renglones de una política, y no solo con la hacienda pública. ¿Se va a atrever el PP, por ejemplo, a reformar la legislación moral de Zapatero, esas leyes que nunca se anunciaron en campaña pero que se han ido aplicando con la saña propia del sectarismo más radical? ¿Va a promover el PP un marco institucional y territorial que sea capaz de hacer una España atractiva para todos o va a seguir soportando una dinámica disparatada a la que muchos de sus líderes regionales sucumben encantados cuando parece que se les toca la más ligera de sus competencias?
El señor Rajoy tiene derecho a descansar, pero no tiene derecho a dar por hecho lo que está por hacer. Una amplísima mayoría de españoles está dispuesta a que la pesadilla de ZP no dure ni un minuto más de lo necesario, pero no se confunda el señor Rajoy, porque esa mayoría no sueña todavía con su triunfo, y tiene perfecto derecho a reclamar la oportunidad de volver a sentir ilusión por la política.