El estudiante aplicado, versión 2.0
El duopolio
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Ser aficionado al fútbol tiene sus inconvenientes. Uno de ellos es el riesgo permanente de oír tonterías, un género en el que muchos incluyen al fútbol, sin más. Me parece que la tontería, así, en general, juega un cierto papel muy de fondo en este asunto, pero me quiero referir ahora a un concepto, digamos, más técnico de tontería, a aquello que dicen, en ocasiones, algunos periodistas del ramo, a pesar de saber perfectamente que están diciendo algo que no dirían de no mediar intereses ajenos a lo que dicen estar comentando.
Dicen tonterías y, además, mienten, pero prefiero no llamar mentira a algo que tiene muy pocas posibilidades de engañar. En manos de los profesionales de la comunicación, el fútbol adquiere un nuevo poder, funda un nuevo negocio que, lógicamente, se apoya en el principal. Deben de alimentar a la opinión y a la pasión para que se les siga atendiendo en aquellos largos momentos en el que el fútbol está ausente. Es lógico, pues, que digan tonterías, que inventen cosas, que pretendan descubrir el Mediterráneo y reescribir a cada minuto la historia. El fútbol es tan potente que los sostiene y los resiste, pero ellos inventan tonterías y las siguen alimentando como si fueran realidades, temas genuinos de conversación inteligente, más o menos.
Una de las más notables que se vienen promocionando, sobre todo entre profesionales de una determinada cadena de medios, más entusiasta que juiciosa, es la del supuesto error del entrenador del Real Madrid por no alinear lo que llaman el tridente florentiniano, es decir, por no hacer que juegue Benzemá en lugar de Gonzalo Higuaín. Es una tontería que tropieza con el hecho evidente de que Higuaín es un futbolista excepcional, un personaje que ha aguantado, a muy corta edad, la postergación frente a nombres más poderosos, y que ha dado tardes gloriosas a la afición, además de goles bellísimos y decisivos. Naturalmente que a veces falla, pero también fallaba don Alfredo o el propio Zidane.
No estoy seguro de cuál pueda ser la causa para tratar de postergar, de nuevo, a Higuaín, pero me resisto a creer que sea cosa distinta del interés. El interés puede tener varias fuentes, aunque hay una que me parece especialmente innoble, la del halago a Florentino, como si el presidente del Real Madrid solo pudiera engrandecerse por el rendimiento de sus fichajes y no por el de los jugadores heredados. De ser así, se trataría de una tontería especialmente malévola que no traerá otra cosa que disgustos, en el caso improbable de que alguien les hiciese caso. No creo que suceda. Cuando alguien se coloca, o deja que le coloquen, por encima de lo que representa, siempre aparecen diversas faunas aduladoras, pero lo que suele pasar está perfectamente descrito en la literatura clásica, y no digo más.
Me supongo, por tanto, que la razón resida en alguno de los otros dos posibles motivos: el primero de ellos, que hay que vender, que hay que hablar de algo, pero preferiría que encontrasen mejores cebos; el segundo, que tengan algo que ganar a través de intermediaciones o contratos, lo que, desgraciadamente, está muy cerca de uno de los males del periodismo que se lleva entre nosotros, no solo en lo deportivo.
Yo, ni quito ni pongo rey, pero creo que prescindir de Higuaín es, hoy por hoy, un verdadero desatino, haya costado lo que haya costado el bueno de Benzemá, que, sin duda, tiene sus forofos.
Una de las cosas más molestas que tiene la afición futbolística, tal como se vive entre nosotros, es que no le deja a uno admirar debidamente el juego de los rivales, aunque sean extraordinarios. Hablando en plata, que los que somos madridistas tenemos un permanente conflicto de conciencia a cuenta de lo bien que está jugando el Barça.
Nuestro madridismo nos lleva a desear la derrota de los azulgranas, pero como nos gusta el fútbol, no tenemos más remedio que admitir que, a día de hoy, el fútbol del Barça es infinitamente superior al del equipo de nuestros amores. Lo que ocurre es que los culés nos acosan inmediatamente con el recuerdo del reciente y doloroso 2-6 y el de otras humillantes derrotas (aquel 5-0 del dream team y otras vejaciones de las que prefiero no acordarme), y eso nos impide ejercer la grandeza de espíritu necesaria para reconocer que lo de Iniesta y Xavi es un auténtico portento.
Yo soñaba secretamente con que el Inter de Etoo eliminase al Barça de la Champions, pero ahora que no me oye nadie, tengo que decir que me alegro infinitamente de que ese fútbol maravilloso haya puesto en su sitio al fútbol rácano y marrullero que se hace en el país trasalpino. Naturalmente espero que el Madrid le gane al Barça el próximo domingo, pero porque me gusta creer en los milagros. Lo que me aterra, sin embargo, es la sospecha de que podamos estar entrando en una etapa en que la estadística ya no nos sirva de consuelo.
Este post es una respuesta ampliada al comentario de Juan en mi post anterior sobre el fútbol. Juan dice que el fútbol es “una pasión que ha venido a sustituir el instinto guerrero, conquistador y dominador de nuestra especie”, lo que “podría explicar también otra peculiaridad de la pasión mundial por el fútbol, y es que sea Estados Unidos, la superpotencia bélica, el último resquicio del planeta que parece no haber sucumbido del todo al encanto del fútbol”. Bien visto por Juan; se trata, sin duda, de una de las razones. Yo creo, sin embargo, que hay mucho más. En particular, me parece que el fútbol tiene muchas de las propiedades que se supone debiera tener el teatro, “de la vida un traslado” que decía Tirso, porque es un remedo de la vida, y un espectáculo que no se entiende del todo sin pasión, sin formar parte del asunto, que es lo que nos pasa cuando vivimos. Se parece a la vida en que es largo y breve a la vez, en que pasa por etapas completamente distintas, en que no hay nada seguro. A pesar del Barça, ahora tan crecido, no puede haber en el fútbol alguien que siempre gane a enemigos de cierto nivel, como sí ocurre en otros deportes: Federer o Woods, por poner ejemplos obvios, siempre ganarán a un principiante, cosa que en el fútbol puede fallar. El fútbol, también se asemeja a la vida, en que vive en un continuo mercadeo, en que el azar juega un papel determinante, en que hay que cooperar, es un deporte de equipo, por más que nos fijemos en los galácticos, en que, pese a las apariencias y a a los periódicos, en realidad, nadie es más que nadie.
El fútbol, como la vida, da mucho que hablar, porque cada segundo está preñado de posibilidades, aunque casi siempre queden en nada. A diferencia de otros espectáculos, como el toreo, en el que el coeficiente de subjetividad es alarmantemente alto, con perdón de mis amigos entendidos, que algunos tengo, en el fútbol hay un nivel muy alto de técnica y de objetividad. También pasa con la vida, que se parece más a un partido que a cualquier corrida. No es lo mismo darle al balón así que de otro modo, de la misma manera que no es lo mismo hacer algo hoy que hacerlo mañana: los resultados cambian.
A mí me parece que eso es lo que ha hecho que el fútbol haya podido llegar a ser tan importante, tan popular: es filosofía para princesas, sabiduría sin llanto, metafísica en vena. Todo lo cual quiere decir que también es, a veces, un insoportable pasatiempo.
Lo decisivo no es que ahora sea lo que evidentemente es, una especie de religión universal, sino que haya podido llegar a serlo, a ocupar un lugar que el resto de deportes no acaba de ocupar. De ninguna manera me parece que la clave de su éxito pueda estar en su supuesta vulgaridad. Conforme al dicho popular, algo tiene el agua, cuando la bendicen.
El sábado asistí al comienzo de
No pretendo, en esta breve nota, descubrir nada, sino llamar la atención sobre algo que cuando lo contemplas con frialdad resulta casi incomprensible. ¿Qué hace que cientos de miles de personas se emocionen al tiempo por algo que, en realidad, podríamos decir, les debiera ser indiferente? Si en el estadio consigues distanciarte de la pasión común, el espectáculo es increíble. Ves cómo se suman los sentimientos, las pasiones. Gente que no se conoce, se abraza, y personas de exquisita educación pueden prorrumpir en improperios completamente extraños al resto de su vida para con el contrario, o con el arbitro.
Es un hecho que se pueden sumar las pasiones para crear y/o fortalecer un alma colectiva. También es obvio que el fútbol tiene esa capacidad, o, mejor dicho, que se la ha ido ganando poco a poco, con esfuerzo; tal vez pueda perderla en algún momento. ¿Dónde estaba todo ese torrente emocional antes del fútbol? ¿Qué pasaría en un mundo post-futbolístico? Hay unas cuantas preguntas de este tipo que no me parece que tengan una respuesta suficiente e inmediata en la tópica al uso. Sería interesante pensar en ello, supongo, aunque con ello no habríamos hecho sino empezar. Tal vez ocurra que el fútbol tenga propiedades que no sabemos ver, al menos a primera vista, que se ocultan tras la maraña de ideas que habitualmente esgrimen los que detestan el fútbol y/o sus exageraciones. En contraste con las emociones, no está claro que las inteligencias se puedan sumar, al menos no lo hacen tan fácilmente.
De entre todos los deportes que, además, existen como espectáculo, el fútbol es, probablemente, el que resulta más parecido a la vida y, tal vez por eso, el más capaz de provocar entusiasmo y suscitar pasiones volcánicas. Hay mucha gente que pretende mantener hacia el fútbol un desdén moral e intelectual muy hondo. Sospecho que, en muchos casos, se trata de personalidades egocéntricas, de almas que han tenido el privilegio de encontrar dentro de sí esa pasión por vivir que la mayoría de nosotros buscamos fuera. Chesterton decía que una de las mayores diferencias entre el budismo y el cristianismo se manifestaba en que los santos cristianos siempre se representan con los ojos abiertos, de manera que no me extraña que los budistas desdeñen las ligas.
Estos días, tanto en Barcelona como en Madrid no abundan los budistas. Los de aquí esperamos amargarle la temporada al Barça, y estamos insomnes pensando que pueda lograr una tripleta que, para colmo de males, pudiera considerarse merecida. Desde el fin de semana, los blancos no pensamos en otra cosa que en amargarle la vida al soci y a todo lo blaugrana, a base del coraje mercenario de una coalición, ocasional y heteróclita, entre londinenses sedientos de gloria, bilbaínos deseosos de reencontrarse con una tradición ya lejana, y de los chicos de Juande, que ya sólo pueden aspirar a un único premio, partiendo de una base gris, envejecida y desdeñada por seleccionadores y gourmets. Pero, para eso, necesitamos machacar al Barça y, a parte de nuestro genio levantisco, confiar en las ganas del resto para mojarle la oreja a los que se creen mejores. Nuestro miedo no está sólo en la derrota, sino en el deshonor, en llegar a ver cómo el rival se viste con la triple corona o con alguna de sus tocas más deseadas. ¡Qué pesadilla!
Así es la vida: una mezcla de genio individual y disposición colectiva, de esfuerzo y azar, de tradición y coraje, de sabiduría y astucia, de momentos de esperanza, tensión y gloria que se alzan, graciosamente, sobre las largas horas de la normalidad.
[Publicado en Gaceta de los negocios]