Categoría: independencia de la Justicia
Delitos y faltas
Garzón frente a la ley
Palabra de Woz
Luis Bárcenas
Que la Justicia no se detenga
Rubalcaba detiene al malo de la película
La disonancia moral de cierta izquierda
Cualquiera que haya reflexionado mínimamente sobre lo difícil que resulta cambiar los hábitos de conducta, reconocerá el acierto de aquella afirmación del Príncipe de Lampedusa, según la cual es preciso que todo cambie para que todo siga igual. En particular son muchos los españoles que, acostumbrados por nuestra larga tradición católica a plantear las cosas en términos teológicos, como una lucha entre el Bien y el Mal, emplean de manera bastante inconsciente esa contraposición para juzgar los acontecimientos políticos, y caen como pardillos en la trampa de promover en la práctica aquello que creen detestar en la teoría. Este fenómeno que se conoce como disonancia cognitiva, puede resultar sorprendente a los poco avisados, pero es muy fácilmente identificable para cualquiera que se dedique a los estudios sociales. Pondré un par de ejemplos muy fáciles de comprobar; un cierto porcentaje de votantes de izquierda se identifican como liberales en las encuestas del CIS, aunque, en la práctica, voten políticas explícitamente antiliberales.
Hay un ejemplo muy reciente y, dicho sea de paso, más doloroso, de esa disonancia. Apenas puede haber alguna duda de que si se preguntase a los españoles, en especial a los de izquierdas, si son partidarios de alguna clase de privilegios, contestarán con una rotunda negativa, y es incluso probable que se sintiesen agredidos por la mera pregunta. Y, sin embargo, buena parte de esos decididos enemigos, supuesta y radicalmente opuestos a cualquier privilegio, no dudan en defender determinados privilegios cuando el caso, por las razones que fuere, les pueda convenir. Piénsese, por poner un ejemplo muy obvio, en la oposición de ciertos sectores de izquierda a alguno, o a todos, los procesamientos que amenazan al juez Garzón. Nadie lo dice de manera abierta, pero tras muchos de los argumentos que se han empleado en su defensa, se esconde una doctrina absurda y contradictoria que todos ellos rechazarían si se les preguntase abiertamente por ella. La doctrina que dicen defender se podría formular del siguiente modo: “todos los españoles son iguales ante la ley”, pero lo que de hecho defienden con su oposición al procesamiento del conocido juez, es un argumento que se expresaría mejor del siguiente modo “todos los españoles son iguales ante la ley, salvo que se trate de juzgar a quienes tenemos por un héroe, por un santo o por un símbolo”. También dirían que están de acuerdo con que “todos los españoles tienen el derecho de acceder en condiciones de igualdad a la justicia”, pero en la práctica defienden con rotundidad una versión totalmente diferente del principio, a saber, “todos los españoles tienen el derecho de acceder en condiciones de igualdad a la justicia, salvo que sean de extrema derecha, o pretendan juzgar a un intocable”.
Estos supuestos izquierdistas que se dejan dirigir por argumentos de calidad intelectual enteramente impresentable, están haciendo realidad en la práctica el principio totalitario que tan brillantemente satirizó Orwell en su Rebelión en la granja: “todos los animales son iguales, aunque unos son más iguales que otros”.
La izquierda debería alarmarse de que cualquiera de los suyos emplease argumentos tan obscenamente opuestos a una igualdad esencial para cualquier demócrata, la igualdad ante la ley. El problema está en que muchos supuestos izquierdistas siguen pensando en términos teológicos, que aprendieron en la época franquista, y creen todavía que sólo la verdad tiene auténticos derechos; naturalmente no se les pasa por la cabeza ni el absurdo de esa idea, ni la estupidez de pretender que solamente ellos están en esa supuesta verdad. Para esta gente, la alternancia democrática es un invento de Satanás y, consecuentemente, dedican gran parte de sus energías a atacar a cualquiera que parezca una amenaza a sus derechos imprescriptibles a imponerse.
Pensar por cuenta propia suele ser psicológicamente muy costoso, puesto que nos señala como elementos peligrosos en el seno del clan. Muchos son incapaces de vivir a la intemperie, sin esos lazos de lealtad y sumisión, especialmente fuertes cuando se transforman en un mecanismo de retribución, en un interés material o simbólico. Por eso me parece que uno de los signos más alentadores de este momento es que haya jueces que se atrevan a ser independientes, que se rebelen frente a la sumisión a los caprichos y arbitrariedades de los políticos, que rechacen el comportamiento servil de los jueces complacientes. Desde que el PSOE destruyó el modelo judicial que establecía la Constitución, con la amable aquiescencia de ese PP que siempre confía en la herencia, los jueces han estado sometidos a una tutela casi vergonzosa. Que algunos de ellos se atrevan a desafiar los privilegios de los políticos, y a desenmascarar a quienes han confundido su función con la de instrumentos de la mayoría dominante, es una noticia extraordinaria.
Garzón recurre
¿Quedan jueces en España?
El mal paso de Camps
Historiadores, filósofos y biógrafos nos advierten de que algunas decisiones, aparentemente irrelevantes, llegan a tener consecuencias imprevisibles. Pienso en esto a propósito del lío en que está envuelto Francisco Camps. No tengo ni idea de cuál pueda ser la verdad del caso, pero sí creo que, independientemente de lo que resulte, se puede extraer alguna moraleja sobre el particular.
Supongamos que Camps fuese inocente por completo. Aunque su actuación, a primera vista, pueda considerarse enteramente lógica, ha obtenido unos resultados pésimos para su imagen, además de exponerse a una condena judicial. Puede verse fuera de la política por su forma imprudente de actuar, dando por sentado que su inocencia podría ser verificada sin duda alguna por el universo mundo. Esa conducta hubiera sido la lógica en caso de poseer los correspondientes justificantes de pago, pero, puesto que Camps no los tenía, como parece ser el caso, su conducta dejó de ser razonable para pasar a ser extremadamente arriesgada.
Camps dio un mal paso al no saber valorar adecuadamente el problema al que se enfrentaba, y escogió una estrategia de máximo beneficio considerando que su posición era inatacable, lo que, como claramente se ha visto, ha constituido un grueso error de consecuencias incontrolables, para él y para quienes le han avalado. Dado que no podría probar el pago de las prendas supuestamente adquiridas, y ya que se había hecho pública, en forma risible, por otra parte, su amistad personal con uno de los implicados, seguramente hubiese sido más inteligente admitir que se trataba de un regalo, y centrarse en mostrar que el obsequio no había tenido especial transcendencia, puesto que, efectivamente no parecería razonable que la tuviera, ni por su importe ni por sus efectos.
En ese caso, Camps habría mostrado una debilidad, habría admitido la comisión de una falta o de un delito leve, pero no se hubiera expuesto a una imputación muchísimo más grave como la que ahora le amenaza: la de haberse dejado corromper por una ridiculez de trajes, pero, sobre todo, la de mentir, la de tratar de imponer su prestigio, su poder y la fortaleza de sus apoyos populares a la marcha implacable de una maquinaria, que por más que pueda considerarse arbitraria en su origen e inspiración, ha de tratar de actuar con un criterio de igualdad implacable, aún cuando resulte evidente que en muchas y notorias ocasiones no la haya hecho.
El verdadero mal paso de Camps ha consistido, por tanto, no en la ligereza de aceptar un regalo comprometedor de parte de personas que debiera haber considerado poco recomendables, sino en suponer que su poder pudiera protegerle de la aplicación de las normas ordinarias de la Justicia, en actuar como pudiera hacerlo, por poner un ejemplo cualquiera, un González, un Polanco, un Alberto o un Botín.
Camps ha cometido un error político muy grave al sobreestimar su poder, y al subestimar a sus enemigos. Sea cual fuere su íntima convicción, debiera haber considerado que el terreno de juego está marcado por unas reglas que son enteramente ciegas a lo que pueda haber en el santuario de su conciencia. Ha cometido otro error al no saber valorar el juicio popular. El público perdona con facilidad al que comete un desliz, quizá sin llegar a los límites de los italianos con su presidente, porque sabe que la impecabilidad es siempre fantástica, puesto que todo el mundo comete en alguna ocasión una falta o un descuido de ese tipo. Una estrategia equivocada le ha colocado a los píes de los caballos y, con él, corre un alto riesgo la honorabilidad del partido que le defiende de manera tan berroqueña como equívoca.
Es evidente que Camps ha podido dar un mal paso, pero más grave es que no haya sabido cómo evitar las consecuencias una vez que se ha visto acusado. La acusación de corrupción se ha convertido en un virus, en algo que ataca de manera impensada y, en cualquier caso, sin ninguna atención a principios de proporcionalidad, equidad, gravedad o evidencia. Los que ejercen un cargo político deben de pisar con pies de plomo y, si se manchan impensadamente, deberían aprender a ser humildes y a pedir disculpas, a no tratar de convencer a todo el mundo de que son impecables, incluso aunque lo fuesen. Son las reglas del oficio que han escogido y no pueden decir que no les gustan. Respecto a la corrupción deberían de pensar lo que Gracián decía de los tontos, “que lo son todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”.
Más allá de una peripecia llena de enseñanzas, es seguro que no escapará a los electores que alguien maneja los hilos de la Justicia de manera escasamente equitativa y virtuosa. Precisamente por eso, creo que los daños para el PP serán menores, en especial si sus dirigentes aprenden de una vez dos enseñanzas básicas: la nula tolerancia con gentes equívocas, y una buena estrategia para minimizar los costes cuando se pita un penalti injusto, como pudiera ser el caso.
[Publicado en El Confidencial]