¿Una campaña contra Google?
Segunda carta a Pablo
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Cualquier Estado que se desarrolle de manera descontrolada, esto es, sin patrón de crecimiento reconocible, de modo acelerado y sin que puedan describirse con claridad los beneficios inmediatos de su evolución, se comporta de manera enteramente similar a la de los cánceres en los organismos biológicos. Los efectos del cáncer y de sus metástasis son conocidos y muy difíciles de combatir, de manera que, aunque no sea exactamente así, la sabiduría popular ha identificado en su imaginario el cáncer con la muerte misma. Las sociedades, sin embargo, son, a su modo, inmortales, pero pueden experimentar largas y profundas agonías, que es palabra con la que también podríamos denominar a lo que llamamos crisis, una situación a la que no se le conoce salida y en la que gobernantes necios no conocen otra solución que la huída enloquecida hacia no se sabe dónde, con la esperanza de que la cosa escampe… porque, hasta ahora, siempre ha sido así.
En una de esas estamos, una crisis galopante y un crecimiento incontrolado, pero deliberado, de los servicios públicos, de manera que a la mayoría de las administraciones y al gobierno de ZP ni se le pasa por la cabeza una contención seria del gasto. Este año hemos batido la cifra de empleados dependientes del erario público que ha alcanzado una cifra superior a los 3,7 millones de personas, con un crecimiento de más de 156.000 empleados públicos en el último año. Los españoles deberíamos ser conscientes de que todo esto significa vivir por encima de nuestras posibilidades y gastar el dinero de que disponemos una manera poco inteligente. Una prueba muy simple de ello es que la relación entre el número de funcionarios y el número de ciudadanos a los que supuestamente sirven. Una administración, que difícilmente podría tildarse de liberal, como es la Generalidad de Cataluña, utiliza un 9,8% de ciudadanos en los empleos públicos, mientras que Extremadura ocupa cerca del 29%. Si la ratio catalana se extrapolase al conjunto de España nos podríamos ahorrar cerca de un millón de funcionarios: ¡a saber qué estarán haciendo!
Cuando no se está dispuesto a poner orden en los distintos cortijos administrativos (y sindicales) que viven alegremente del esfuerzo ajeno, lo lógico, aunque sea canallesco, es agarrarse al bolsillo del trabajador autónomo, del empresario y del asalariado corriente y moliente para que pague más, y más deprisa.
Según un estudio reciente del BBVA, la experiencia demuestra que las políticas de contención del déficit público inspiradas en reducciones del gasto obtienen un éxito mayor que las que se apoyan en incrementos de la carga fiscal, pero la aplicación de esa receta implicaría que el gobierno de ZP tuviese que reducir en 50.000 millones de euros el gasto público para llegar a un déficit del 3% en 2012, de acuerdo con su propios planes. ¿Alguien cree que se disponga a hacerlo?
A cambio de virtudes del ahorro, veremos excesos de verbo, y de generosidad, a cargo del bolsillo ajeno. Los impuestos indirectos, al alcohol, a las gasolinas, a los bienes de consumo, crecerán de manera desmedida con la bizarra disculpa de que siempre existirá algún lugar en el que se hallen más altos que aquí, y los impuestos directos crecerán porque, como es lógico, los más ricos deberán pagar más.
El gobierno podría aumentar sus ingresos fácilmente si cobrase al menos una parte de los costes a sus beneficiarios directos, pero entonces se descubriría parte del tinglado y la gente empezaría a pensar por su cuenta, lo que es muy desaconsejable para el buen fin del socialismo. Es toda una lección de filosofía política caer en la cuenta de que el gobierno prefiera castigarnos a cobrar el coste de sus servicios, esos que se consideran gratuitos. Sería insoportable la presión liberal de unos ciudadanos a los que se cobrase lo que de verdad vale una plaza universitaria o una cama en un hospital, cuando pudiesen pagarlo. Muchos dejarían de ser tolerantes con los males endémicos de tantos servicios públicos, con su mala calidad, con su maltrato al público. Si la gente supiese lo que de verdad paga porque le salgan gratis el colegio, la universidad o las autovías, se podría montar una marimorena, de manera que es mejor que el velo de la ignorancia cubra piadosamente los diversos desmanes de las administraciones, la cara dura de los extremeños, por ejemplo, por emplear tres veces más funcionarios en unos servicios seguramente peores que los catalanes.
A cambio se convierte en delincuente al infractor de tráfico, se muele a impuestos al que produce con su esfuerzo, y se coloca a más inútiles en cualquiera de los numerosos puestecillos que la desbocada imaginación de los administradores es capaz de establecer, aunque, eso sí, con la papeleta de voto en la boca, para que no se despisten. Más multas, más arbitrariedades, más enchufes, más impuestos. Ese es el programa que ZP pretende vendernos con el nombre de contención del déficit: es todo lo que se le ocurre.
[Publicado en El confidencial]
Viernes. Hacia el final de la mañana, me dirijo a Muface, una mutualidad de funcionarios de la que soy partícipe voluntario y que me cuesta un buen dinero al mes, para que me den el visado para cierta medicina que me acaba de recetar un médico especialista. Una vez en la delegación de Madrid, y tras una cola considerable, un funcionario muy atento me informa de que, aunque la indicación del médico es para un año entero (lo que exige el tratamiento), sólo me pueden dar el visado correspondiente para dos meses. Le hago notar que me parece una restricción poco razonable, porque carece de sentido obligar al paciente (y nunca mejor dicho) a hacer seis visitas perfectamente inútiles a esa dependencia. Me dice que no se puede hacer nada y lo argumenta en función del período de validez de las recetas, una entidad teórica seguramente introducida en el sistema para agilizar casos como el presente. Le pregunto si acaso hay temor de que los pacientes especulen con las recetas en el mercado negro o algo así y me dice, con lo que le queda de sonrisa, que él no puede hacer nada, justamente lo que suele decir un funcionario consciente de su lugar en el mundo y de los derechos imprescriptibles que le son inherentes, el primero de los cuales parece ser el derecho a la inocencia.
Me conformo con aceptar la inevitabilidad de ese sextuplo de desplazamientos, siempre tan agradables en una ciudad abierta como es Madrid, y le ruego que proceda a facilitarme el visado. Me entero entonces de que el tal visado está reservado a un inspector médico que, casualmente, “no se encuentra”, según confirma una jefa que aparece por allí, entiendo que alarmada por la amabilidad del personal de ventanilla que debe parecerle poco funcional. Pregunto entonces cuándo se va a “encontrar” el inspector médico (no hago notar que ese término es un oxímoron porque no quiero líos) y me responde que vuelva la semana que viene. Le digo que iré el lunes y la funcionaria jefe, que ya se ha hecho con el control de la situación, porque comprende que se encuentra ante un peligroso anarquista, me dice que el lunes no estará, que venga otro día. Intento enterarme de qué está haciendo exactamente el ausente, pero veo que eso puede acabar con un parte por lesiones y renuncio a esa curiosidad malsana. Con la mayor de las modestias, la del perro apaleado, pregunto si podría tener alguna manera de saber en qué momento podrá la ausente eminencia personarse en la oficina y realizar esa parte de su inmenso y delicado trabajo que me afecta personalmente. La funcionaria jefe aprecia reticencia en mi afán de concretar, de manera que se pone en jarras y comienza, con voz potente y ademanes de indignación dignos de un Catón, a recordarme que yo también soy funcionario y que, como debería saber muy bien, todos los funcionarios cumplen escrupulosamente sus rudas obligaciones y que el inspector ausente (lo que también es otro oxímoron, pero tampoco lo digo) es una persona muy ocupada. Le aclaro que yo no soy funcionario, sino mutualista voluntario, le digo que el inspector concernido puede ser todo lo competente que quiera, pero que no parece nada puntilloso, me temo, en eso de la obligación de presencia, como se dice ahora. La funcionaria me espeta que quién soy yo para poner en duda el recto proceder de, nada menos, que todo un inspector, y yo le digo que no pongo nada en duda, que me limito a constatar la desaparición del experto y, también, que no se le espera en las próximas jornadas, lo que, además de no ser ni razonable ni ejemplar, constituye un mal caso para que la funcionaria ejerza su derecho inalienable al magisterio moral mientras defiende la ineficiencia de sus servicios.
La cosa podría haber seguido indefinidamente pero, dado que, en el fondo, considero que el asunto es irremediable, me limito a protestar del mal servicio y a indicar que probaré suerte en otra vida. El amable funcionario inicial acude en mi auxilio (este tipo no hará carrera) y me pide un teléfono para avisarme cuando el inspector comparezca y haya podido completar el complicado estudio de mi caso. Puede que me haya salvado la tecnología, pero ya veremos, porque cabe pensar que la jefa le impida utilizar el teléfono para llamar a un móvil por aquello de la contención del gasto (modelo Sebastián).