Quod vitae sectabor iter?

Esta expresión de Ausonio, que traduce una vieja sentencia pitagórica, tiene una especial vigencia en el mundo de la edición, un universo en el que las tecnologías lo están poniendo todo patas arriba. Tanto los editores, como los autores y los lectores, nos preguntamos varias veces al día qué camino escoger de entre los miles de vías, senderos y trochas que se nos ofrecen de manera incesante. Mi impresión es que los únicos que saben con certeza qué es lo que deben hacer son los que tiene fuertes intereses establecidos; los demás, pero también ellos, nadan como pueden en medio de una confusión creciente alimentada por toda suerte de datos de confusa interpretación, de guerras de cifras, de iniciativas más o menos originales, de miedos y promesas.
Yo me confieso confusísimo, tal vez porque carezca casi completamente de intereses en este asunto, bien que a mi pesar. Siempre he creído que la meta a la que habría que llegar estaba clara, pero siempre he sabido también que ese Eldorado está detrás de sierras de difícil acceso, de selvas temibles, de ríos desbordados e incontrolables.
Ensayaré ahora una especie de brevísimo esbozo de lo que considero deseable desde el punto de vista de los tres actores ideales y decisivos de la presente comedia: el autor, el lector, los editores.
Los autores quieren algo que ahora se ha convertido casi en un imposible físico: ser conocidos. Ser conocido siempre ha sido algo reservado a unos pocos, aunque se supiese con certeza qué clase de cosas habría que hacer para intentarlo. Lo paradójico de la situación es que ahora cualquiera puede hacer el equivalente de aquellas cosas (tener un editor, o serlo uno mismo, hacerse propaganda, etc.) con el gravísimo inconveniente de que el número portentosamente engrandecido de autores y emisores hace que la posibilidad de sobresalir sea cada vez más remota y azarosa. Es lo que tiene la democracia, que trae mucha confusión. Además, el número, y la altísima tasa de reposición de las más variopintas especies de famosos, hace casi quimérico lograr siquiera un minuto de gloria, no digamos ser un Cervantes, un Lope o un Ortega.
La segunda cosa que siempre han querido los autores es vivir de su trabajo, y aquí ocurre otra vez lo mismo: el panorama no puede el más confuso. Nadie sabe cómo va a acabar siendo la economía de la cultura literaria en la era digital; lo único que se sabe es que será muy distinta, pero no ha aparecido de manera inequívoca una senda que pueda seguir la mayoría de los autores con la seguridad de no estar dilapidando su capital intelectual, pro llamarlo de algún modo.
Los lectores están divididos. Hay una amplísima fracción que se sigue aferrando al libro de siempre (y al periódico de siempre), es decir que todavía no se han dado cuenta de que ya están muertos. Los que no se oponen a leer en pantallas, los que, como yo, prefieren una pantallade tinta electrónica a cualquier otro soporte, están sometidos, sobre todo en España, a un régimen de auténtica escasez; los editores tradicionales se han propuesto el sitio de la Zaragoza digital, y nos tienen sometidos a un ayuno forzoso porque la oferta es inexistente, pero no ganarán los gabachos. Para los lectores en inglés la situación es muchísimo menos grave, pero dista bastante de ser normal, no digamos perfecta. Los libros siguen siendo carísimos, como si los editores tuviesen como único fin de su negocio el mantener los precios a toda costa, una política absurda que les llevará a la ruina, espero, en no mucho tiempo.
Parece como si los lectores fuésemos, en estos momentos, rehenes de una lucha titánica entre grandes compañías de electrónica y monstruos de la distribución que amenazan con destruir y comerse a cualquiera que asome la gaita, mucho más si es imaginativo, de manera que las posibles y buena soluciones están embargadas a la espera de que alguien pueda dar el golpe definitivo. El caso es que en los dispositivos lectores específicos, los e readers, lo único realmente bueno es la pantalla, mientras la navegación, el hojeo, y la toma de notas, todo lo que suele querer un buen lector, por exagerar un poco, sigue siendo una tarea de romanos.
Los editores, al fin. Creo que lo que ocurre es que, desde hace ya mucho tiempo, ya no hay editores, sino vendedores, y que no están haciendo ni el más ligero esfuerzo para comprender las oportunidades de negocio que les abre el nuevo sistema, al tiempo que siguen tratando de conservar, al precio que fuere, el momio antiguo, un momio relativo, porque muchos están quebrados, pero ahí siguen como el perro del hortelano.
Quod vitae sectabor iter? Lo tremendo es que no es fácil saber cuánto tiempo durará esta situación de espesa confusión, si es que alguna vez se acaba, que se acabará, sin duda. Me parece que la única contribución a la claridad que se puede hacer es la defensa de los valores básicos que están implicados en estos asuntos, aunque los que de verdad se defienden con denuedo, y con sofismas absurdos e indignos, son los puramente mercantiles, la lucha de los muleros contra el ferrocarril que, en España, en concreto, ayudó muy eficazmente a que nuestro ferrocarril fuese una caricatura de lo que podía haber sido. Los muleros, ¡qué carácter!

La lectura y el color

ristóteles afirmó que la vista es el sentido preferido por los humanos debido al saber que proporciona. Pese a esa vieja y fundada opinión, me temo que amemos la vista más por el placer que por el saber, aunque no sé cómo se podría decidir una cuestión de este estilo. La vista nos entrega formas y colores. Las formas han sido decisivas en el saber y en la comunicación: la escritura, la religión, la metafísica y, por supuesto, la geometría y la ciencia se basan, sobre todo en formas, en ideas. Los colores han sido menos decisivos para el saber, pero resultan irremplazables para el gusto, para la emoción y el hedonismo.
Casi desde los comienzos de la escritura se ha procurado ilustrar los libros con colores, complementar la información con emociones. Desde los Beatos a los colorines hay una línea continua que ensalza la belleza del color, la pobreza del gris, del blanco y el negro.
Esta oposición, entre la sobriedad del contraste bicolor y la sensualidad de una paleta cromática cada vez más completa, está teniendo ahora una cierta importancia, a la hora de decidir la forma más eficaz de instrumentar soportes digitales de lectura.
Hasta hace muy pocos años, los periódicos de papel eran completamente bicolores, pero los técnicos y los especialistas de marketing pensaron que el papel gris no podría competir con la televisión en color, y los diarios empezaron a rendirse a las imágenes, a poner los textos a sus píes. Ahora ya son muchos los que se sienten incapaces de leer algo que no venga ilustrado con colorines, los mismos que se sienten incapaces de ver cualquiera de las joyas del cine negro. En homenaje a esa clase de ciegos para el claroscuro, las portadas de las novelas, un género clásico del blanco y negro, se ilustran actualmente no con tipografías sino con imágenes propias del cine en tecnicolor.
Los dispositivos lectores han logrado perfeccionar mucho la técnica del papel electrónico o tinta electrónica (e-paper o e-ink), pero no acaban de triunfar plenamente porque muchos posibles lectores, fieles a esa devoción del colorín, exigen pantallas sensualmente cromáticas que, al menos hasta ahora, no se han podido fabricar con la tecnología de la tinta electrónica, tan amigable con el descanso y el bienestar de nuestros ojos. En cambio el i-pad de Apple, además de otras ventajas que pueda tener, funda su atractivo en su capacidad para actuar como dispositivo lector de libros, y periódicos, precisamente porque soporta el color, algo completamente inútil, cuando no perjudicial, para el verdadero lector.
Tras todo esto se oculta, me parece, un engaño, un equívoco muy poderoso. Las grandes ventajas de los aparatos que poseen una pantalla de tinta electrónica son dos, fundamentalmente: la primera que no cansan la vista, cosa que puede ser extenuante si se lee de manera continua, durante horas, un texto en una pantalla de PC o de una tabletcomo el iPad; la segunda es que es que se trata de dispositivos exclusivamente dedicados a la lectura, aunque los fabricantes incluyan en ellos, de forma bastante absurda, música u otra clase de cosas, en lugar de mejorar exclusivamente su eficiencia en la finalidad principal. Lo que hay detrás de todo esto, me parece, es que la sola lectura, solitaria, pasiva, maniática, está un tanto en decadencia, lo cual puede parecer un argumento tomado de los delirantes defensores de los libros impresos, pero, vamos a ver, ¿cómo se puede comparar un solo libro con miles o millones disponibles con un solo gesto soberano?

Sobre Libranda

Un importante grupo de editores españoles ha creado Libranda una editora de libros digitales que nace para publicar versiones digitales de libros ya editados en papel, y para abastecer el mercado, que va siendo ya importante, de dispositivos lectores de distintos tipos. Este planteamiento es típico de quienes piensan que la edición digital debiera limitarse a ser un segundo aprovechamiento de sus fondos, digamos, de verdad, en lugar de ser un negocio nuevo lleno de posibilidades. Lo que ocurre es que muchos grandes editores sienten a la vez pereza y miedo a lanzarse a descubrir lo nuevo, creyendo que cuando otros lo descubran ellos le sacarán al verdadero provecho, pero las cosas tal vez no vayan a ser así.
Su fondo será de inicial de alrededor de 2.000 títulos. El proyecto, para ser de editores grandes es de tamaño ridículo (en España se editan anualmente más de 100.000 títulos). La plataforma no venderá directamente al público, ya que su intención es respetar «la cadena de valor del libro promoviendo la labor cultural de los autores y agentes, de las editoriales y de las tiendas en internet». Los libros se comprarán a través de las páginas web de las grandes cadenas de librerías (El Corte Inglés, Casa del Libro y FNAC, entre ellas), de tiendas especializadas en venta de libros electrónicos y de una decena de librerías de toda España. Esta cifra irá aumentando en las próximas semanas porque ya hay más de 70 establecimientos interesados. Libranda pretende ignorar que la tratar de forzar el mantenimiento de la librería tradicional es un empeño bastante absurdo (especialmente para vender e-books), pero esta táctica del avestruz no suele dar buenos resultados.
Los libros de Libranda serán entre un 20 y un 30 por ciento más baratos que en papel, es decir muy caros, renunciando así a la expectativa más sugeridora de la edición digital, a saber, que el precio barato disuada de la copia (como ningún particular ha fotocopiado nunca un periódico, ni una novela). Las ediciones digitales deberían ser mucho más baratas, porque eso es lo que reclama una tremenda disminución de costes, la idea del long tail, y el beneficio basado en obras de venta muy continuada y en un mercado enorme y, en cierto modo, único.
En Libranda creen que el papel y el e book convivirán pacíficamente durante mucho tiempo. Yo más bien creo que desean que así sea, pero no me parece que vaya a ser el caso (aunque siempre se puede discutir qué es mucho).La única ventaja que le veo a Libranda es que presionará para que el IVA de libros digitales sea también del 4%, como el de los libros de papel. Libranda dice que contará con unas medidas de seguridad «importantes» y las descargas de cada título sólo se podrán hacer en doce dispositivos, seis de ellos fijos y otros seis móviles. Yo creo que esto es un error de libro (de papel o digital, me da igual).
En definitiva, Libranda es un empeño de los grandes editores españoles para mantener el negocio en su estructura actual, lo que es un error de miopía. Se trata de un objetivo que no podrán alcanzar, aunque les interese estirarlo cuanto puedan.

Acaba de aparecer

Ya está a la venta en Luarna el último libro que hemos publicado al alimón José Luis González Quirós y Karim Gherab Martín. Se titula Tecnología y cultura. La larga sombra de Gutenberg. Se ha editado como libro electrónico, y se vende al precio de 6,50 euros, bastante asequible; aunque creamos que este tipo de libros debiera ser todavía más barato, hay que reconocer que el editor se ha esforzado en facilitar el acceso a la obra con un precio realmente muy atractivo. El libro interesará mucho a cualquiera que esté interesado por el desarrollo de la cultura digital, por el porvenir de la lectura, y por los supuestos problemas existentes entre la tecnología y la cultura.
Se edita en formato e-pub, que permite su lectura en cualquiera de los e-readers de tecnología de tinta electrónica que hay disponibles en el mercado. Para quienes quieran abrirlo en un ordenador normal hay que bajar, de manera gratuita, una aplicación llamada Adobe Digital Editions de la página de Adobe, de manera que el texto se puede leer en la pantalla normal de un PC con toda facilidad.
Nos gustaría que lo leyeseis y que hubiese algo de polémica. ¡Ánimo!

La religión del papel

En los años, casi juveniles, en que me dio por ser editor, trabajaba con un imprentero, lamentablemente ya fallecido, del que llegué a ser amigo. Era un tipo irrepetible porque era un loco, digamos, cervantino, es decir, perfectamente sensato y caballeroso, salvo cuando se le hablaba del papel; entonces entraba en trance y se veía perfectamente que, para él, el papel era lo importante y que, en comparación con el papel, lo que pudieran decir los libros era una fruslería. Pese a esa locura, le profesaba un enorme afecto porque era una bellísima persona.
Me acuerdo muchísimas veces de mi amigo Enrique cuando escucho las jeremiadas de los defensores de la imprenta y del papel como algo equivalente a la ciencia, la cultura y la libertad. Todas las técnicas poderosas han suscitado rechazos, y han procurado revestirse de respetabilidad. Una de las objeciones de fondo a la lectura digital, y a los aparatos que la facilitan, ha sido la supuesta existencia de determinadas dificultades para la lectura sobre pantalla, ignorando deliberadamente que la tecnología de tinta electrónica no produce cansancio alguno a los ojos; ese argumento, si pudiéramos llamarlo así, se suele adornar con diversas pamemas fisiológicas y semióticas sin mayor fundamento, como si el entendimiento, la sensibilidad, la reflexión y el espíritu crítico, que son las cualidades que ennoblecen la lectura, hubiesen aparecido en el mundo gracias a Gutenberg.
No hay más remedio que sospechar que el verdadero quid de la cuestión está en el interés por forzar la supervivencia de unas industrias acabadas. Además, se confunde un libro con un objeto, ignorando que los libros no son un mero mazo entintado de páginas, sino un conjunto de argumentos, de metáforas, de discursos.
La edición encontrará su papel con enorme claridad en el mundo digital, porque no se limitará a producir copias de una determinada composición en páginas y en tipos, sino a enriquece el libro con todo lo que enriquecerá su lectura, su comprensión, con lo que sea capaz de iluminar su significado y su influencia en cada momento. Los clásicos revivirán porque siempre habrá estudiosos dispuestos a editarlos, sin que se necesite el aval de un agente mercantil que calcule el coste de la impresión, el marketing y la distribución de lo que ya será para siempre su obra, no la del autor.
Ignorar las posibilidades que se abren a la edición, en el sentido propio y no mercantil del término, es un error imperdonable. Las perspectivas que se abren asustan, porque vemos cómo se desmorona un edificio de varios siglos, pero hay que perder el miedo a que las autorías se disipen, a que los escritores no puedan vivir de su oficio. El derecho principal de los autores es el derecho a ser leídos, y su remuneración no hará sino crecer en el nuevo entorno digital, que puede y debe aspirar a ser mucho menos mediatizado que el de la imprenta. Los dispositivos dedicados a la lectura han llegado para quedarse, aunque se desgañiten los agoreros, incluso en esta España tan propicia a las leyendas y que, a veces, parece tan desatenta a los argumentos esenciales.

Lecturas, libros y sabios

A través de una cita en libros&bitios, el blog de José Antonio Millán, he vuelto a releer un par de textos de Savater y de Rico sobre la educación y la lectura. Pese a que han sido editados con algún descuido, los dos textos son de gustosa lección. Tienen esa condición poco convencional que siempre se encuentra en las ideas de los que piensan por su cuenta. Hay en ellos, sin embargo, alguna leve reticencia hacia el texto digital, especialmente en el de Rico, que seguramente no ha satisfecho suficientemente la intención del editor (Santillana, 2009). De hecho, Millán cita una afirmación de Rico que abona una interpretación tópica sobre las curiosas virtudes del papel, cuando se trata de libros.
Muchos autores han creído ver en la lectura digital una serie de riesgos inevitables, alguna forma de decadencia intelectual, una pérdida. En mi opinión esta forma de ver las cosas se basa en una confusión que el paso del tiempo despejará por completo, aunque será el futuro quien tenga que sancionar definitivamente esta cuestión. Lo más común es afirmar que la lectura digital dispersa la atención, evita el abismarse en una trama, impide la lectura concentrada. Nos parece que esa dispersión, en la medida en que se dé, no es nada muy distinto a lo que se experimenta cuando se está en una buena biblioteca en la que se nos facilita el acceso directo a los estantes. Por lo demás, como subrayan tanto Rico como Savater, dista mucho de estar claro que el orden sea la principal de las virtudes cuando se trata de lectura privada, y tampoco es evidente que la dispersión sea siempre negativa en materia de lecturas, al menos en ciertas fases del desarrollo. Sin embargo, cuando se trata de la forma de leer que se requiere para la investigación y el estudio, cualquiera que niegue las ventajas del entorno digital debería mirárselo, como dicen en Cataluña. Cabe recordar, a este respecto, que, como señaló Stillman Drake, en sus inicios, la imprenta tuvo más impacto en los círculos intelectuales ajenos a la universidad, que dentro de ellas, porque los profesores de éstas eran reticentes inicialmente a abandonar sus ideales medievales, y su apego a los manuscritos. Como verán, hay cosas en la historia que tienden a repetirse.

Día del libro

Según la tradición, más fuerte en Barcelona que en Madrid, me parece, el 24 de abril es el día del libro. Esto de celebrar “días de” es un recurso que se emplea, sobre todo, para promover causas que, por alguna razón, se supone que debieran suscitar más entusiasmo del que de hecho suscitan. No hay por ejemplo un día del dinero, o del fútbol, me parece que no lo necesitarían. El día del libro, en concreto, es un buen momento para practicar el fariseísmo cultural, que es una de las especialidades de la hipocresía que tiene mejor prensa.  
Ahora se habla mucho de la crisis del libro y de la crisis de la lectura. Hay quienes, opositores a cualquier clase de cambios, ven en la tecnología, y, en especial, en los e-book o libros electrónicos, la causa universal de todos los males, una nueva barbarie. Tienen razón, desde el punto de vista de sus intereses, porque suelen defender un negocio que muy pronto va a desaparecer y que, en cualquier caso, no conocerá ya más días de gloria. Me refiero, como es obvio a la edición en papel, a la mercadotecnia de los best-seller, a la promoción de vistosos objetos con letra gruesa, destinados generalmente a los que apenas leen, si no es a impulsos de la propaganda.
Se equivocan gravemente en sus diagnósticos. El peligro para la lectura no está en la tecnología, sino en la ignorancia, en la mala educación, en el atontamiento general de esos públicos que se sienten obligados a leer libros como si fuesen noticias o signos de  una moda, culta, por supuesto.
La lectura se está convirtiendo en una posibilidad infinita, barata, riquísima, gracias a Internet y a pesar de la imprenta. No hay que tener ningún miedo a que se pierda nada valioso, aunque no creo que se vayan a poder evitar las plagas, suecas o de otro tipo, porque los mercaderes no suelen tener nada de tontos y aprenderán, más pronto que tarde, a conquistar estas nuevas posibilidades, pero cualquiera que quiera aprender y no perderse nada de lo que considere esencial, lo tendrá más fácil que nunca. 

Descubriendo la lectura profunda

Pese a que uno sea un mediano lector, y pese a haber dedicado algunas horas a pensar en la lectura, debo reconocer que me sobresalto cada vez que leo las reflexiones de Joaquín Rodríguez sobre la “lectura profunda”, un tipo de lectura, la verdad, cuya naturaleza no acabo de captar, ni siquiera superficialmente. Dice nuestro autor que es “la lectura que Proust practicaba y a la que su escritura invitaba” (bella aliteración, pardiez) y que es “aquel tipo de lectura que caracteriza más apropiadamente nuestro intelecto: el razonamiento inductivo y deductivo, ciertas competencias analógicas, el análisis crítico, la reflexión, la penetración y la agudeza intelectual”. ¿A que impresiona? Yo estoy de acuerdo con que haya que caracterizar apropiadamente al intelecto, y, sin embargo, esta enumeración me deja perplejo, estupefacto. Yo creo que al propio Rodríguez tampoco acaba de convencerle un rosario tan variopinto de cualidades, porque inmediatamente aclara que “el libro, el texto encuadernado entre dos cubiertas, es un tipo de tecnología que ordena el significado linealmente confiriéndole estabilidad, un tipo de tecnología que demanda la atención y la concentración del lector en un acto de íntima entrega dedicado a descifrar las capas acumuladas de sentidos y significados”. Lo de la íntima entrega puede sonar un poco rijoso, pero hay que reconocer que es una metáfora molona.

¿Querrá esto decir que no lee el lector sino el libro? Rodríguez advierte de que con la lectura digital, “se cae en ciertas añagazas y trampas inherentes a la cultura digital: el énfasis desmedido en la inmediatez, en la sobrecarga y sobreabundancia indiscriminada de la información, en un tipo de cognición condicionada o intermediada solamente por medios digitales que implica o promueve la velocidad desalentando la reflexión y la deliberación propia de la lectura profunda”.

Yo mismo empiezo a tener dudas de haber entendido un texto de Thomas Nagel que acabo de leer en un formato digital, aunque, a decir verdad, creía que sí, pero ahora ya no estoy cierto. ¿Tendré que comprar la tecnología de papel correspondiente para entender las sutilezas del filósofo norteamericano? ¿Habré entendido con la debida profundidad las ideas de Rodríguez, puesto que no he tenido la preocupación de encuadernarlas? No se crean que Rodríguez habla de memoria de estas cosas, porque siempre procura estar al día, y no hay cosa que se le escape, aunque temo que eso le distraiga de su degustación celulósica de Proust. Ahora aduce un texto de Maryanne Wolf, en “The importance of deep reading“, que, al parecer, está muy en su línea, una ensalada entre Proust y la configuración, por supuesto que también profunda, de nuestras redes neurales; ya se ve que no estamos ante prejuicios sino ante puritita ciencia. Lo dicho, no se les ocurra leer un e book y, mucho menos, que caiga en manos de sus niños. Como remacha Rodríguez no se trata “de un cambio de formatos o de soportes, sino de una transformación cognitiva de primer orden”.

No sé qué más decir, salvo que quedan advertidos.

Un tablet para un milagro

Llevamos unos días en un sinvivir a la espera del nuevo artilugio, del archifamoso tablet de Apple. Si no fuera que los avispados genios de esa empresa, empezando por el superlistísimo Jobs, han hecho antes diversos milagros, diríamos que peor será la resaca, que nunca un aparato resolvió nada. Apple apuesta siempre por algo distinto a un mero aparato, por una forma de relacionarse con la información que nos interesa, con las diversiones, incluso con lo que necesitamos. Parece una actitud correcta por oposición a otros que, como Nokia, marean al consumidor con cosechas enteras e incesantes de dispositivos perfectamente indistinguibles, salvo para los ingenieros.

Yo creo que, pese a la imaginación de Apple, la única novedad que ahora sería realmente asesina es un dispositivo capaz de servir como lector y con un nivel alto de interactividad, pero con tinta electrónica en color. Mientras no exista esa posibilidad de lectura, todo lo que tendremos es un nuevo portátil, de una u otra forma, pero un portátil. Y es que lo que se necesita verdaderamente es dispositivos lectores de mayor calidad e interactividad y, sobre todo, de servicios más eficaces y accesibles, de buenas ediciones, de algo que merezca la pena leer, que mejore realmente la mayoría de las cualidades del libro tradicional y sea, además, barato.

El valor se mueve hacia lo escaso

Manuel González Villa me había advertido sobre el extraordinario texto de Mike Shatzkin en relación con el futuro de la edición, la lectura y el libro, un examen del futuro que todos los lectores de este blog debieran leer, en inglés o en español, mejor hoy que mañana. Coincido completamente con sus ideas, especialmente con la afirmación de que, en realidad, no sabemos bien cómo van a ser las cosas, aunque sí sabemos que no van a ser igual que ahora. Sus ejemplos de cómo han cambiado tantas formas habituales de vivir, viajar o hacer cualquier cosa en periodos de veinte años son especialmente brillantes e iluminadores.

Me parece que muchos lectores del texto se quedarán aterrados o, al menos, atónitos, pero eso sólo quiere decir que mucha gente vive hoy como ayer, sin darse cuenta de que mañana ya no va a ser lo mismo. También habrá quienes puedan ver a través del texto un futuro muchísimo más atractivo, precisamente porque está lleno de interrogantes, pero también porque habrán desaparecido muchísimas limitaciones que hasta ahora eran insuperables.

Me parece que el concepto clave es el de escasez, una idea estrechísimamente relacionada con la economía. La escasez siempre ha servido para producir valor, o, tal vez mejor, para incrementar el precio y la ganancia, pero ese tipo de escasez va a acabar por desaparecer; lo extraordinario es que ahora habrá un nuevo tipo de escasez valiosa, pero con un valor, por así decir, intrínseco. Esa es la diferencia esencial entre los bienes culturales y los materiales: los primeros se pueden multiplicar sin pérdida. Shakespeare o Cervantes o Leibniz nunca han perdido valor por ser muy conocidos, pero, en muchas ocasiones, las mejores ediciones de esos autores eran muy valiosas, en el otro sentido, por ser escasas. Eso se va a acabar, se está acabando ya.

El valor estará en lo escaso, es decir en lo muy bueno, pero los ejemplares (o las descargas, o las licencias) se podrán multiplicar sin ningún problema, y por esta vía empezará a resolverse el problema de la selección, la acreditación y la calidad de los millones de textos huérfanos que ahora circulan por Internet, enteramente a la deriva. Hay mucho trabajo para los editores (que dejarán de ser meros apéndices de los imprenteros y serán coautores) y muchísimo campo para la escritura; la distribución ha dejado ya de ser problema, y el marketing hay que inventarlo pero los costes serán muchísimo menores que lo que ahora es corriente, aunque el período de transición vaya a ser largo y luctuoso.

Shatzkin pone muchos ejemplos, pero hay uno especialmente pertinente para lo que quiero decir: en Scribd los autores se quedan hasta con el 80% de los ingresos que se producen por su obra, lo que implica, sin duda alguna, que les va a compensar que su obra se venda, o se licencie, barata porque eso multiplicará indefinidamente sus posibilidades de ingreso.

La residencia en la nube, la abolición de las restricciones del formato único, que se pueda prescindir del disco duro local, y la gran diversidad de dispositivos lectores harán, como muy bien dice Shatzkin, que se inútil y absurdo empeñarse en esa especie de cinturón de castidad que son los DRM. Ya no habrá copias, solo originales y lecturas. Nadie podrá ser perseguido por hacer una copia ilegal, porque nadie tendrá necesidad de hacerla cuando almacenar sea una cosa enteramente absurda (aunque quede todavía un poco). Como dice Shatzkin no habrá compras de documentos sino suscripciones, pero tendremos que pensar muy bien a qué nos suscribimos.

[Publicado en www.adiosgutenberg.com]