El chirimbolo

El alcalde de Madrid, solo o en compañía de otros, ha perpetrado una insigne fealdad en forma de chirimbolo en mitad de la ya desdichada Plaza de Castilla. Se trata de un artilugio feo y que, al parecer, se niega a hacer lo que se supone le daría cierta gracia, o sea, que no se mueve. Si el alcalde hubiese preguntado a los madrileños sobre el proyecto, como lo ha hecho el de Barcelona sobre la Diagonal, se habría llevado un buen susto, mayor quizá que el del catalán, pero como les pregunte sobre el resultado puede haber más que palabras.
En las ciudades como Madrid y Barcelona existe una curiosa dialéctica entre las ideas del consistorio y los intereses y los gustos del vecindario. A veces, ese disenso se limita a divergencias de orden estético, pero en ocasiones la cosa va a más. En una época de forzadas austeridades presupuestarias, las alegrías estéticas de los alcaldes son especialmente cabreantes, sobre todo si son feas de narices.
La cuestión de fondo es que los ayuntamientos van a tener que hacer una de estas dos cosas o, muy probablemente, las dos al tiempo: reducir sus bienes, servicios y jolgorios, y subir los impuestos al vecindario. Toda esa inmensa variedad de servicios sociales y culturales que muchos ciudadanos ni siquiera sospechan, está en el aire, y tal vez no sea para mal. Los ayuntamientos no deberían empeñarse en una imagen de la ciudad que les lleve a la megalomanía. Si de paso dejasen de hacer mamarrachadas como la del horrible chirimbolo de la Plaza de Castilla, pudiera ser que la crisis acabe teniendo algunas ventajas.