Un PSOE a la deriva

Las situaciones más complicadas a las que se enfrenta cualquier organización tienen que ver con lo que se suelen llamar cambios de escenario. El PSOE se enfrenta tras la derrota electoral reciente a una situación inédita en su historia, a un espectacular retroceso electoral que puede extremarse en las próximas elecciones andaluzas. En este contexto no resulta extraño que la organización política haya apostado por la elección de un dirigente tan veterano como Rubalcaba, un gesto conservador para tratar de tapar las grietas de la nave a punto de quebrar y comenzar una recuperación política de su capital desde bases sólidas y seguras. La sorpresa no ha sido, pues, la apuesta por el liderazgo de Rubalcaba, sino el rumbo demagógico que el ex portavoz parlamentario, ex portavoz del gobierno, ex ministro y ex vicepresidente, es decir un hombre de amplísima experiencia política,  ha impuesto a su partido en su reestreno como fuerza de oposición. El PSOE del postzapaterismo en manos de Rubalcaba no ha corregido en absoluto  la deriva radical del partido, responsable, en último término, del pésimo balance de sus años de gobierno y, sobre todo, causa determinante del abandono electoral de los sectores moderados de sus votantes, sino que ha apostado por promover un clima de crispación social frente al gobierno popular.
Las consignas políticas de Rubalcaba en torno al 11 M han sido particularmente reveladoras de esa estrategia tan desnortada como irresponsable. Lejos de distanciarse de las tentaciones más demagógicas de los líderes sindicales, Rubalcaba se ha convertido en su máximo inspirador y garante; ni siquiera ha tenido el mínimo buen gusto de aconsejar a Méndez y Tocho que no mancillasen la fecha más triste de nuestra historia contemporánea con unas algaradas que podrían haberse convocado perfectamente en cualquier otro momento menos doloroso para el recuerdo de la mayoría de los españoles.
En el Parlamento se ha podido oír a Rubalcaba, que evidentemente desconoce cualquier capacidad de rubor, atribuir a la reforma laboral, que aún no ha entrado en vigor, la perdida de millones de puestos de trabajo. Es relativamente normal que los políticos apuesten más por  sus intereses que por la discreción y la competencia intelectual de los electores, pero el exceso de cinismo de Rubalcaba resultaría insoportable incluso a un imaginario presidente de su club de fans.
La entusiástica subordinación de Rubalcaba a la agenda de las cúpulas sindicales es incomprensible en un político con un mínimo de conocimiento de la realidad española. Rubalcaba conoce perfectamente las gravísimas debilidades estructurales y políticas de los sindicatos, su dependencia de las subvenciones públicas, su desarraigo en la vida real de las empresas, su absoluta ausencia en el caso de las PYMES, decisivas en la economía del empleo, su mínima implantación entre los funcionarios. Sabiendo como sabe que los Sindicatos apenas significan otra cosa que lo que pesa su imagen institucional es difícil comprender el seguidismo de Rubalcaba, una actitud que retrasa de manera irresponsable la recuperación política del partido que le ha elegido como líder. Es posible que tanto disparate se deba exclusivamente al temor de que se le acuse de tibieza tras el previsible descalabro andaluz, lo sabremos pronto, pero, en cualquier caso, es una necedad negarse a la autocrítica,  pasar olímpicamente de analizar con frialdad las carencias y los errores que han pasado una factura tan onerosa a los socialistas. Refugiarse en el rojerío y el resentimiento relativamente explicable en un personaje como Pilar Manjón  constituye un error de bulto en un líder con aspiraciones, algo que se le debe suponer a Rubalcaba, pero que habrá que empezar a poner en duda si persiste en consentir que su partido se mantenga a la deriva, al socaire de las ocurrencias de personajes tan estériles e irresponsables como los líderes sindicales, o como esos consejeros que le hayan podido sugerir que mancillar la memoria de las víctimas del 11 M o echarle a Rajoy la culpa del imparable desempleo pueda resultar una estrategia inteligente.
Con las ingentes sumas de dinero público que reciben, con el concurso de sus decenas de miles de liberados, los líderes sindicales tienen la capacidad de promover manifestaciones, ocupaciones y diversas liturgias, más cercanas a la intimidación que a la democracia,  pero están muy lejos de tener un apoyo ciudadano significativo. ¿Está Rubalcaba creando un PSOE paralelo, callejero y revolucionario que, con ayuda del radicalismo sindical, sea una especie de complemento de la debilidad parlamentaria de su partido? Cuesta creerlo, pero los hechos, de momento, apuntan en esa dirección, lo que supondría  un auténtico retroceso político, un paso lamentable en la dirección equivocada, pero, para evitarlo, Rubalcaba va a tener que dar muestras de un valor político que, aunque se le pueda suponer, todavía no ha sido capaz de mostrar en ningún asunto.
Tarifas sensibles al interés de la compañía

Una anomalía democrática

Los sindicatos ya han declarado la huelga general, como quien lava. Es increíble que no caigamos en la cuenta de hasta qué punto estos Sindicatos constituyen una anomalía antidemocrática por mucho que figuren en la Constitución (donde en ningún caso figuran sus excesos). Que se atrevan a llevar la contraria a una ley aprobada en el Parlamento y que cuenta con el respaldo de la mayoría de los españoles indica muy claramente a lo que juegan: aunque quieran vestirse de seda, monas son. 
ISBN digital

Una huelga incivil, estúpida

En el día de hoy la sociedad española se enfrenta a un fenómeno al que no se atreve a llamar por su nombre, a una grave insumisión completamente injustificada. La huelga general es un golpe de estado encubierto, un intento de sustituir la soberanía popular que se expresa en el Parlamento por el diktat de unos iluminados que, en realidad, solo buscan la manera de seguir gozando de sus privilegios gracias a la irresponsable condescendía de las fuerzas políticas, a la paciencia infinita de los los trabajadores cuya representación pretenden tener en exclusiva. Si existiese una ley de huelga no habría duda de que no cabría hacer huelgas contra la ley democrática, que es lo que estos personajes promueven. Dicen defender los derechos laborales de los trabajadores, pero lo que en realidad defienden es su derecho a estar por encima de la ley común, su patente de corso, el estado de excepción cuando les convenga.
Candido y Toxo han visto en peligro su mamandurria, sus cruceros y sus refrigerios, su enorme poder, y han pegado un puñetazo encima de la mesa para que todos bailemos al son que tocan. Su invitación al baile no es, desde luego, galante: recuerda a esas escenas del far west en que unos pistoleros borrachos obligan al público aterrorizado a bailar mientras los matones se mondan de risa. Todos sabemos que sin la violenta presencia de los piquetes, sin la vergonzosa cesión de sus cuates del gobierno en unos servicios mínimos a la medida de sus intereses, esta huelga nos permitiría resolver con precisión el misterio de cuántos son los liberados sindicales.
El 15 de diciembre de 1988 los sindicatos promovieron una huelga general contra las medidas económicas del gobierno de Felipe González, y el país se paralizó porque todo el mundo entendía que aquel gobierno necesitaba un correctivo que pusiese límites a su arrogancia. No es el caso de hoy con un gobierno en crisis y que se mantiene en píe únicamente por sus continuos convolutos con las fuerzas interesadas en que España se vaya a pique. El gobierno está afortunadamente monitorizado por el directorio europeo desde el día de mayo en que Obama le cantó las cuarenta a ZP, que, por primera vez en su vida, se dio cuenta de que las cosas son como son y no como a él le convenga que sean. Lo que este gobierno está haciendo, mal por supuesto, es aplicar los remedios que le dicta nuestra pertenecía a Europa y nuestra moneda, el euro. Lo que hacen los sindicatos es rebelarse directamente contra Europa y contra nuestra débil democracia que, les guste o no, aprobó la reforma laboral democráticamente, en el Parlamento.
Los sindicalistas españoles no conocen otra ley que la del embudo. La huelga de hoy está en las antípodas políticas de la huelga del 86 que sirvió para fortalecer de hecho la democracia; si, por el contrario, esta triunfase, sería el certificado de defunción de la libertad en España. Nuestro sindicalismo es uno de los mayores peligros que acechan a la libertad, a nuestra endeble democracia. Estos tipos se pasan por salva sea la parte la voluntad popular, y los derechos de quien haga falta, para conseguir lo que se proponen, que, desde luego, no tiene nada que ver con lo que dicen, monsergas viejísimas que no engañan ya a nadie, aleluyas para vivir sin hacer nada.
Colaborar con esta huelga es trabajar por el desprestigio, ya muy fuerte, de la democracia. Es hacer a lo bruto lo que ha hecho el gobierno de Zapatero con algo más de disimulo, recortar las libertades, arruinar al país, incrementar el paro, hacer el ridículo ante el universo mundo. La huelga significa un chantaje y es una imposición violenta cuando se hace desde arriba, sin que nadie la reclame, sin consultar a nadie, sin tener en cuenta el interés general. Un día de hace unos meses los líderes sindicales se dieron cuenta, algo tarde, desde luego, de que no tenían nada que hacer y su brillante mollera concibió la única salida posible, la gran putada de la huelga. Esta confesión de parte tiene su interés, revela que los líderes sindicales estaban encantados con el deterioro de la economía, con el vertiginoso aumento del paro, con el país exánime y que, cuando se dieron cuenta de que el gobierno iba a dejar de seguir sus indicaciones por fuerza mayor, advirtieron prontamente el riesgo que corrían sus sitiales.
La huelga de hoy trata de evitar que los ciudadanos caigan en la cuenta de la perversa inutilidad de estos sindicatos para gestionar los problemas reales de la economía, para evitar el paro. El público ha comprendido que los sindicatos llevan demasiado tiempo vendiendo mercancía averiada a precios abusivos, que constituyen un duopolio que impide la modernización del mercado de trabajo, la invención de una economía capaz de ofrecer oportunidades a todos y no solo a unos pocos. Los sindicatos quieren ofuscar esa conciencia para que les sigamos pagando sus momios sin rechistar: ese es el objetivo de esta huelga incivil y estúpida.
[Publicado en La Gaceta]

El derecho de huelga

Por lo que parece, los sindicatos no entienden otro derecho de huelga que el que consista en poder obligar a todos a no hacer nada, es decir, en impedir por la fuerza que nada se mueva ese día de la gran putada, como dijo Toxo.
Nunca hay que esperar que los que crean estar en posesión de una verdad absoluta se esfuercen en permitir la libertad ajena, pero las maniobras que estos elementos están llevando a cabo para tratar de paralizar el país el día 29 son indignantes. No quieren, por ejemplo, que haya vuelos ese día, pero no consta que hayan preguntado a los pilotos, a los controladores, a las azafatas ni, por supuesto, a los viajeros. ¿Para qué iban a hacerlo si ellos son los amos del cotarro laboral, si ellos son nuestros defensores? Los sindicatos se creen en posesión de una legitimidad absoluta para imponer su voluntad, al menos ese día.
No servirá de mucho, pero quiero decir tan alto como pueda que esta manera de tolerar el matonismo sindical es uno de los mayores peligros que acechan a la libertad, a nuestra endeble democracia. Estos tipos se pasarán por salva sea la parte la voluntad popular, y los derechos de quien haga falta, para conseguir lo que se propongan, que, desde luego, no tiene nada que ver con lo que dicen, monsergas viejísimas que no engañan ya a nadie, aleluyas para vivir sin hacer nada.
Estoy convencido de que el día 29 fracasará de manera estrepitosa la huelga, y solo se verá con claridad lo absurdo que es seguir pensando que los sindicatos defiendan algo que vaya más allá de sus variopintos e inmerecidos privilegios. Desde luego no contarán ni ligeramente con la menor ayuda por mi parte, aunque se suponga que eso beneficie a Zapatero, al que, por lo menos, han votado muchos españoles.