El Gobierno y la SGAE

Más allá de las simpatías, que parecen recíprocas, hay entre la política de este Gobierno y la ejecutoria de la SGAE unas analogías que acaso tengan algún interés. La SGAE, decía anteayer El Confidencial, tiene una pésima reputación entre el público, y corre serios peligros, en la medida en que no podrá vivir definitivamente de una combinación deletérea entre el regocijo recaudatorio de sus miembros y la inquina del resto de los españoles. La situación del Gobierno no es tan apurada, pues sigue teniendo sus aliados y sus partidarios, aunque en cuarto creciente, como se sabe, pero se asemeja en algunos aspectos a la de la SGAE, aunque es mucho más proactivo en su política de imagen, y acaba de contratar a su cuarto secretario de estado de comunicación en apenas seis años.

La política de abstinencia comunicacional de la SGAE le permite una franqueza que este Gobierno no se podría consentir. Hace escasos meses, el líder de la SGAE, Teddy Bautista, el famoso intérprete de Los Canarios que, de modo harto premonitorio, puso de moda el tema “Ponte de rodillas” (Get on your knees), declaraba con una claridad meridiana lo siguiente: “No estamos para ser simpáticos, estamos para ser eficientes”. Uno no puede imaginarse al presidente del gobierno profiriendo una declaración tan descarnada, pero el hecho es que su gobierno actúa conforme a la máxima bautistiana: lo importante es pillar, el motivo es lo de menos.

Tanto en el caso de la SGAE como en el del Gobierno, sus actuaciones, se apoyan en más de un supuesto común. La SGAE supone que el hábito de consumir música en la forma en que ella puede recaudarla es inelástico, que no va a mermar de ningún modo y, que si mermara, ya se les ocurriría alguna fórmula para que no bajasen los ingresos, que es lo que importa, pues esto es lo que significa “ser eficientes”. Del mismo modo, el gobierno no cree que los contribuyentes puedan arruinarse, y menos que puedan hacerlo por su culpa, de modo que, como bajan los ingresos fiscales y aumenta el gasto público, recurre a subir los impuestos, sin caer en la cuenta de que los ingresos fiscales han caído porque lo hace la actividad económica, y no hay nada que indique que el incremento de los impuestos pudiera contribuir a que se reactive la economía. Lo que ocurre es que, aunque lo disimule cuanto pueda, este gobierno tampoco cree que esté aquí para ser simpático, sino para mantenerse en el poder y servir a causas que están más allá de cualquier mezquindad económica. Zapatero sabe muy bien que fuera del poder no hay salvación, y que su poder más allá de las opiniones de los españoles capaces de pensar por su cuenta, se funda en la capacidad de seguir cobrando y gastando, porque sus electores están siempre dispuestos a dejarse engatusar por una buena causa, por cualquiera de esas políticas grandilocuentes que el gobierno saca de su chistera, un pozo insondable de benignidad, de paz y de la más vistosa y milagrera palabrería.

Aunque parezca más imprudente que la del gobierno, la política de sinceridad y trasparencia de la SGAE está perfectamente calculada para no temer a la opinión adversa, entre otras cosas porque el gobierno mismo le cubre las espaldas. La SGAE puede predicar las verdades del barquero sin miedo al qué dirán, lo que le permite, de paso, un mecanismo de identificación de los suyos que siempre es útil a la hora de repartir los beneficios de la oscuridad. Lo malo sería que un gobierno decidiese llegada la hora de la trasparencia a la hora de la distribución de unos fondos que se han obtenido por el poder coercitivo de las leyes, pero que se adjudican de modo enteramente opaco ante los paganos. Se trata de un riesgo que no está en la agenda con este gobierno, y seguramente habrá maneras de evitar que lo esté con cualquier otro. Es decir, la SGAE puede ser enteramente trasparente en sus propósitos con tal de ser absolutamente opaca en sus decisiones, y para ambas cosas tiene el placet de este gobierno. Así, da gusto ser sincero.

La SGAE no necesita partidarios porque tiene la protección del gobierno, pero el gobierno no tiene otra manera de protegerse que evitando la deserción de sus votantes, y por eso tiene que invertir grandes esfuerzos en sus políticas de comunicación, llegando, si menester fuese, como ha sido, a arruinar los medios públicos de comunicación con tal de tener cogidos por salva sea la parte a un buen número de grupos privados que, en general han dado siempre pruebas fehacientes de patriotismo, es decir de que en la duda estarán siempre con el gobierno.

Además, el gobierno siempre podrá contar con la SGAE. Esta benemérita entidad le puede hacer favores singulares; las campañas de los simpáticos miembros de la cofradía de la ceja serían impagables en un mercado ordinario, pues todo el mundo sabe los elevadísimos cachés que cobran estrellas tan rutilantes por la menor de sus sonrisas. Así pues, todos contentos, que paga la taquilla y, si no alcanzase, para eso está el BOE.

[Publicado en El Confidencial]

El cirujano impreciso

La noticia de que un equipo quirúrgico valenciano había realizado con éxito un complejo trasplante de cara, ha venido seguida de una pequeña polémica relativa a las filtraciones, como ahora se dice, de la identidad del donante. El jefe de la operación ha decidido salir a la luz, con una vestimenta llamativa, para denostar a los autores de la supuesta fechoría.

Me encuentro entre quienes tienden a sospechar de la inocencia de semejante tumulto, pero la sospecha se convirtió en certeza cuando pude escuchar, por tierra, mar y aire, las explicaciones del cirujano, cuyas manos espero más expertas que su lengua. Hay que reconocer que dice poco de nuestro periodismo que se pueda gastar energía, poca, eso sí, en averiguar la identidad del donante, un dato que carece de la menor importancia para los miles de personas que puedan acabar leyendo el nombre del muerto generoso. Me recuerda la definición chestertoniana del periodismo: comunicar la muerte de Lord Jones a quienes ignoraban que Lord Jones estuviese vivo.

Pero el discurso del quirurgo me interesó más que su escándalo; no es fácil entender que un cirujano tan experto maltrate nuestra lengua, ni que sea tan poco avisado como para ignorar que las razones que pudiera esgrimir fuesen tan patentemente endebles. No hay otro remedio que sospechar que al cirujano le va la fama, aunque sea impropia. Cuando los cirujanos quieren competir, por ejemplo, con una tal Belén Esteban, algo va mal. En el momento culminante de su diatriba, el cirujano, cuyo nombre no recuerdo adrede, quiso contraponer la vileza de los filtradores con la generosidad del donante, pero cuando el cirujano la calificó de inimaginable, el posible ingenio retórico del contraste se fue a pique. ¿Inimaginable?: no, desde luego. Como quiera que los calificativos para loar apropiadamente la generosidad no escasean, cabría sugerir al cirujano que, sin menoscabo de sus habilidades con el bisturí, dedique algunas horas a la lectura; algún tratado clásico sobre la vanidad tal vez pudiera serle útil.

[Publicado en Gaceta de los negocios]

Las carencias del PP

En el PP, tanto sus militantes como sus líderes y su presidente, tienen motivos de satisfacción tras los resultados de Galicia y tras el descalabro que ha sufrido la situación política del presidente del gobierno. Sin embargo, le quedan muy largos meses de navegación para sentirse completamente feliz, y no debería limitarse a llegar a la meta: tendría que merecer la victoria.

Cualquier dirigente del PP debería preguntarse por las extrañas dificultades que el partido experimenta en algunas circunscripciones para llegar a la mayoría. Esta cuestión se responde de una manera bobalicona, tanto a la izquierda como a la derecha, echándole la culpa al empedrado. El PP, sin embargo, debería ser más exigente en el análisis y menos condescendiente consigo mismo de lo que lo es. Con la excusa de exorcizar, y hay buenas razones para hacerlo, los demonios y los complejos de determinado centrismo, en muchos sectores del PP se ha instalado un nivel de autocrítica excesivamente bajo.

La política española, en su conjunto, aparece dominada por una detestable plaga de culto a la apariencia. Esta peste cobra en el PP un aspecto especialmente cutre que se traduce en el cultivo de una cierta imagen atildada, de nuevo rico supuestamente elegante, que la mayoría de los electores asocian sin dificultad con la imagen misma del PP. Este asunto puede parecer de tono menor, pero no es precisamente uno de los mayores aciertos de la escenografía pepera. Es muy significativo que, recientemente, una bandada de horteras haya podido poner en dificultades la honorabilidad y la decencia del partido mismo.

Hay dos cuestiones de mayor calado que me parecen que perjudican seriamente las posibilidades del PP. La primera de ellas tiene que ver con los programas, con su atractivo. El PP cae frecuentemente en la tentación de ofrecer lo mismo y más que sus rivales (en las elecciones de 2008, por ejemplo, eso pasó con la fiebre ecologista) lo que desdibuja los perfiles propios del PP e, indirectamente, trabaja para el rival en la medida en que, aun ganando, se vería en la necesidad de desarrollar políticas ajenas. Detrás de ello se esconde miedo y pereza: miedo a defender posiciones claras, y pereza para desarrollarlas de modo atractivo. El PP es un partido suficientemente plural y sufre cuando no se hace el esfuerzo interno de debatir las cuestiones para poder ser realmente convincente: cuando las corbatas sustituyen a las cabezas el resultado nunca puede ser bueno.

El PP debería saber que no basta con oponerse, que no basta con criticar, que hay que proponer. La pura destrucción del adversario se paga cara, entre otras cosas, porque el adversario es indestructible, como lo es el propio PP. El fracaso de la reciente campaña garzonesca debería ser muy elocuente.

Hay que proponer, hay que mojarse. Hay que atreverse a ser ambicioso, como lo ha recordado recientemente Aznar, para poder salir del bizantino círculo vicioso en el que tiende a convertirse la política española. No se trata simplemente de aludir a los principios, a palabras que no son nada sin acciones que las vivifiquen; por el contrario, el PP debe dejar de ampararse en las grandes palabras que corren el riesgo de desgastarse. Lo que debe hacer, es proponer ideas ambiciosas que evoquen en el elector el sentimiento de orgullo y de entusiasmo que las palabras grandilocuentes ya no son capaces de suscitar por sí mismas. Las cosas están muy mal, es cierto, pero ¿qué haría el PP para mejorarlas? ¿Qué nos espera si le votamos?

La política de personal es otro de los puntos débiles del PP. La derecha tiene miedo a reproducir los errores de la UCD y ha decidido fomentar la disciplina y el orden. Está bien, pero si eso se hace al precio de tener un personal político que no parece servir para otra cosa que para aplaudir, que no sabe hablar, que no tiene dos ideas propias, el resultado será forzosamente decepcionante. Tal vez el PSOE pueda conformarse con representar una España muy gris, pero el PP no debería caer en la tentación de contar solo con peones. Es patético que mucha gente se asuste si toca pensar en la sustitución del líder porque tiene la idea de que, además de él, “no hay nadie”. La UCD tuvo muchas dificultades y no logró madurar en un partido viable: fueron muchos y muy altos los intereses que se oponían a eso. Pero tuvo la virtud de traer a la política a lo mejor de cada casa. Las circunstancias actuales, y las que nos esperan, no van a ser más fáciles que las de la transición y no nos exigirán menos.

El PP necesita que se incorpore mucho capital humano para salir con éxito en lo que, muy probablemente, se le va a venir encima, y tendrá que hacer grandes esfuerzos para estar a la altura de las circunstancias. Las grandes batallas no se ganan nunca a base de viejas glorias, a base de medallas y títulos heráldicos. El PP tiene que renovarse y crecer, olvidándose de quienes no han sabido, ni siquiera, parecer dignos.

[publicado en El confidencial]