Un hombre empapelado

Apenas conozco a Jesús Neira, pero, por lo que he leído sobre él, y de él, me parece una figura un tanto trágica. No concuerdo con casi ninguna de sus opiniones, me refiero a las que ha expresado públicamente, pero hay una cosa que ha dicho con la que tengo que estar enteramente de acuerdo. Me refiero a su observación sobre la absurda forma en que funciona la justicia en España: los casos graves mueren de viejos en los tribunales, pero apenas ha bastado una semana para juzgarle por un delito menor, cuya gravedad él discute con argumentos que seguramente servirían para no condenarlo, de no ser Jesús Neira.
Su ascenso al estrellato no presagiaba nada bueno, y fue una muestra fehaciente de la frivolidad general en la que se mueve tanto la vida pública como el conjunto de los medios de comunicación. Se hizo de él un héroe por razones equívocas, y enseguida empezó a sufrir ataques por lo intemperante de sus opiniones sobre cualquier cosa. Se trató de un caso más de la increíble costumbre española de preguntar a los nuevos famosos sobre los asuntos más inverosímiles. Neira, que es profesor de Teoría del estado, o algo así, empezó a pronunciarse sobre lo divino y lo humano, y dijo algunas cosas sobre nuestro sistema político que molestaron los delicados oídos de algunos gerifaltes que, inmediatamente, ordenaron la caza y captura de un personaje tan poco convencional. Los perros guardianes de lo establecido comenzaron a morder, y él no supo guardar las distancias. Ahora se le ha condenado con celeridad por romper uno de los nuevos mitos morales, por una conducta supuestamente temeraria en la carretera.
No sé si será el final de una figura pública tan endeblemente construida, pero siento piedad por una persona real tan maltratada en el éxito y en la adversidad.
El caso Neira es un retrato de nuestra endeblez moral, de nuestra hipocresía, de nuestra infinita frivolidad política y, como no, de la ignorancia reinante.

Grados de maldad

Las películas sobre los errores occidentales en Irak, o, cómo algunos dirían, sobre los crímenes de Bush, son muy abundantes, porque más numerosos son aún los que desean manifestar, sin ninguna restricción, la limpieza de su alma, que ellos son mejores, y que jamás harían nada que atentase a su exigente código moral. Se trata de una viejísima costumbre de las personas decentes, que no son capaces de contener su indignación moral.
Bueno. Pues una de las muchas críticas al payaso de Bush que se pueden ver en la pantalla, es una excelente película de un personaje al que raramente se podría poner de ejemplo de casi nada, pero que suele hacer buen cine. Me refiero a Polanski y a su casi excelente El escritor. Digo que es casi excelente, porque siendo una cinta que mantiene el interés de la intriga, y que está estupendamente rodada, peca de un exceso de simplificación en la solución final, que no cuento para quien quiera verla. Uno puede admitir que la CIA tenga pocos escrúpulos y que, de vez en cuando, haga de las suyas, pero me parece que el caso excede un poco a lo que se podría considerar razonable en cuanto a la maldad.
Ya sé que la CIA no debe gozar de presunción de inocencia, pero tal vez pudiéramos repartir un poco más equitativamente las cautelas a la hora de juzgar a unos y otros. No creo que nadie pudiera escoger a Polanski en función de su ecuanimidad y de la autoridad moral que emana de su conducta y, pese a ello, le concedemos el beneficio de la duda en el caso que se trae con los jueces norteamericanos (que tampoco son exactamente el payaso de Bush).
Hay un momento central en la película en la que el protagonista se defiende vibrantemente haciendo notar que nuestras democracias propenden a perseguir a sus líderes y a santificar a sus enemigos. Algo hay de eso cuando abundan los que pretenden perseguir a Blair (que es modelo en el que se ha fijado el guión), o a Aznar, sin haber dicho una sola palabra contra las atrocidades de Sadam, de los talibanes, o de los Castro. Esta es la ventaja de nuestras democracias, que podemos oír sus argumentos y pedir cuenta a los que se han propasado en algún aspecto, porque es bueno buscar la perfección, y no perder nunca de vista las obligaciones de quienes nos gobiernan, pero sería dramático que nos olvidásemos del riesgo de que esa paja en nuestro ojo nos impida ver la viga en el ajeno.

Por su interés, transcribo integro el Editorial de La Gaceta del día de hoy:


Este Gobierno que tan esquivo se muestra a la hora de explicar el rescate del Alakrana, que, incomprensiblemente, intenta que interpretemos como un éxito, tiene, al parecer, bastante que ocultar porque en su momento se embarcó en operaciones encubiertas que, muy lejos de salirle bien, acabaron de manera completamente esperpéntica.

Según revela hoy LA GACETA, en abril de 2008 y tras el pago del rescate por el Playa de Bakio, el CNI, entonces bajo la experta batuta de Alberto Saiz, trató de imitar la acción de castigo ejecutada por fuerzas francesas, apenas unas semanas antes, a consecuencia de la captura de un yate de recreo. No se puede leer la noticia sin experimentar una intensa sensación de sonrojo.

Nuestro Gobierno parece haber caído en la costumbre de ocultar cuanto realmente hace tras una espesa capa de literatura idealista. El caso que nos ocupa no se puede considerar como una anécdota más en la larga relación de chapuzas de este Gobierno. Resulta que mientras la vicepresidenta se empleaba a fondo para explicarnos las habilidades de la diplomacia española, unos agentes bastante especiales se dedicaban a formar una banda de la porra para recuperar el dinero entregado.

Es absolutamente intolerable que un Gobierno que pone toda clase de pegas a la actuación de la fuerza legítima, y que es capaz de ridiculizar a nuestros soldados obligándoles a confesar que son incapaces de acertar a una lancha desde un helicóptero se atreva, al tiempo, a organizar una especie de GAL somalí para vengarse por lo bajinis de las afrentas de los piratas. Por lo visto, a este Gobierno únicamente le preocupan las víctimas de las que puedan hablar los periódicos, y le traen al pairo las muertes, si se puede librar de que nadie se las atribuya. Se trata, como es obvio, de un ejemplo más de la política de plena trasparencia a la que nos ha acostumbrado el Gobierno que nunca iba a mentir. ¿Cómo es posible que se renuncie a las acciones militares, perfectamente legítimas, y en cuya preparación invertimos cuantiosas partidas presupuestarias, para poner en marcha chapuceras maniobras ilegales que, además, suelen tener un final tan ridículo como el que han tenido?

Este Gobierno está tan completamente condicionado por la propaganda contra la guerra que agitó de manera absolutamente hipócrita e irresponsable contra el PP, que es completamente incapaz de dirigir con mano firme la acción de nuestras Fuerzas Armadas cuando están en juego los intereses nacionales o las vidas de nuestros compatriotas. Todavía habrá algunos ingenuos, o bobos, que piensen que la razón de fondo está en ese supuesto pacifismo que pretenden promover, como muestra de su superior condición moral. Sucesos como el que hoy relata este periódico dejan al descubierto la doble moral del Ejecutivo y su absoluta falta de respeto a cualquier forma de legalidad. No ha habido ningún inconveniente, por ejemplo, en eliminar somalíes, con el riesgo cierto de matar incluso a inocentes, dado el método de castigo elegido, cuando se ha podido esconder la mano suficientemente a tiempo.

Es inevitable recordar el GAL, por el empleo de mercenarios, por la absoluta falta de escrúpulos y por la forma chapucera de ejecutar la operación que, finalmente, se ha puesto al descubierto. Ahora aparecerán también los garzones dispuestos a lavar las manchas del Ejecutivo para que este GAL con chilaba se convierta también en una maledicencia, para que no se pueda mancillar la figura intocable de nuestro príncipe de la paz.

La paradoja del (político) mentiroso

Una de las más celebres paradojas lógicas lleva precisamente el título de esta columna. Se pueden dar muchas versiones de ella, pero tal vez la más breve sea la siguiente: ¿debe creerse a quién diga que está mintiendo? Si miente, dice la verdad, puesto que miente, y, si no miente, está mintiendo, puesto que no dice la verdad. Los lógicos se las han arreglado para librarnos de la paradoja con algunas técnicas no demasiado complejas que dan lugar a problemas llenos de intriga e interés; en teoría, se sabe, por ejemplo, cómo reconocer la verdad cuando se habla con dos personas, una de las cuales miente siempre y otra siempre dice la verdad, sin que sepamos quién es quién, con solo hacer una única pregunta a cualquiera de ellos. Lo lastimoso del caso es que ninguna de estas reglas nos sirve de gran cosa cuando nos encontramos con que los mentirosos son legión, y con que el hábito de la mentira no tiene ninguna sanción social.

Los españoles nos hemos acostumbrado con enorme facilidad a la mentira; no creo que se trate, con todo, de un fenómeno reciente, aunque sí me parece que ha llegado a ofrecer características extraordinariamente graves. Los españoles aceptan la mentira porque no son suficientemente valientes para exigir la verdad, para rebelarse contra el que impone la patraña. No es el afán de ser engañado, sino el miedo a no sobrevivir si se lucha porque la verdad se abra paso, lo que explica la favorable acogida de la mentira y de los mentirosos en la política española.

Aunque tuvo que ser un excéntrico inglés el que formulase la idea de que, para estar seguro del significado de algo, “lo importante es saber quién manda”, esa regla de comportamiento viene siendo cosa corriente entre nosotros de manera secular. Antes de que Lewis Carroll imaginase tal respuesta de Humpty Dumpty a la ingenua Alicia, los profesores de la Universidad de Cervera ya se habían postrado ante Fernando VII diciéndole aquello de “lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir”, que ha traído el “trastorno de imperios y religión”. Los sabios catalanes de Cervera expresaban de modo magistral la paradójica afición a la mentira, a la hipocresía y al disimulo, que ha hecho fortuna en la sociedad española. Se trata, por encima de todo, de mantener el orden, de que no haya ningún listo al que se le ocurra decir algo que pueda poner en riesgo el régimen imperante.

Sé que el lector podrá poner otros miles de ejemplos de su propia cosecha, pero déjeme que le recuerde dos de los más recientes y notables ejemplos de mentira coronados por el éxito social y político. El ministro Rubalcaba, un auténtico maestro en el ejercicio de la hipocresía, pasa por ser uno de os políticos más inteligentes de España porque, casi sin querer, identificamos la inteligencia con el poder, como si los necios no pudiesen ser poderosos, y el poder con la capacidad de decir la última palabra, que, al parecer, es de lo que se trata: su reconvención al Tribunal Constitucional para que no se oponga a un parlamento es digna del mejor Goebbels. El presidente Zapatero, por su parte, no ha tenido jamás el más mínimo rubor para afirmar, sin apenas descanso, cualquier cosa y su contraria, convencido como está de que la realidad no existe más allá del horizonte de su conveniencia.

Alguno podrá pensar que la mentira y la sumisión tengan poco que ver, pero no es fácil explicar la mansedumbre con la que los españoles aceptamos que se nos engañe. Entre nosotros la expresión político sincero, alguien capaz de reconocer sus errores y sus limitaciones, puede ser un ejemplo clarísimo de oxímoron. Nuestros políticos nos mienten porque nos desprecian, y la prueba de que aciertan es que les seguimos dando lo único que necesitan de nosotros, nuestro voto esclavo de unas convicciones en las que nadie que no sea un completo memo puede creer a pie juntillas.

No debiera de extrañarnos la situación porque somos herederos un larguísimo período de autoritarismo. Tras el breve paréntesis de libertad que supuso la transición, nuestros presidentes han mostrado una peligrosísima tendencia a la autocracia apoyada por el disimulo general y por la venia con la que se despachan las mentirosas proclamas de democracia. Debiéramos ser conscientes de que solo con un mínimo de libertad de opinión y de respeto a las reglas del diálogo civilizado puede tener futuro un ideal político que, al menos entre nosotros, está en grave riesgo por todos los flancos. La mentira política nunca circula sola; se acompaña de la mentira financiera, de la mentira judicial, de la mentira periodística: un paisaje surrealista que es el que ahora se divisa. Es una desgracia que la mayoría de los españoles piensen que la democracia consista en que ganen los suyos y que, si es para ese fin, se dé por válido cualquier disparate. Las ovejas son mansas porque siempre se creen aquello de que viene el lobo; por eso el pastor se las arregla con un cayado y un perro viejo.

[Publicado en El Confidencial]