Por iniciativa de Carlos Aragonés y de Rafa Llano, sobre todo, se está celebrando en El Escorial un curso de verano sobre la figura del recientemente fallecido Antonio Fontán. Se trata de un curso un tanto peculiar, porque tanto los profesores como los asistentes, en su mayoría, han sido amigos y/o discípulos de don Antonio, como le llamábamos casi todos. Hoy me ha tocado moderar una mesa redonda sobre su trabajo como filólogo y humanista, uno de sus tres grandes oficios. Ha habido testimonios muy vividos y hermosos de quienes le conocían bien y saben valorar sus aportaciones académicas como merecen. Es increíble que alguien que ha publicado cientos de trabajos científicos haya podido ser, a la vez, un gran político, y uno de los periodistas más importantes del país.
Yo he dejado un brevísimo testimonio de mi relación personal con él, con un hombre brillante y sabio. Su saber, me parece, se puede describir con tres notas principales: en primer lugar, en su capacidad para no asombrase ni descomponerse ante nada, y, por consiguiente, en su paciencia con todos; en segundo lugar, por su insaciable curiosidad, una cualidad que le hacía un conversador muy ameno y le dotó de una perspicacia poco común, no exenta, en ocasiones, de cierta ingenuidad; su sabiduría, por último, le llevaba a ser valiente, a no tener miedo al fracaso, lo que le permitía cultivar un optimismo muy rejuvenecedor y ese humor irónico y elegante con el que sabía poner distancia entre él mismo y cualquier clase de acontecimiento.
A lo largo de una vida se conoce, tal vez, a media docena de personas excepcionales: para mi Fontán ha sido una de ellas, un auténtico caballero, y un hombre generoso y bueno, en un mundo en el que la villanía y la mezquindad suelen ser la moneda corriente.