Las procesiones

El otro día leí unas declaraciones al Der Tagesspiegel de Javier Marías, un escritor de cuyas novelas soy escasamente adepto, con motivo de la publicación de una de sus obras al alemán, ámbito en el que al parecer tiene éxito. Se pronunciaba el autor sobre temas muy diversos, con esa autoridad que, al parecer, confiere la fama. Me llamó la atención el que afirmase que durante la Semana Santa reina en Madrid una “atmósfera intolerante” hacia quienes pretenden sortear los festejos, y que describiese la iconografía de las procesiones de “inquietante”.
Madrid es una ciudad muy grande y desgarbada en la que hay que sortear cosas muy diversas, desde las inagotables e impagables obras de este alcalde, cosa en la que concuerdo con el escritor, hasta un buen centenar de manifestaciones de lo más diverso, las más de ellas promovidas por el poder político al uso con los motivos más variopintos y absurdos. A los madrileños no nos queda más que tener paciencia, ya que no hemos tenido el coraje ni la oportunidad de irnos con la música a otra parte. Sin embargo, decir que hay que sortear las procesiones y que hay intolerancia hacia quienes no participan en ellas me parece bastante extravagante. Tal vez debiera dejarse caer el señor Marías por la cosa del orgullo gay para calibrar un poco las palabras.
Decir que la iconografía es inquietante no me parece tampoco muy atinado. Salvo que el escritor quiera cubrirse con el manto del lenguaje progre (al uso de esa gente cuyo calificativo más gastado es inquietante), no parece que pueda resultar nada inquietante una imaginería más que centenaria; cualquier otro calificativo sería más adecuado que el de inquietante, incluso para manifestar un rechazo similar al de Marías.
¿Será que el novelista está empezando a imbuirse de la cristofobia que ahora está de moda? ¿Habrá descubierto algo tan negativo en la religión como para militar en su contra? Eso les está pasando a algunos intelectuales que se arremangan con argumentos más viejos que el calor, pero venden sus libros como si contaran algo nuevo.
Uno puede estar contra la religión, pero ya es más discutible que se pueda estar contra la libertad de creer de quienes creen. Yo no soy especialmente adepto a las procesiones que me recuerdan algunos aspectos de la religiosidad popular que no me son especialmente gratos, pero no puedo dejar de reconocer que a través de ellas asoman sentimientos perfectamente serios que, aunque no se deban confundir con la religión, son compañeros inseparables, pese a que se puedan manifestar de maneras muy distintas a las de las semanas santas españolas.
De todas maneras, si tuviese que escoger entre ser devoto de La Macarena, o del Cristo de la buena muerte, y la literatura del señor Marías, no experimentaría ninguna inquietud, pero tampoco es el caso.

Madrid, de cine

Es poco frecuente ver ciudades españolas como escenario en tramas del cine internacional. Barcelona y Madrid apenas se han asomado a la pantalla, sin comparación con Londres, París o Roma y, no digamos, con las grandes ciudades americanas. Barcelona, que, en general, es más conocida y mencionada que Madrid, ha tenido, últimamente, la suerte de Woody Allen, aunque Allen esté ahora en su ocaso.
Por eso me ha sorprendido la aparición de Madrid en buena parte de la trama de
La lista, una película algo menos que buena y escasamente recomendable, pero rodada con calidad y montada comercialmente sobre el star system, lo que siempre supone una cierta garantía de difusión.
Madrid aparece como escenario bancario, seguramente como muestra del prestigio y la notoriedad de la banca española. Lo notable es que las apariciones de la ciudad son de excelente calidad, porque la película está muy bien rodada y porque los planos que se ofrecen al espectador, la Gran Vía, Cibeles, el Retiro, la plaza Mayor, el Madrid de los Austrias, funcionan muy bien bajo el lujoso cielo matritense, y prestan a la imagen una coloración sentimental muy atractiva que hace perfectamente creíble una peripecia algo desquiciada. Los taxis están limpios, no se ven atascos, los paseantes, más morenos que en la realidad, parecen contentos de vivir.
España no ocupa un lugar central en la imagen actual del mundo y sus ciudades no se han adscrito de manera sólida a ninguna de las categorías predominantes en la cinematografía: no son ni capitales financieras, ni lugares románticos ni espacios exóticos. Por lo demás, el cine español, frecuentemente centrado en escenas intimistas, tampoco ha hecho gran cosa por resaltar sus atractivos visuales. Hará falta, pues, una política más intensa de nuestras ciudades para convertirlas en teatro de tramas que interesen al mundo entero, ya que suponen un impulso importante al turismo. No tengo duda de que los espectadores de
La lista que no conozcan Madrid, tendrán más ganas que antes de darse un garbeo por nuestras calles.