La democracia interna

Veo que abundan los que creen que la ausencia de una verdadera democracia interna en los partidos no tiene nada que ver con la corrupción. Sus razonamientos para sostenerlo son variados, pero remiten siempre a la idea de que ese ideal es un imposible, al parecer porque una supuesta ley que han descubierto ciertos teóricos hace bastantes décadas lo impide. Puede que no les falte razón, pero, de vez en cuando, no está mal fijarse en la experiencia, y es un hecho que en sistemas de partido no tan ajenos a la democracia como el nuestro, la corrupción es menor. Hay gente que no cree en la democracia, y otros que creen que está bien en teoría, pero es inaplicable, especialmente en España. Nunca estaré de acuerdo con esa manera de ver las cosas. Sé muy bien lo difícil que es organizar democráticamente un partido de masas, pero peor es renunciar a hacerlo y conformarnos con el caudillismo, da igual que sea el de Mariano, el de Esperanza o el de Pablo o Pedro. 
Cuando hay competencia interna, hay menores posibilidades de que los gobernantes hagan cosas de las que nadie se pueda enterar, y no siempre serán muy admirables. La democracia no admite otra frontera que el respeto a la ley, y los partidos son una tierra sin ley en la que toda corrupción puede tener su asiento. Es urgente acabar con esto, tanto como garantizar la absoluta independencia de la Justicia, ausencia que ha dependido, históricamente, del crecimiento del poder interno y sin control alguno de los líderes políticos: verde y con asas. 

Delitos y faltas

Woody Allen dedicó Crimes and misdemeanors, Delitos y faltas en español, una de sus mejores películas, aunque sobre esto siempre haya disputas, a analizar los sentimientos que afligen a alguien que tras cometer fríamente un asesinato, consigue vivir felizmente beneficiándose de la situación creada con el crimen que tanto parecía detestar. Ante un comentario escéptico sobre la posibilidad de que se de un caso similar,  el protagonista de la película dice, más o menos: “las cosas son así, quien quiera justicia que vea una película de Hollywood”. Tal es la frase que me ha venido a la cabeza al leer ayer en este periódico la noticia del indulto que el gobierno ha concedido a un dirigente de CiU y a un colaborador suyo que fueron condenados en 2009 por prevaricación y malversación de caudales públicos.
La gracia puede haber pasado inadvertida en medio de las desgracias sin cuento que nos afligen en esta crisis, en medio de las broncas rutinarias de los partidos, de la protesta impostada de los sindicatos, de cuanto pasa, en suma, pero el hecho de que todo un gobierno de por bueno el indulto a unos individuos condenados por trinque sistemático es de un mal gusto que atufa, y desmoraliza a cualquiera. La política no solo es oficio proclive al enriquecimiento ilícito, sino que se está convirtiendo, con noticias como ésta, en el paraguas perfecto contra los pasos en falso que pueda dar cualquier juez ingenuo que se crea lo de que todos somos iguales. El indulto subraya que la igualdad entre los políticos y los ciudadanos es de tipo orwelliano, es decir, que ellos son más iguales que nosotros.
Pero el indulto no es todo. Más grave todavía es que el resto de las fuerzas políticas, hoy por ti, mañana por mi, no hayan abierto la boca ante semejante atropello a la decencia, ante un ejemplo eminente de que la vida política se parece cada vez más a un pacto mafioso entre personajes que fingen atacarse, y bien que gritan, pero que, a la hora de la verdad, saben proteger sus intereses de la manera mas efectiva. El hecho de que nuestros diputados hayan endurecido las condiciones en que el común de los mortales va a disfrutar, por decir algo, de su pensión, al tiempo que mejoraban las suyas fue otro ejemplo estruendoso del abismo político que separa la retórica de la realidad.
Lo más grave en relación con esta vergonzosa decisión  es que sirve para poner de manifiesto que el gobierno no piensa hacer nada de lo que debería hacer para acabar con las verdaderas razones del gasto publico desmelenado, de la ineficiencia administrativa, de la lentitud e inanidad de la Justicia, y de tantos males que hasta los políticos son capaces de reconocer en un gesto de hipocresía y de cinismo muy habitual.  Resulta evidente que detrás de cada forma ineficiente, oscurantista e irracional de gastar el dinero hay un nutrido grupo de políticos que disfrutan de la situación, y parece impensable que nadie vaya a hacer nada por acabar con esos chiringuitos. ¿Quién va  a acabar con una selva que resulta tan nutritiva y en la que es tan fácil cometer un desliz, sobre todo desde que existe la garantía de que no habrá condena capaz de intimidar a un gobierno dispuesto a ejercer la generosa gracia del indulto con todos los  bien relacionados? Hay quien se pregunta a cambio de qué habrá cometido el gobierno semejante desmán, pero ésta es una pregunta muy desorientada. No hace falta que el gobierno haya obtenido una ayuda de los nacionalistas catalanes, que, por lo demás, no debiera necesitar. En realidad, el indulto concreta una solidaridad más básica, el acuerdo sobre que las cosas de los políticos deben quedar entre ellos para evitar el escándalo de los pusilánimes.  El gobierno anterior se despidió indultando a un notorio banquero que había sido condenado con toda razón, y por un delito nada menor, dando muestra de que, a estos efectos, los banqueros de cierto nivel pueden considerarse también al abrigo de las ocurrencias de los jueces. Imagino que el trámite de este indulto se inició asimismo con el anterior gobierno, buena muestra del carácter masoquista de los llamados partidos nacionales, siempre tan generosos con las minorías nacionalistas.
Algo marcha mal, muy mal, cuando esta noticia nos deja casi indiferentes. Alguno podrá pensar que es un signo de madurez, que ya va siendo hora de que aprendamos a no creer, ni en los Reyes Magos, ni en las películas de final feliz. No estoy nada seguro, sin embargo, de que sea bueno que seamos capaces de digerir como si tal cosa una dosis tan alta de cinismo y de realismo sucio. Este caso no es un hecho aislado, sino una muestra del abismo que separa la política de la vida común. Es verdad que en la vida civil abundan también las chorizadas, las estafas, y las mentiras de todo género, pero si alguien había pensado que de la clase política pudiera venir una cierta redención, un impulso de nobleza, de ejemplaridad, de mera racionalidad, que lo vaya olvidando.

Garzón frente a la ley

Seguramente nunca imaginó el Garzón borracho de poder en los días de su gloria que nadie fuere a atreverse a procesarle, porque, con el Gobierno a sus píes, y la vara de la justicia en su mano, se sentiría  omnipotente, inaccesible a cualquier censura. Ésta es, sin embargo, la grandeza de la democracia y de la ley, que nadie, como recordó recientemente el Rey ante otro caso doloroso, está ni por encima ni al margen de ella, absolutamente nadie, ni siquiera Garzón, como empezará a comprobar muy pronto.
La diferencia entre la democracia y el totalitarismo reside fundamentalmente en esa constatación, en que la ley se aplique de manera universal, sin excepciones, también a los jueces. Garzón ha actuado en muchas ocasiones con la convicción de que, dada la supuesta bondad de sus fines, la condena del franquismo, la lucha contra la corrupción, aunque solo fuese la de la derecha, por supuesto, o establecer su muy peculiar idea de la justicia con lo que le conviniera, no tenía que respetar ni leyes, ni procedimientos. Sus instrucciones han sido anuladas en muchas ocasiones precisamente por el descuido de los detalles, por esa obsesión por ir al bulto e, invariablemente, por su afición a provocar la noticia. Para conseguir lo que pretendía, Garzón no ha reconocido frenos ni límites, y su desgracia va a consistir, precisamente, en que la ley sí los reconoce, es más, se asienta precisamente en su respeto, en las normas, los procedimientos y las cautelas que, de manera muy especial, deben respetar los jueces precisamente porque tienen en sus manos la vida, las propiedades y el honor de los ciudadanos que se han de someter a sus juicios. 
Con la débil disculpa de una Justicia absoluta, mostrando la más completa confusión de la Justicia, que es ciega e imparcial, con un izquierdismo ridículo y risible, quienes ahora defienden, contra toda evidencia, a Garzón, tratan de obtener argumentos para ocultar sus fechorías y los disparates jurídicos cometidos en la supuesta excelencia inmaculada de los fines que todos ellos persiguen, de unas quimeras que supuestamente autorizarían cualquier arbitrariedad, como violar los derechos de un detenido, cobrar suculentas cifras de quienes iban a comparecer ante su tribunal, o procesar a los muertos.
Comisiones Obreras ha cometido el desliz de prestar sus salones para que una tribu de exaltados haya confundido la solidaridad con Garzón con un ataque en tromba hacia el Tribunal Supremo dando lugar a un acto en el que se han escuchado las barbaridades más arbitrarias, injustas e inciviles que se puedan decir contra la independencia de la Justicia. Garzón va a tener, sin embargo, la suerte de ser juzgado con el máximo de cautelas, con una dosis masiva de prudencia y rigor en las disposiciones para asegurar la independencia de la Justicia. Garzón va a gozar de todas las garantías que él ha regateado a quienes caían en sus manos. Se enfrenta no a uno, sino a tres procesos, y es difícil esperar que aumenten el esplendor de su gloria. Hay que estar muy fuera de los cabales para ver en el Supremo un “instrumento del fascismo”, un “aliado de la extrema derecha” o un enemigo de la “legalidad nacional e internacional”, como sostuvo Jiménez Villarejo frente a los aplausos delirantes de los incondicionales del juez que ahora se enfrenta a esa Ley que ha de ser siempre igual para todos, incluso para él y sus secuaces. Hay que esperar que la ley brille, pero, lamentablemente, también se puede dar por sentado el espectáculo.


Palabra de Woz

Luis Bárcenas

Había tenido la oportunidad de almorzar en un par de ocasiones con Luis Bárcenas y algunos amigos comunes antes de que se viese salpicado por el maloliente Gürtel. Cuando su nombre saltó a la primera página con motivo del sumario, mi intuición me decía, y parece que no me equivocaba, que en el caso del tesorero del PP se trataba de una extensión torticera de las investigaciones, de una mala faena policial del todopoderoso Rubalcaba, con la ayuda del muy probo Garzón, y con miras a implicar al PP y poder equipararlo con el PSOE de Filesa y mil chanchullos más, pero todavía hay diferencias, me parece a mí. A través de sus amigos fui conociendo su versión del caso que me parecía sumamente verosímil, porque siempre pensé que era un caballero. Ahora la Justicia, tal y como imaginaba, le ha restituido en su honorabilidad, pero no podrá olvidar nunca las dentelladas que le dieron los bienpensantes de la prensa, esos que se comen la presunción de inocencia siempre que afecte a uno de enfrente, y, por omisión, muchos de los que podían considerarse sus amigos. Aunque no pude hacer nada por él, al menos mantuve siempre la versión de sus amigos, de los que le conocían bien y sabían de su inocencia respecto a imputaciones tan artificiosas. Como es un hombre fuerte y generoso espero que se recupere y pueda dedicarse a lo que desee. ¡Bienvenido de nuevo al mundo de las personas decentes del que algunos canallas pretendieron expulsarle!.. y menos mal que todavía quedan algunos jueces que juzgan sin tener demasiado en cuenta lo que privadamente piensen.

Que la Justicia no se detenga


Lo ocurrido con Camps marca un precedente de exigencia en las relaciones entre Justicia y política del que se sacarán, es de esperar, lecciones positivas, pues ha supuesto un calvario excesivamente largo. Lo más importante es que crea un precedente clarísimo en un asunto que los políticos tienden a oscurecer, la necesidad de asumir responsabilidades políticas en el momento mismo en que exista un procesamiento penal. En medio de tanta mediocridad y disimulo, algo es algo.
Lo que hasta la fecha se sabe del llamado caso Faisán configura el sumario más comprometedor que nunca haya afectado al Ministerio del Interior. Lo que la opinión pública desea saber con certeza es si el Gobierno llevó tan lejos su apuesta, equivocada e indigna, por lo que llamaron el proceso de paz, como para impedir que un grupo de terroristas a punto de ser detenido cayese en manos de la Justicia, que es, precisamente, lo que parece. Eso es lo que cualquiera puede colegir de lo que ahora sabemos, pero la Justicia no puede conformarse con lo que ya ha obtenido, y debe tratar de esclarecer de dónde exactamente salieron las increíbles órdenes que ejecutaron los policías ya procesados y que no eran precisamente unos policías cualesquiera, sino una parte muy importante de la cúpula antiterrorista que actúa sobre el terreno, en el País Vasco. Según publicó recientemente La Gaceta,   la investigación, que aún no está cerrada y ya ha obtenido poderosas descalificaciones de los sectores más asustados del Gobierno, puede dar un giro de ciento ochenta grados durante el próximo otoño, si se confirmara que se pueden encontrar indicios de delito suficientemente graves como para procesar al actual ministro del Interior, Antonio Camacho, quien, desde su puesto en el Ministerio, al lado mismo de Alfredo Pérez Rubalcaba, tenía, en todo caso, la obligación de seguir muy de cerca los que pudieran hacer sus hombres.
El problema es ya de enorme gravedad para el Gobierno, pero  si, en el otoño, se produjera el procesamiento del actual Ministro del Interior, el caso pasaría al Tribunal Supremo, una razón de peso que ha podido influir para nombrar Ministro al señor Camacho, pero, aunque eso supusiese un cierto respiro, la confirmación judicial de las fuertes sospechas sobre la responsabilidad de Camacho, colocaría tanto al actual Gobierno como al candidato socialista en una posición de extrema debilidad política.
Fuentes judiciales han llamado la atención sobre las iniciativas de la Fiscalía general tratando de retirar del caso al juez Ruz para ponerlo en otras manos, y sobre el envío de una circular de obligado cumplimiento exigiendo en los fiscales la “adhesión ideológica” como requisito del delito de colaboración con banda armada, un intento bastante desesperado de modificar  la calificación jurídica que pudieren revestir las acusaciones que resulten de la investigación en curso. Algo así como si una circular de la Fiscalía hubiese exigido para casos como el de los trajes valencianos el deliberado propósito de presumir, por ejemplo.
El juez Ruz no parece persona impresionable, y está dedicando a un asunto tan delicado y grave una atención muy detenida y escrupulosa que contrasta con la proclividad a perder esta clase de sumarios en cualquiera de los múltiples cajones de los que disponía un juez algo más descuidado como era Garzón.
El asunto que el juez tiene entre manos es de una extraordinaria gravedad penal y podría suponer, de llegar a buen término, una impagable lección sobre los límites penales y morales que los Gobiernos no pueden en ningún caso, sobrepasar. No hay doctrina política capaz de justificar una indignidad y una traición a los intereses de la democracia y de la Nación española, tratando de evitar que el conjunto de la sociedad española llegase a conocer lo que el Gobierno de Zapatero ha sido capaz de hacer con tal de conseguir una mínima y falsa apariencia de solución pacífica para un problema que cualquier democracia mínimamente respetuosa con la ley y con su dignidad política habría encomendado en exclusiva a los policías, bajo la atenta vigilancia de los jueces. El deseo de convertirse en aprendiz de brujo podría depararle a Zapatero un último y definitivo disgusto.

Rubalcaba detiene al malo de la película

Lo siento pero no puedo alegrarme de la forma en que ha sido detenido Teddy Bautista, exactamente por las mismas razones por las que sí me alegro de la forma en que se está desvaneciendo la acusación sobre Dominique Strauss Kahn. Yo, naturalmente no puedo estar cierto ni de la inocencia de uno ni de la culpabilidad del otro, pero sí estoy convencido de que la policía y los fiscales neoyorkinos actuaron y actuarán de manera admirablemente independiente y cuan objetiva puedan, mientras que me jugaría cualquier cosa a que la espectacular detención de Teddy es fruto de la fría deliberación de quien es capaz de actuar pensando, únicamente,  que Teddy les es mucho menos útil  vivo que muerto
Supongo que el listísimo Teddy estará ahora pensando lo mal que hizo fiándose de los políticos y despreciando a sus enemigos con el paraguas de los primeros. Su chulería le cegó, pudo más que su listura. Se ve que no lee los periódicos y que no ha sabido valorar lo que pueda significar para un PSOE moribundo romper el frente en el que los enemigos de la SGAE y los indignados estaban tan confundidos como unánimes. 
No tengo ni idea de lo que haya podido hacer Teddy, además de obras de caridad, imagino, pero es evidente que no ha sabido darse cuenta de que no estaba manejando un dinero indisputablemente suyo, y que los mismos, o sus amigos, que le aprobaban las cuentas sin mayores reparos, se podrían lanzar a su cuello si la dentellada les conviniese, como parece ser el caso. 

e readers y tabletas

La disonancia moral de cierta izquierda

Cualquiera que haya reflexionado mínimamente sobre lo difícil que resulta cambiar los hábitos de conducta, reconocerá el acierto de aquella afirmación del Príncipe de Lampedusa, según la cual es preciso que todo cambie para que todo siga igual. En particular son muchos los españoles que, acostumbrados por nuestra larga tradición católica a plantear las cosas en términos teológicos, como una lucha entre el Bien y el Mal, emplean de manera bastante inconsciente esa contraposición para juzgar los acontecimientos políticos, y caen como pardillos en la trampa de promover en la práctica aquello que creen detestar en la teoría. Este fenómeno que se conoce como disonancia cognitiva, puede resultar sorprendente a los poco avisados, pero es muy fácilmente identificable para cualquiera que se dedique a los estudios sociales. Pondré un par de ejemplos muy fáciles de comprobar; un cierto porcentaje de votantes de izquierda se identifican como liberales en las encuestas del CIS, aunque, en la práctica, voten políticas explícitamente antiliberales.

Hay un ejemplo muy reciente y, dicho sea de paso, más doloroso, de esa disonancia. Apenas puede haber alguna duda de que si se preguntase a los españoles, en especial a los de izquierdas, si son partidarios de alguna clase de privilegios, contestarán con una rotunda negativa, y es incluso probable que se sintiesen agredidos por la mera pregunta. Y, sin embargo, buena parte de esos decididos enemigos, supuesta y radicalmente opuestos a cualquier privilegio, no dudan en defender determinados privilegios cuando el caso, por las razones que fuere, les pueda convenir. Piénsese, por poner un ejemplo muy obvio, en la oposición de ciertos sectores de izquierda a alguno, o a todos, los procesamientos que amenazan al juez Garzón. Nadie lo dice de manera abierta, pero tras muchos de los argumentos que se han empleado en su defensa, se esconde una doctrina absurda y contradictoria que todos ellos rechazarían si se les preguntase abiertamente por ella. La doctrina que dicen defender se podría formular del siguiente modo: “todos los españoles son iguales ante la ley”, pero lo que de hecho defienden con su oposición al procesamiento del conocido juez, es un argumento que se expresaría mejor del siguiente modo “todos los españoles son iguales ante la ley, salvo que se trate de juzgar a quienes tenemos por un héroe, por un santo o por un símbolo”. También dirían que están de acuerdo con que “todos los españoles tienen el derecho de acceder en condiciones de igualdad a la justicia”, pero en la práctica defienden con rotundidad una versión totalmente diferente del principio, a saber, “todos los españoles tienen el derecho de acceder en condiciones de igualdad a la justicia, salvo que sean de extrema derecha, o pretendan juzgar a un intocable”.

Estos supuestos izquierdistas que se dejan dirigir por argumentos de calidad intelectual enteramente impresentable, están haciendo realidad en la práctica el principio totalitario que tan brillantemente satirizó Orwell en su Rebelión en la granja: “todos los animales son iguales, aunque unos son más iguales que otros”.

La izquierda debería alarmarse de que cualquiera de los suyos emplease argumentos tan obscenamente opuestos a una igualdad esencial para cualquier demócrata, la igualdad ante la ley. El problema está en que muchos supuestos izquierdistas siguen pensando en términos teológicos, que aprendieron en la época franquista, y creen todavía que sólo la verdad tiene auténticos derechos; naturalmente no se les pasa por la cabeza ni el absurdo de esa idea, ni la estupidez de pretender que solamente ellos están en esa supuesta verdad. Para esta gente, la alternancia democrática es un invento de Satanás y, consecuentemente, dedican gran parte de sus energías a atacar a cualquiera que parezca una amenaza a sus derechos imprescriptibles a imponerse.

Pensar por cuenta propia suele ser psicológicamente muy costoso, puesto que nos señala como elementos peligrosos en el seno del clan. Muchos son incapaces de vivir a la intemperie, sin esos lazos de lealtad y sumisión, especialmente fuertes cuando se transforman en un mecanismo de retribución, en un interés material o simbólico. Por eso me parece que uno de los signos más alentadores de este momento es que haya jueces que se atrevan a ser independientes, que se rebelen frente a la sumisión a los caprichos y arbitrariedades de los políticos, que rechacen el comportamiento servil de los jueces complacientes. Desde que el PSOE destruyó el modelo judicial que establecía la Constitución, con la amable aquiescencia de ese PP que siempre confía en la herencia, los jueces han estado sometidos a una tutela casi vergonzosa. Que algunos de ellos se atrevan a desafiar los privilegios de los políticos, y a desenmascarar a quienes han confundido su función con la de instrumentos de la mayoría dominante, es una noticia extraordinaria.

Garzón recurre

Es difícil hacerse una idea mejor de lo que piensa Garzón sobre la justicia que la que nos proporciona el contenido del auto que ha interpuesto contra su procesamiento primero, que hay otros en espera, y no son todos los que cabrían. El juez Baltasar Garzón cree que organizaciones y «grupúsculos marginales», es decir, incontrolados, como se llamaban en otros tiempos, han ido contra él, y esperaba que el Supremo valorase sus “espurias motivaciones a la hora de no prestar crédito a tal persecución ideológica».
Envalentonado con el apoyo del New York Times, el juez se atreve a explicar cómo debe ser la Justicia universal, más allá de códigos y formalidades. Los que piensan de manera correcta están exentos de cualquier control, y los que piensan de manera extravagante, no merecen acceder a ninguna justicia ni tener acceso a ningún Tribunal. Lo de la Ley debiera ser, por lo que se ve, anecdótico, cuando se tenga prestigio internacional, aunque se haya logrado a base de chapuzas y arbitrariedades… y mínimos cohechos.
Si el Supremo le diera la razón, salir corriendo de este país sería un recurso inaplazable. Veremos.

¿Quedan jueces en España?

El procesamiento de Garzón podría indicar que, como ha notado hasta el sutilísimo Chaves, algo está cambiando en la Justicia española.
¿Pudiera ser que un determinado grupo de jueces haya decidido que ya no va a dejarse ningunear más por los políticos? Si así fuera, estaríamos ante una de las mejores noticias en la historia de la democracia española. No solo por lo que significaría en sí misma, sino también por el efecto de emulación que habría de tener en el conjunto de la sociedad española.
La corrupción y la partitocracia son abusos a los que hay que plantar cara, y sería una maravilla que los jueces empezasen a ser valientes y a mostrar que les importa más la justicia que el temor a los que mandan. Veremos.

El mal paso de Camps

Historiadores, filósofos y biógrafos nos advierten de que algunas decisiones, aparentemente irrelevantes, llegan a tener consecuencias imprevisibles. Pienso en esto a propósito del lío en que está envuelto Francisco Camps. No tengo ni idea de cuál pueda ser la verdad del caso, pero sí creo que, independientemente de lo que resulte, se puede extraer alguna moraleja sobre el particular.

Supongamos que Camps fuese inocente por completo. Aunque su actuación, a primera vista, pueda considerarse enteramente lógica, ha obtenido unos resultados pésimos para su imagen, además de exponerse a una condena judicial. Puede verse fuera de la política por su forma imprudente de actuar, dando por sentado que su inocencia podría ser verificada sin duda alguna por el universo mundo. Esa conducta hubiera sido la lógica en caso de poseer los correspondientes justificantes de pago, pero, puesto que Camps no los tenía, como parece ser el caso, su conducta dejó de ser razonable para pasar a ser extremadamente arriesgada.

Camps dio un mal paso al no saber valorar adecuadamente el problema al que se enfrentaba, y escogió una estrategia de máximo beneficio considerando que su posición era inatacable, lo que, como claramente se ha visto, ha constituido un grueso error de consecuencias incontrolables, para él y para quienes le han avalado. Dado que no podría probar el pago de las prendas supuestamente adquiridas, y ya que se había hecho pública, en forma risible, por otra parte, su amistad personal con uno de los implicados, seguramente hubiese sido más inteligente admitir que se trataba de un regalo, y centrarse en mostrar que el obsequio no había tenido especial transcendencia, puesto que, efectivamente no parecería razonable que la tuviera, ni por su importe ni por sus efectos.

En ese caso, Camps habría mostrado una debilidad, habría admitido la comisión de una falta o de un delito leve, pero no se hubiera expuesto a una imputación muchísimo más grave como la que ahora le amenaza: la de haberse dejado corromper por una ridiculez de trajes, pero, sobre todo, la de mentir, la de tratar de imponer su prestigio, su poder y la fortaleza de sus apoyos populares a la marcha implacable de una maquinaria, que por más que pueda considerarse arbitraria en su origen e inspiración, ha de tratar de actuar con un criterio de igualdad implacable, aún cuando resulte evidente que en muchas y notorias ocasiones no la haya hecho.

El verdadero mal paso de Camps ha consistido, por tanto, no en la ligereza de aceptar un regalo comprometedor de parte de personas que debiera haber considerado poco recomendables, sino en suponer que su poder pudiera protegerle de la aplicación de las normas ordinarias de la Justicia, en actuar como pudiera hacerlo, por poner un ejemplo cualquiera, un González, un Polanco, un Alberto o un Botín.

Camps ha cometido un error político muy grave al sobreestimar su poder, y al subestimar a sus enemigos. Sea cual fuere su íntima convicción, debiera haber considerado que el terreno de juego está marcado por unas reglas que son enteramente ciegas a lo que pueda haber en el santuario de su conciencia. Ha cometido otro error al no saber valorar el juicio popular. El público perdona con facilidad al que comete un desliz, quizá sin llegar a los límites de los italianos con su presidente, porque sabe que la impecabilidad es siempre fantástica, puesto que todo el mundo comete en alguna ocasión una falta o un descuido de ese tipo. Una estrategia equivocada le ha colocado a los píes de los caballos y, con él, corre un alto riesgo la honorabilidad del partido que le defiende de manera tan berroqueña como equívoca.

Es evidente que Camps ha podido dar un mal paso, pero más grave es que no haya sabido cómo evitar las consecuencias una vez que se ha visto acusado. La acusación de corrupción se ha convertido en un virus, en algo que ataca de manera impensada y, en cualquier caso, sin ninguna atención a principios de proporcionalidad, equidad, gravedad o evidencia. Los que ejercen un cargo político deben de pisar con pies de plomo y, si se manchan impensadamente, deberían aprender a ser humildes y a pedir disculpas, a no tratar de convencer a todo el mundo de que son impecables, incluso aunque lo fuesen. Son las reglas del oficio que han escogido y no pueden decir que no les gustan. Respecto a la corrupción deberían de pensar lo que Gracián decía de los tontos, “que lo son todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”.

Más allá de una peripecia llena de enseñanzas, es seguro que no escapará a los electores que alguien maneja los hilos de la Justicia de manera escasamente equitativa y virtuosa. Precisamente por eso, creo que los daños para el PP serán menores, en especial si sus dirigentes aprenden de una vez dos enseñanzas básicas: la nula tolerancia con gentes equívocas, y una buena estrategia para minimizar los costes cuando se pita un penalti injusto, como pudiera ser el caso.

[Publicado en El Confidencial]