Los partidos no son lo que debieran

Una de las cosas que está fallando de manera más estrepitosa en la democracia española son los partidos políticos. Ni sirven para lo que se supone debieran servir, la Constitución les asigna misiones que o ignoran o incumplen, ni sirven a España, ni, en realidad, sirven para cosa distinta que para entronizar pequeñas dictaduras, con tendencia a ser hereditarias, en las que nadie pueda pensar ni decidir al margen de lo que diga el líder de turno.
El mejor ejemplo de todo esto es la situación en la que actualmente se encuentra el PSOE, incapaz de decirle a su líder que se retire porque hace falta hacer otra política, una política que Zapatero no puede encarnar de ningún modo. Muchos dirán que el inmovilismo y el aferrarse al líder es la mejor garantía para sobrevivir que el partido tiene como tal, pero esto es falso de toda evidencia. El PSOE va a pagar muy caro los errores de Zapatero, pero podría salvar muy buena parte de los muebles si le señalase inequívocamente el camino de la dimisión, no para convocar elecciones, sino, simplemente, para dejar paso a otro capaz de hacer lo que el mundo entero nos exige, y lo que nuestro bien común demanda.
Sería milagroso que pasase algo como lo que acabo de decir, pero solo lo consideramos milagroso porque nos hemos acostumbrado al fatalismo dictatorial, a soportar con paciencia sobrenatural, los males que nos infligen los que mandan, ignorando que la esencia de la democracia es la destituibilidad pacífica del que lo hace mal, es decir, que carecemos casi completamente de democracia.
Es muy importante que cunda la conciencia de que hay que acabar con el cesarismo, con la dictadura de unos pocos, pero para nuestra desgracia, a veces parece como si los españoles lleváramos en la sangre ese sometimiento humillante, ese servilismo impotente hacia quienes nos desprecian con sus acciones y su idiotez empavonada de absurdas razones.

De nuevo sobre el Tea Party y España

Los profesores Rafael Rubio Y Pedro Schwartz han hecho, días atrás, en La Gaceta, un análisis muy cuidadoso sobre la posibilidad de que llegare a existir en España un movimiento ciudadano como el Tea Party. Poco hay que añadir a las razones que han aducido, aunque, en mi opinión, si convendría argumentar que, en cualquier caso, sería lo conveniente, cosa que estoy cierto suponen ambos analistas.
La verdadera cuestión es si es posible que en España se puedan imponer procesos sociales que se inicien desde abajo. Nuestra tradición indica todo lo contrario. En la historia española es casi completamente imposible encontrar un caso de cambio que no haya sido, de uno u otro modo, una revolución desde arriba. Esto es precisamente el cambio que podría haber traído consigo la democracia, pero el hecho es que, en buena medida, ese proceso de maduración ha sido efectivamente cortocircuitado por las instituciones que deberían nutrirse de él.
La democracia española llegó a instalarse, ciertamente con el aplauso del público, pero a iniciativa, sobre todo, de las minorías políticas, de la generosidad de los herederos del franquismo, por una parte, y del interés de los partidos de la oposición, un colectivo que, hablando en serio, apenas pasaría del millar de personas. El reducido número de quienes tomaron parte activa en este proceso explica, por cierto, la importancia que adquirieron los intereses nacionalistas, un asunto que, en verdad, preocupaba muy poco a la inmensa mayoría de los españoles. No pretendo, ni mucho menos, deslegitimar un proceso que tiene tantos aspectos admirables, pero creo que es un error muy grave no mirar de frente a los hechos.
Una vez legitimados por la casi totalidad de los ciudadanos, los políticos no han sentido ninguna necesidad de ampliar el campo de juego y se resisten bravamente a ceder parte de sus poderes, a ser meros representantes, y tratan de comportarse como soberanos absolutos. No cabe duda de que, por feo que resulte el aspecto teórico de esta conducta, ha gozado durante décadas de un consenso social muy fuerte.
Si los políticos hubiesen hecho sólo política, es probable que ese círculo de hierro que les evita el sometimiento efectivo a la voluntad popular se hubiese podido perpetuar de manera indefinida, porque una cierta amalgama de tecnocracia y buenas maneras hubiese podido permitir que el público se dedicase a vivir exclusivamente lo que se llama la libertad de los modernos, a hacer de su capa un sayo en su vida privada, la que más les interesa, sin duda.
Ahora bien, a día de hoy se ha roto el hechizo y ya abundan quienes se quejan de la tiranía de los partidos, de su falta de democracia interna, de su egoísmo político y de sus extralimitaciones. No es el Tea Party, pero es el caldo de cultivo imprescindible para que las cosas puedan comenzar a cambiar. La ecuación se ha roto, de alguna manera, por un error de cálculo que hay que atribuir, sobre todo, a la izquierda zapateril.
Veamos el asunto un poco más de cerca. El respeto a la autonomía del poder político, su derecho a vivir en un Olimpo más o menos lejano, atento únicamente a los lentos y previsibles movimientos de las encuestas electorales, implicaba necesariamente que el poder político cumpliese dos mandatos esenciales que el zapaterismo ha transgredido de modo deliberado y muy grave: en primer lugar, desde el punto de vista del orden práctico, pero no de la importancia, que se realizase una gestión mínimamente ortodoxa de la economía común, y, en segundo lugar, que es en realidad el primero por su trascendencia de fondo, que el poder político no se metiese en aquellos asuntos que el público considera de su exclusiva incumbencia: en temas de moral, de educación o de ordenamiento civil.
Es obvio que Zapatero ha hecho, y plenamente a conciencia, exactamente lo contrario: ha pretendido convertir su mayoría política en una cátedra de moral, imponiendo sus visiones a golpe de ley positiva, lo que ha irritado profundamente a una buena parte de españoles y molestado a todos, menos a la minoría visionaria que confunde la política democrática con la imposición de sus manías, y ha sido, además el responsable de una ruina económica atosigante.
Se dirá que es sólo la derecha quien puede protestar de que haya sucedido esto. No me parece cierto, primero porque creo que existe una izquierda más razonable disconforme con esa contaminación de su agenda política, Y, sobre todo, porque son muchos los ciudadanos independientes que temen que se haya abierto una vía que nadie sabe a lo que pudiera llevar.
Entre nosotros está cambiando el clima social con el que se asiste a la política y, se parezca o no al Tea Party, que se puede discutir, esta situación es completamente nueva. Otra cosa es que la izquierda, y sobre todo la derecha se equivoquen acerca de la naturaleza del cambio y empeoren las cosas, o que la sociedad civil se agote en su protesta, pero no creo. Algo nuevo se mueve bajo el Sol de la vieja España, y es bueno que así sea.
[Publicado en La Gaceta 15 de noviembre de 2010]

La «devotio iberica»

La especial fidelidad a sus jefes de algunos soldados iberos llamó la atención de los cronistas romanos; se trataba de un sistema similar a la clientela romana, un pacto de mutua protección entre un poderoso y quienes le defendían, y se lucraban de sus favores.

Eso que producía admiración se ha convertido en un vicio muy hispano en la política, y es una de las trabas más serias que se puedan poner al desarrollo de una democracia, de los valores morales que debiera promover. El devoto de su líder está íntimamente corrompido porque no atiende a razones, ni tiene otro interés que el mantenimiento de su status y el de su jefe. Estrictamente hablando, no representa a nadie, aunque haya sido elegido por los ciudadanos. Solo se defiende a sí mismo y a sus intereses, a través de la prostitución de su lealtad al partido, y a sus ideas, en una lealtad ciega a lo que su jefe decida en cada caso. Para estos tales no existe otro bien que el propio y eso sirve para justificar cualquier mentira, cualquier inmoralidad, cualquier traición y, desde luego, el completo olvido de los intereses de la patria.

No hay expresión más significativa de ese fenómeno que el llamado patriotismo de partido, el hábito de anteponer los intereses, electorales y de cualquier otro tipo, a toda consideración del género que fuere. Quienes así se comportan corrompen desde la raíz los fundamentos de la democracia, secuestran la soberanía popular y traicionan a la libertad, a la democracia, a sus electores y al conjunto de la sociedad.

Mariano Rajoy ha recordado a los diputados del PSOE que sus obligaciones con los españoles están por encima de la lealtad al presidente que han elegido. Me temo que se tratará de un recordatorio inútil, además de que desconozco la autoridad moral de Rajoy para pedir algo como eso, cuando él ha fomentado entre los suyos exactamente lo contrario, por ejemplo cuando controló desde arriba y en su exclusivo beneficio el bochornoso Congreso de Valencia.

Los españoles tenemos un problema con la devotio iberica, con la forma en que la entienden los partidos políticos y nuestra democracia será estéril mientras no se pueda romper ese pacto contra natura y contra la democracia misma. Con el cuento de la disciplina de voto la política española se ha instalado en un inmovilismo estéril y muy peligroso cuando, como ahora, es imperativo que las cosas cambien.