Hipocresía y mediocridad

Me parece que fue John Kennedy Toole el que recordó en “La conjura de los necios” aquella frase de Jonathan Swift que afirma que “cuando un verdadero genio aparece en el mundo, se puede reconocer porque todos los tontos se unen contra él” y es que, en efecto, los tontos son muy aficionados a los efectos corales, a ese “gritar siempre con los demás” que es una de las características más opresivas del Ingsoc orwelliano. He recordado esta característica irritabilidad de los mediocres y los tontos de oficio al contemplar la excitación inmediata que ha producido una iniciativa de Esperanza Aguirre que se ha atrevido a anunciar que, si gana las elecciones, habrá en Madrid centros de excelencia para tratar de mejorar el rendimiento educativo de los alumnos con mejores condiciones para aprovecharlos.
Es evidente que se puede discrepar de la propuesta de la presidenta madrileña, entre otras cosas porque es posible que la enseñanza media no sea el tramo más adecuado para comenzar, pero lo que no se puede hacer, y muchos han hecho, es tildar la iniciativa de paso atrás en la igualdad, de instrumento de segregación, de elitismo desorejado. Algunos políticos españoles, como los que ha hecho comentarios tan torpes de esa idea, piensan que es posible que los españoles sigamos creyendo indefinidamente en esa pesada monserga de que ellos se ocupan altruistamente de nuestro bienestar, y que nosotros debiéramos dedicarnos a disfrutar de los derechos que nos conceden sin calentarnos la cabeza con iniciativas arriesgadas, con novelerías, cuando ellos son tan generosos que nos ponen el paraíso de la indiferencia y el todo gratis al alcance de la mano. Oyéndoles parece como si los poderes públicos estuviesen moralmente obligados a promover la mediocridad, a perseguir la excelencia, a premiar a los torpes. Es muy triste tener esa idea hipócrita de la igualdad, creer interesante recortar la estatura de los más altos para que crezcan, comparativamente, los bajitos. 
Hasta que los españoles no caigan masivamente en la cuenta de que nuestro problema económico consiste, esencialmente, en que tenemos pocas cosas valiosas que vender al resto del mundo, en que, además de caros, somos poco creativos y muy rutinarios, no caerán en la cuenta de que la solución está realmente en nuestras manos: cultivar a fondo la inteligencia, el ingenio, la investigación, la innovación, la excelencia, premiando y ayudando a quienes puedan llegar más lejos, en lugar de empeñarnos en una absurda carrera igualitaria en la que todos lleguemos al tiempo a la meta.
Quizá pueda servir el ejemplo del fútbol, una actividad en la que, obtenemos buenas calificaciones y altos rendimientos. ¿Se imaginan un equipo hecho con criterios de igualdad? ¿Qué tal un equipo en el que los fichajes se hagan en función de la cercanía de los jugadores a la sede social, para que todos tengan derecho a ser futbolistas y lo gocen ordenadamente? ¿Cómo iría de bien un equipo en el que el entrenador admitiese el enchufe como método de escoger a los jugadores que alinea para cada partido? Es evidente que en el fútbol somos buenos porque hemos sabido ser competitivos. El misterio consiste en que, por ejemplo, no seamos capaces de crear unas universidades competitivas, nuestras universidades no juegan en la Champions sino, con suerte, en segunda regional, cuando sí hemos sido capaces de tener unos Bancos de primerísimo nivel, algunas grandes empresas multinacionales o, por ejemplo, unas Escuelas de Negocios que, sistemáticamente, aparecen  en todos los rankings entre las primeras del mundo. La clave de estos éxitos está en la competitividad, pero a muchos de nuestros cerebritos políticos les parece que eso nada tiene que ver con la educación, aunque procuren enviar a sus hijos a colegios caros y a universidades americanas, por si acaso.
Desde los inicios de la democracia se ha instalado en el terreno de la educación una mentalidad compensatoria e igualitarista que ha cegado de raíz la menor posibilidad de crear instituciones educativas públicas de calidad, tanto en las escuelas, como en  los institutos o en las universidades. La iniciativa de Esperanza Aguirre es un aviso de que hay que acabar con eso, que la justicia es dar a cada uno lo suyo, lo que significa que, si hay que apoyar a los peores alumnos, no se impida, por ello, que pongamos los medios para permitir que los mejores, los alumnos más dotados, más preparados o más capaces del esfuerzo necesario lleguen tan lejos como puedan. De esas políticas no se beneficiarán sólo ellos, sino todos nosotros. Es un disparate estar malgastando las capacidades de los buenos alumnos aburriéndoles con explicaciones innecesarias para ellos, machacando su interés en la ciencia, su capacidad de aprender, su estímulo intelectual, pero, al parecer, hay políticos para los que esa hipocresía al servicio de la mediocridad  es el colmo de la modernidad educativa.
Publicado en El Confidencial

La crisis de la universidad

Convendría reflexionar sobre la escandalosa diferencia entre la calidad de nuestras escuelas de negocios, que figuran a la cabeza del mundo, y el prestigio y la calidad de nuestras universidades que están, sin excepción, a la cola de todas las clasificaciones. La clave no está en que las universidades sean públicas y las escuelas de negocios privadas. Bastará recordar, para verlo, que el mejor Departamento de Matemáticas de los EEUU está en una universidad de Chicago: lo que ocurre es que esa universidad sólo recibe del Estado el 18% de su presupuesto, que el 82% lo financia con apoyo privado por su interés y por su calidad. En España, las universidades mejor situadas apenas cubren con financiación externa el 30% de sus programas de investigación que representan, en cualquier caso, un porcentaje mínimo de sus gastos totales. La clave está en la funesta forma en que las españolas han administrado la autonomía que la ley les reconoce y en la cobardía e ignorancia de la clase política que no se ha atrevido a acometer reformas impopulares, a cortar de raíz el mal del corporativismo, la irresponsabilidad, la endogamia y la insignificancia de las universidades. La opinión pública comienza a darse cuenta de que estamos ante un problema. Muchos de nuestros títulos son auténticos flatus vocis, carecen de cualquier valor real: suponen, únicamente, una irrecuperable pérdida de tiempo para los alumnos y un desperdicio del dinero de los ciudadanos. ¿Cómo se puede tener una economía competitiva con una universidad rutinaria? No se puede. Lo terrible es que en la universidad están algunas de nuestras mejores cabezas, muchas de nuestras esperanzas; pero están ahogadas por la burocracia y la demagogia y frustrados por un sistema incapaz de reconocer el mérito, de fomentarlo y de pagarlo. Un profesor que haga el vago, no publique nada de interés, sea un auténtico desconocido y apenas aparezca por sus clases puede cobrar apenas unos pocos euros menos que el mejor de nuestros profesores o investigadores. En la universidad reina un igualitarismo y una irresponsabilidad que esterilizan los esfuerzos y las ilusiones de los mejores, una situación que ha convertido a las universidades en una especie de sindicatos verticales en las que algunos alumnos poco espabilados se ocupan del piqueteo.
Esta situación es ahora mismo un auténtico problema político porque es absurdo esperar la solución de quienes explotan el desastre. De los órganos corporativos de la universidad solo sale un “más dinero” que resulta ridículo y vergonzoso, un expediente pueril, pero que puede funcionar, para echar sobre otras espaldas la carga de unos males cada vez más obvios e irritantes.