El fútbol en auxilio

Ha vuelto la Liga en auxilio del clima irrespirable de la política. Tal vez por eso el fútbol esté empezando a cansarme. En particular, el fútbol español es un reflejo de buen parte de nuestros males más generales: abuso de posición dominante del duopolio de turno, corrupción que no se investiga, deuda insoportable, las imágenes se imponen a la realidad, y bastantes más. Por otra parte, el fútbol es una especie de versión de la filosofía del eterno retorno, de la pasividad más o menos cómplice, del desentendimiento… y mira que a mi me ha gustado y me gusta el fútbol de verdad. 
Arreglos digitales

Un poco de fútbol

Me gusta mucho el fútbol, y me da que pensar. La renuncia de Guardiola me parece un suceso casi ejemplar para entender uno de los intríngulis de esta clase de asuntos, digamos, políticos. Un día antes de que se hiciese pública la noticia un grupo de periodistas de un programa muy conocido y que vive de comentar esta clase de cosas estuvo haciendo apuestas sobre el sucesor, que si Bielsa que si Blanc, .. pues bien, ni uno sugirió el nombre del que realmente ha sustituido a Guardiola. La conclusión casi evidente es que no saben de lo que hablan, cosa  que, teniendo en cuenta que se dedican exclusivamente a esto, es bastante notable. No creo que el problema esté en que el entorno del Barcelona sea particularmente discreto, creo, más bien, que el interés de los periodistas está en dar que hablar y no en enterarse de lo que realmente pasa, que les debe parecer de poca importancia en relación con sus ideas e intereses, y así va todo. En la política y en los negocios este fenómeno es ensordecedor: el ruido de los que no tienen ni idea de lo que están diciendo impide a la mayoría hacerse una idea siquiera aproximada de lo que realmente está pasando. Yo creo que es un ejemplo perfecto de un tipo de caso tan frecuente como grave, pero tal vez exagere. 
Más y menos

En Buenos Aires

Estoy en Buenos Aires para participar en una actividad académica. Hacía más de treinta años que no había venido a esta ciudad tan hermosa y enorme. Rezuma vitalidad y cierto desorden. Se habla, más que en España, de los asuntos petroleros y en muchos telediarios quedamos como el coco. Y yo sin enterarme de lo malos que somos. Piquetes por las calles, la plaza de Mayo cerrada, una contaminación apabullante y colas en los bancos para hacer cualquier cosa son impresiones que he sacado en una primera mañana de paseante en Corte. Por supuesto se habla de fútbol, lo que, evidentemente, no me parece mal, aunque ya se sabe que le veneno está en la dosis. 

En Orio ganó Holanda

Tras las revelaciones de que la Generalidad catalana prohibió a los chavales que estaban de campamento ver el partido de la final del Campeonato mundial de fútbol en el que participaba España, llega ahora la versión orwelliana de esta censura en el territorio vasco. En un albergue de Orio, los chavales de entre seis y once años que allí se encontraban, no solo no pudieron ver el partido, sino que fueron informados de que lo había ganado Holanda (y que el gol lo había marcado Robben, tras un fallo del españolista Casillas, un tipo enrollado con una reportera feísima). Decididamente, hay muchos separatistas que son auténticos enfermos.
No es fácil entender que haya padres que entreguen a sus hijos, aunque sea solo una semana, a semejantes personajes, que los pongan en manos de organizaciones tan sectarias, tan brutalmente antiliberales. Si fuésemos una democracia normal, alguien debería hacer algo, pero ya queda dicho que entre nosotros se homologa sin ningún reparo la libertad con las cadenas.

A una semana de la fiesta española

A una semana de la hazaña española parecen haberse desvanecido los ecos de esa admirable victoria, de una extraordinaria prueba de unión y de eficacia de los sentimientos y las energías comunes a todos los españoles. Los políticos se han encargado de volvernos al estado de anomalía, al enfrentamiento y la división que solo a ellos interesa. Yo sé de sobra que fútbol es fútbol, y que hay un riesgo enorme de meterse en un charco si se trata de sacar conclusiones políticas apresuradas, pero tampoco se puede ignorar que, como decía Lenín, la política empieza inevitablemente cuando aparecen las multitudes, y apenas es posible recordar algún suceso más multitudinario que el que vivieron el domingo nuestras calles y plazas.
Los españoles no teníamos, en realidad, ningún problema con el fútbol: muchos de nuestros equipos han ganado torneos de primerísimo nivel y están a la cabeza mundial en casi todos los aspectos de este deporte. La cosa parecía distinta, sin embargo, cuando jugaba el equipo de España, y un tono de mediocre desfallecimiento, de lamento vergonzante es casi lo único que se nos venía a la cabeza al recordar las pifias y fracasos de nuestra selección en contraste con los éxitos de nuestros rutilantes clubs. La gracia del fútbol de nuestros equipos se convertía en la desgracia nacional de la selección, a veces con los mismos protagonistas, con idénticos ídolos, y un dolor sordo y lacerante se apoderaba de los que eran, a la vez, aficionados y patriotas, porque algo raro parecía pasar con España. Ese panorama comenzó a cambiar hace dos años con el cetro europeo y la evidencia de que Luis había conseguido dotar al equipo nacional de una identidad y ambición inéditas, porque la calidad era evidente en todos y cada uno de sus miembros. El cambio del vitriólico Luis al sosegado Del Bosque pudo parecer que amenazaba al nervio de un equipo en el que el técnico salmantino había introducido algunas ligeras variantes, y el mundo del fútbol, que es pasto de polémicas inagotables, se entregó con pasión a discutir sobre abstrusas doctrinas estratégicas.
El triunfo del pasado domingo se llevó esas metafísicas al limbo, donde debieran permanecer, y nos entregó la maravillosa sorpresa de un equipo que ha sabido sobreponerse a todas las triquiñuelas del fútbol, que ha sabido imponer su indiscutible calidad, su sabia manera de defender y su portentoso domino del balón, para mandar a casa a unos holandeses crecidos, muy buenos y dispuestos a emplear toda clase de recursos, futbolísticos y de cualquier otro tipo.
Su sacrificio ha permitido que, como de repente, muchos hayan recordado su condición de españoles asociada con algo de que sentirse orgullosos, con una victoria más allá de cualquier duda, nítida, limpia, honrada. España ha estallado en gente que lloraba y se abrazaba, que se ponía su bandera con orgullo, es decir que había ocurrido algo realmente extraordinario, una manifestación sensible de la unidad y el brío de una nación que ni es discutible ni está muerta o descompuesta. El maravilloso juego de los nuestros ha hecho que brote con naturalidad, y hasta en los parajes más hostiles, un españolismo limpio, sin vergüenzas, que no excluye a nadie y que cuenta con todos, una realidad que tratan de reprimir, muy en vano, políticos de campanario, personajes mediocres, almas mezquinas y necias incapaces de gozar del placer de compartir, de amar la diversidad, mastuerzos empeñados en uniformar a un paisanaje que se resiste al paso de la oca, pero que vibra con el talento, con los equipos que saben maridar el genio individual y los intereses comunes de todos ellos.
En medio de las celebraciones, de los infinitos abrazos y lágrimas de estos genios del balón, dos de ellos, un catalán de la Pobla de Segur, y un charnego de Tarrasa, se abrazaron y corrieron por el campo con una senyera, con la bandera catalana. Pronto escuche comentarios reticentes en algún medio, pero a mí me pareció un ejemplo hermoso de amor a lo propio, de homenaje a esa Cataluña que ha aportado a un importantísimo número de jugadores al equipo de todos: ¿es que acaso Cataluña no es España? Me pareció admirable que hayan hecho ese gesto con libertad y alegría, reivindicando su doble condición de catalanes y de españoles. No hay nadie que sea sólo español. España es un piélago de diversidad, como suelen serlo, por otra parte, países de extensión similar. El equipo nacional tiene, como no puede ser de otro modo, jugadores asturianos, madrileños, catalanes, navarros, canarios, andaluces… ¿A quién puede extrañarle?
Unos artistas del balón han venido a liberarnos, al tiempo, de nuestros complejos nacional-futbolísticos y nacional-políticos. Tanto el domingo como el lunes se pudo asomar a la calle una España sin complejos, sin rencor, sin masoquismo histórico, una España que no quiere disminuir sino crecer, una España de todos. Se trata de una espectáculo que la mezquindad política habitual no puede consentir, que pugnará por reducir a una ilusión, a una mentira. Las emociones en vena requieren una digestión lenta y sus efectos son más visibles a largo que a corto plazo: evidentemente no van a cesar con esto los absurdos enfrentamientos que promueven los políticos, puesto que de ellos se lucran y muchos quedarían en nada sin ellos, pero, como dijo Iniesta al acabar el partido, todavía no se sabe bien la que han armado.

Envidia del Barça

Mis lectores ya saben que soy aficionado al fútbol y seguidor del Real Madrid, aunque admiro el juego del Barça; pero admiro más la manera en que sus socios han cambiado el destino de su club. Me parece envidiable que haya habido cuatro candidaturas y que a participación haya sido tan alta. También creo que el candidato elegido es el mejor, el que más se acerca a la buena imagen que los que no somos de allí tenemos de los catalanes: listo, emprendedor, simpático, concreto, nada demagogo.

Por comparación, la aclamación de Florentino sin elecciones me parece algo lamentable. Es más, me temo que la diferencia se deba a la distinta madurez de las sociedades catalana y madrileña. Estoy muy lejos de admirar a los nacionalistas catalanes, pero es evidente que han influido en su sociedad introduciendo una cultura de defensa de sus intereses, de participación, de responsabilidad cívica que no existe de manera tan clara en el resto de España, ni, desde luego, en Madrid. En eso, les envidio.

La estrechez de los directivos del Barça

Ayer tuve oportunidad de oír a los cuatro aspirantes a la presidencia del Barça la misma respuesta, exactamente la misma, a una pregunta sobre cuál era la selección a la que deseaban el triunfo en los mundiales. Respondieron, como si del catecismo se tratara, que aquella en la que jugasen más futbolistas del Barça.
Esta respuesta unánime refleja un estado de cosas literalmente lastimoso. La disculpa oficial es que el Barça es un club catalán, lo que es obvio, y catalanista, lo que es más discutible, y que, por tanto, no se puede dar por hecho que sus partidarios hayan de desear la victoria de España, de manera que se ha de imponer el eufemismo al contestar a preguntas tan aviesas. Curiosamente ninguno de los cuatro aspirantes se ha planteado el deterioro que en su clientela pudiere suponer el voto de los españoles no catalanistas, y socios del Barça, que también los hay, o, mejor dicho, si lo han calculado, pero han deducido que son menos que los catalanistas, cosa que habría que ver, pero, sobre todo, que están obligados a tragar porque ese es el mandato políticamente correcto en Cataluña.
La verdad es que por simpáticos que te caigan los catalanes, como es mi caso, y por admirable que sea el juego del Barça, que lo es y mucho, cuesta trabajo entender tanta estrechez de miras, tanto pueblerinismo, en gentes que deberían estar acostumbradas a decir la verdad, a ser valientes, a asumir que el Barça es una sociedad plural, seguramente más que la misma Cataluña, y que a una mayoría bastante grande de sus socios les encantaría que la selección española de fútbol ganase el Mundial. Hoy por hoy, el Barça es un equipo español, digan lo que digan los aspirantes a presidirlo, juega en la Liga española, entra en la Champions como representante de España, y es querido y admirado por muchísimos españoles no catalanes, como habrá podido comprobar cualquiera mínimamente interesado en estos asuntos.
Si los independentistas se lo quieren quedar, en el improbable caso de que triunfaren, se acabarían haciendo daño, porque tendrán que inventarse una Liga catalana, ligeramente menos apasionante que la española, que también perdería mucho, todo hay que decirlo.
De todos modos, me resulta menos insoportable, esa hiper-exaltación del catalanismo político que la falta de generosidad de los directivos del Barça, esos que pusieron las mangueras al final del partido en el que quedaron eliminados tras su enfrentamiento con el Inter. Compárese esa escena miserable con lo que ocurrió en situación semejante, hace unos años, cuando el Liverpool eliminó al Chelsea: por cierto, Mouriño también estaba por allí.

La roja

Conforme a nuestro aprecio barroco por la palabrería, muchos españoles padecen una creencia especialmente boba, la de que las palabras cambian las cosas, como si no existiera el refrán sobre la mona y la seda. Otros, tal vez no tan ingenuos, ni tan descaminados, profesan la convicción de que si se consigue imponer un sistema de denominaciones, se impondrán las realidades que se consideren implicadas por ese lenguaje. No negaré la importancia de este tema, pero me gustaría llamar la atención sobre la cantidad de estupideces que se pueden cometer al amparo de una creencia semejante.
Ahora, algunos han puesto de moda llamar la roja a la selección española de fútbol, a la selección nacional de fútbol, al equipo de España, las tres maneras razonables y apropiadas de denominar al equipo que representa a España en el Campeonato Mundial de Fútbol, un torneo en el que compiten equipos nacionales. Como ahora tenemos un equipo que promete se trata, me parece a mí, de desvincular al máximo el equipo de lo que de hecho representa en ese torneo, de España, que es quien juega. Es más que probable que tras esa denominación estúpida se oculten los que no quieren ni oír hablar de España o de la nación. Lo que ya no encuentro tan razonable es que el resto de españoles que no sufrimos dolencias raras ni espasmos al oír esos nombres les tomemos la palabra y hablemos también de la roja. Me temo que, al tratarse de un eufemismo imbécil, pueda acabar teniendo éxito, pero no será con mi beneplácito.
Seguramente esos mismos que ahora enrojecen sus palabras dirán luego, si al equipo no le fuere bien, que España ha fracasado, eso con lo que sueñan todos los días, una tarea con la que colaboran entusiásticamente muchos que no debieran hacerlo, pero la estupidez tiene estas cosas.

Una lección

El señor Mourinho ha dado ayer una lección, de fútbol, por supuesto, pero una lección que vale para algo más que para ganar partidos. Tal vez me equivoque, pero me parece que lo que hace Mourinho es lo siguiente:

1. 1. Adaptarse a lo que tiene

2. 2. Simplificar los objetivos: ir a ganar

3. 3. Mejorar el rendimiento de su equipo con ideas originales, pero sujetas a los principios 1 y 2

4. 4. Convencer a sus jugadores de que eso es lo que hay que hacer, y tratarlos con rigor y afecto

Como es fácil de ver, se trata de un vademécum que también podría aplicarse a la política, por ejemplo.

El resultado es que ha ganado cuatro títulos en dos años con una plantilla que no envidiarían ninguno de los grandes equipos españoles, que ha conseguido el triplete con el Inter, eso que hizo el Barça el año pasado y que parecía imposible, y que ha ganado dos copas de Europa con equipos que no eran claros favoritos.

Ahora parece que podría venir al Real Madrid. La pregunta es si le van a dejar hacer lo que sabe hacer, o si le tenderán trampas escasamente sutiles. Es posible que el Real Madrid quiera seguir viviendo de la retórica valdanesca, de la inflación florentiniana, del poder de la marca: en ese caso Mourinho no podrá hacer nada y acabará, más o menos, como el segundo Camacho, pero dudo que se deje.

El fútbol profesional es pasto de memeces, pero también la ciencia sufre de esa plaga, por ejemplo; quiero decir que, más allá de las bobadas que se oyen a hora y a deshora, el fútbol profesional es una realidad muy compleja y que hay quien sabe entenderla y manejarla, y quienes no. Mourinho, como Capello, por ejemplo, sabe de esto, y si le dejan trabajar con una plantilla, mejorable pero excelente, como la del Real Madrid, llegará lejos. Al tiempo.

Más dura será la caída

Algunas de las reacciones de los jugadores y el entrenador del Barça después de la derrota frente al Inter, han puesto de manifiesto algo evidente, el temor a que, casi en el último minuto, se les estropee una temporada magnífica. Aunque soy descaradamente madridista, confieso que este Barça es un equipo descomunal, seguramente el mejor, no sólo de ahora mismo, sino de muchos años. Pero el fútbol es como es, y se ha hecho muy difícil mantener la hegemonía. Los del Barça deberían hacernos el favor de no excederse en la pataleta ante el caso, que tengo por poco probable, de que caigan, finalmente, ante el Inter, y/o no ganen la Liga. El fútbol es tan maravilloso como imprevisible, y bien puede pasar que un equipo mediocre, como lo es el Inter comparado con el Barça, deje fuera de juego a los que pensaban ganarlo todo. ¿Acaso no se acuerdan de lo que le pasó a su rival de siempre con un equipo de la periferia madrileña? Puede pasarles, y mejor será que se acostumbren a la idea de que alguna vez les pasará, porque esto de ser los mejores, no sirve para ganar todas las competiciones, puede llegar a no servir, incluso, para ganar ninguna.