[Una locomotora de Renfe y otra de Continental Rail, una de las primeras compañías privadas de transporte de mercancías en España, esperando destino en la estación de mercancías de Valencia]
Entre españoles es corriente cierta disonancia a la hora de valorar lo que nos es propio. Existe el derrotismo, que tal vez sea un fruto especialmente tardío de nuestra leyenda negra, pero también existe la petulancia, muy frecuentemente disfrazada de objetividad. El terreno en el que esta última se aplica más a fondo es el del ámbito inmediato, el localista, la manía identitaria que nos arrebata por todas partes. Contra lo que pudiera parecer, no es un vicio nuevo. En nuestra mejor literatura, en Cervantes, en Galdós o en Baroja, se encuentran muestras abundantes de la sorna con la que retratan las pretensiones fantasiosas y estúpidas de tantos personajes seguros de que nadie es mejor que él y que los suyos. La moderna plaga del nacionalismo ha conseguido una socialización de ese sentimiento estúpido con el apoyo de la clase política, siempre interesada en el halago productivo. La retórica de ZP está fortísimamente inspirada en la convicción de que la adulación es políticamente muy rentable.
Poseídos de convicciones de este tipo se puede ir por el mundo haciendo el ridículo sin apenas caer en la cuenta, y se pueden contar esos viajes al vecindario como si el mundo se hubiese quedado suspendido y boquiabierto ante tanta brillantez, ante tamaña elocuencia. A parte de la vaciedad absoluta de esa clase de sentimientos, su peor consecuencia reside en que contribuyen a que la mejora de las cosas se haga imposible. ¿Para qué vamos a modificar nada si somos los más avanzados, los mejores, los líderes indiscutibles del asunto?
Últimamente me llama la atención la frecuencia con que aparece la afirmación de que nuestro ferrocarril es el más avanzado del mundo: los vehículos más modernos, las líneas mejor diseñadas, las estaciones más funcionales y un sinfín de virtudes más. Resulta realmente inverosímil que se diga tal cosa cuando estamos a la cola del mundo en el transporte de mercancías (que debería ser la primera de las obligaciones del ferrocarril en España) o cuando gastamos fortunas en construir estaciones pretenciosas en las que nadie toma un tren. En Inglaterra han unido Londres con París en menos de diez años y aquí no hemos acabado de llegar a Barcelona (aparte que casi se nos hunde) y ya llevamos una docena. Este tipo de baladronadas se destruye con cálculos elementales, pero el personal que no quiere que un dato le estropee sus ensoñaciones se siente feliz sabiéndose parte de la mayoría.