Esse quam videri

“Preferir ser a parecer”, tal era el lema del poeta G. M. Hopkins, un lema que hoy resultaría un tanto extraño porque tiende a hacerse avasallador el predominio de la conciencia bella, la sumisión de los hechos a los discursos, la imposición de las creencias a las razones. Este es, a mi modo de ver, el núcleo de la izquierda contemporánea, un verdadero desdén por la realidad efectiva, y una adoración absolutamente acrítica de sus convicciones. Es una mentalidad que también puede verse como la traducción de otro lema latino, Fiat iustitia, et ruat celum (del emperador Fernando I), que prefiere que se haga la justicia aunque se hundan los cielos, solo que esa izquierda occidental perfectamente instalada en sus derechos y comodidades sabe, o cree saber, que su mundo no está en peligro y el cielo no caerá precisamente sobre su cabeza.
Cuando esta clase de izquierda llega al poder espera que se cosechen toda especie de bienes y esa ilusa esperanza hace que promueva soluciones rápidas e imaginativas pero perfectamente inanes (y a menudo muy perjudiciales), por lo que el gobierno progresista de turno se ve lamentablemente desmentido por una realidad poco propicia al seguimiento de sus consignas. Lo que luego sucede es que la izquierda se encuentra prácticamente inerme frente a los problemas reales y tiende a encubrirlos con su discurso moralizador.
Veamos cómo. La izquierda tradicional había puesto especial énfasis en difuminar la responsabilidad individual para buscar la explicación de cualquier fenómeno negativo de la conducta humana en el papel que juegan las “estructuras sociales”, unas realidades represivas que serían la verdadera causa de la infelicidad humana. La desgracia es que la llegada al poder de la izquierda no acaba con esas lacras estructurales, aunque hace más inverosímil acudir a ellas para explicar nada. Entonces pasan dos cosas curiosas: la primera es que la culpabilidad cambia de bando. El gobierno ya no es culpable de nada, no puede serlo porque es el gobierno de la buena conciencia, de manera que cuando gobierna la izquierda, las responsabilidades ya no son imprecisas sino “muy concretas” (como gusta decir esa clase de sabios), es decir de otros.
Un ejemplo del funcionamiento de esa fe superior con la que se cubre la izquierda lo hemos visto estos días con las críticas a las expulsiones de ilegales ordenadas por el gobierno de Sarkozy, perfectamente conformes a la ley, por otra parte. Izquierdistas de todos los partidos y bienpensantes sociales se han dedicado a ponerle a caldo dando a entender (risum teneatis!) que ellos jamás harían algo parecido, aunque nadie, que yo sepa, ha ofrecido territorio para albergar a los perseguidos. Como se puede ver, son muchas las ventajas de la buena conciencia, en especial si se posee un cargo público bien remunerado.

La inocencia de Diego Pastrana

En ocasiones un suceso relativamente simple puede hacernos reflexionar con más intensidad que cualquier argumento sofisticado. La falsa y gravísima acusación a Diego Pastrana, el joven canario que durante unas horas fue considerado asesino y violador de una niña de tres años, parece haber removido las conciencias de los periodistas y, cosa insólita, ha hecho que algunos medios hayan pedido perdón.

¿De qué hay que pedir perdón? Siempre me ha parecido genial la definición que Chesterton daba del periodismo (“decir que Lord Jones ha muerto a quienes no sabían que Lord Jones estuviese vivo”) lo que define una actividad no excesivamente rigurosa, pero básicamente honesta. En el caso del joven canario, lo que ha ocurrido no es, simplemente, que la gente (tanto periodistas como lectores) no supiese quién es Diego Pastrana, puesto que de saberlo no habría creído lo que se le atribuía, sino que muy buena parte del periodismo que ahora se practica es un periodismo moralizante y, por ello, necesariamente morboso, en el que determinadas noticias tienen que ocurrir para no desmentir el tópico corriente de la moralidad pública, y a nada que aparece algo que recuerda levemente a un elefante, alguien grita que estamos en la selva y todo el mundo se pone a correr, a disparar o a lo que crea que le toca hacer en el mundo salvaje.

Diego Pastrana no es propiamente una víctima de los periódicos, ni de los periodistas, es directamente víctima de buena parte de los gloriosos prejuicios contemporáneos, esos que jamás nadie debiera atreverse a poner en tela de juicio. No me entretendré en señalar cuáles son esos prejuicios en el caso de Diego, por lo demás bien obvios, pero sí digo con rotundidad que el mal que se le ha causado depende directamente de la estúpida inanidad de nuestra buena conciencia. Las cosas son de tal modo que no resulta extraño que existan quienes exploten el mercado de consumo de tales conciencias, a la vez vulgares y exquisitas, las industrias de la buena conciencia de las que habla Paul Theroux.