Quod vitae sectabor iter?

Esta expresión de Ausonio, que traduce una vieja sentencia pitagórica, tiene una especial vigencia en el mundo de la edición, un universo en el que las tecnologías lo están poniendo todo patas arriba. Tanto los editores, como los autores y los lectores, nos preguntamos varias veces al día qué camino escoger de entre los miles de vías, senderos y trochas que se nos ofrecen de manera incesante. Mi impresión es que los únicos que saben con certeza qué es lo que deben hacer son los que tiene fuertes intereses establecidos; los demás, pero también ellos, nadan como pueden en medio de una confusión creciente alimentada por toda suerte de datos de confusa interpretación, de guerras de cifras, de iniciativas más o menos originales, de miedos y promesas.
Yo me confieso confusísimo, tal vez porque carezca casi completamente de intereses en este asunto, bien que a mi pesar. Siempre he creído que la meta a la que habría que llegar estaba clara, pero siempre he sabido también que ese Eldorado está detrás de sierras de difícil acceso, de selvas temibles, de ríos desbordados e incontrolables.
Ensayaré ahora una especie de brevísimo esbozo de lo que considero deseable desde el punto de vista de los tres actores ideales y decisivos de la presente comedia: el autor, el lector, los editores.
Los autores quieren algo que ahora se ha convertido casi en un imposible físico: ser conocidos. Ser conocido siempre ha sido algo reservado a unos pocos, aunque se supiese con certeza qué clase de cosas habría que hacer para intentarlo. Lo paradójico de la situación es que ahora cualquiera puede hacer el equivalente de aquellas cosas (tener un editor, o serlo uno mismo, hacerse propaganda, etc.) con el gravísimo inconveniente de que el número portentosamente engrandecido de autores y emisores hace que la posibilidad de sobresalir sea cada vez más remota y azarosa. Es lo que tiene la democracia, que trae mucha confusión. Además, el número, y la altísima tasa de reposición de las más variopintas especies de famosos, hace casi quimérico lograr siquiera un minuto de gloria, no digamos ser un Cervantes, un Lope o un Ortega.
La segunda cosa que siempre han querido los autores es vivir de su trabajo, y aquí ocurre otra vez lo mismo: el panorama no puede el más confuso. Nadie sabe cómo va a acabar siendo la economía de la cultura literaria en la era digital; lo único que se sabe es que será muy distinta, pero no ha aparecido de manera inequívoca una senda que pueda seguir la mayoría de los autores con la seguridad de no estar dilapidando su capital intelectual, pro llamarlo de algún modo.
Los lectores están divididos. Hay una amplísima fracción que se sigue aferrando al libro de siempre (y al periódico de siempre), es decir que todavía no se han dado cuenta de que ya están muertos. Los que no se oponen a leer en pantallas, los que, como yo, prefieren una pantallade tinta electrónica a cualquier otro soporte, están sometidos, sobre todo en España, a un régimen de auténtica escasez; los editores tradicionales se han propuesto el sitio de la Zaragoza digital, y nos tienen sometidos a un ayuno forzoso porque la oferta es inexistente, pero no ganarán los gabachos. Para los lectores en inglés la situación es muchísimo menos grave, pero dista bastante de ser normal, no digamos perfecta. Los libros siguen siendo carísimos, como si los editores tuviesen como único fin de su negocio el mantener los precios a toda costa, una política absurda que les llevará a la ruina, espero, en no mucho tiempo.
Parece como si los lectores fuésemos, en estos momentos, rehenes de una lucha titánica entre grandes compañías de electrónica y monstruos de la distribución que amenazan con destruir y comerse a cualquiera que asome la gaita, mucho más si es imaginativo, de manera que las posibles y buena soluciones están embargadas a la espera de que alguien pueda dar el golpe definitivo. El caso es que en los dispositivos lectores específicos, los e readers, lo único realmente bueno es la pantalla, mientras la navegación, el hojeo, y la toma de notas, todo lo que suele querer un buen lector, por exagerar un poco, sigue siendo una tarea de romanos.
Los editores, al fin. Creo que lo que ocurre es que, desde hace ya mucho tiempo, ya no hay editores, sino vendedores, y que no están haciendo ni el más ligero esfuerzo para comprender las oportunidades de negocio que les abre el nuevo sistema, al tiempo que siguen tratando de conservar, al precio que fuere, el momio antiguo, un momio relativo, porque muchos están quebrados, pero ahí siguen como el perro del hortelano.
Quod vitae sectabor iter? Lo tremendo es que no es fácil saber cuánto tiempo durará esta situación de espesa confusión, si es que alguna vez se acaba, que se acabará, sin duda. Me parece que la única contribución a la claridad que se puede hacer es la defensa de los valores básicos que están implicados en estos asuntos, aunque los que de verdad se defienden con denuedo, y con sofismas absurdos e indignos, son los puramente mercantiles, la lucha de los muleros contra el ferrocarril que, en España, en concreto, ayudó muy eficazmente a que nuestro ferrocarril fuese una caricatura de lo que podía haber sido. Los muleros, ¡qué carácter!

La religión del papel

En los años, casi juveniles, en que me dio por ser editor, trabajaba con un imprentero, lamentablemente ya fallecido, del que llegué a ser amigo. Era un tipo irrepetible porque era un loco, digamos, cervantino, es decir, perfectamente sensato y caballeroso, salvo cuando se le hablaba del papel; entonces entraba en trance y se veía perfectamente que, para él, el papel era lo importante y que, en comparación con el papel, lo que pudieran decir los libros era una fruslería. Pese a esa locura, le profesaba un enorme afecto porque era una bellísima persona.
Me acuerdo muchísimas veces de mi amigo Enrique cuando escucho las jeremiadas de los defensores de la imprenta y del papel como algo equivalente a la ciencia, la cultura y la libertad. Todas las técnicas poderosas han suscitado rechazos, y han procurado revestirse de respetabilidad. Una de las objeciones de fondo a la lectura digital, y a los aparatos que la facilitan, ha sido la supuesta existencia de determinadas dificultades para la lectura sobre pantalla, ignorando deliberadamente que la tecnología de tinta electrónica no produce cansancio alguno a los ojos; ese argumento, si pudiéramos llamarlo así, se suele adornar con diversas pamemas fisiológicas y semióticas sin mayor fundamento, como si el entendimiento, la sensibilidad, la reflexión y el espíritu crítico, que son las cualidades que ennoblecen la lectura, hubiesen aparecido en el mundo gracias a Gutenberg.
No hay más remedio que sospechar que el verdadero quid de la cuestión está en el interés por forzar la supervivencia de unas industrias acabadas. Además, se confunde un libro con un objeto, ignorando que los libros no son un mero mazo entintado de páginas, sino un conjunto de argumentos, de metáforas, de discursos.
La edición encontrará su papel con enorme claridad en el mundo digital, porque no se limitará a producir copias de una determinada composición en páginas y en tipos, sino a enriquece el libro con todo lo que enriquecerá su lectura, su comprensión, con lo que sea capaz de iluminar su significado y su influencia en cada momento. Los clásicos revivirán porque siempre habrá estudiosos dispuestos a editarlos, sin que se necesite el aval de un agente mercantil que calcule el coste de la impresión, el marketing y la distribución de lo que ya será para siempre su obra, no la del autor.
Ignorar las posibilidades que se abren a la edición, en el sentido propio y no mercantil del término, es un error imperdonable. Las perspectivas que se abren asustan, porque vemos cómo se desmorona un edificio de varios siglos, pero hay que perder el miedo a que las autorías se disipen, a que los escritores no puedan vivir de su oficio. El derecho principal de los autores es el derecho a ser leídos, y su remuneración no hará sino crecer en el nuevo entorno digital, que puede y debe aspirar a ser mucho menos mediatizado que el de la imprenta. Los dispositivos dedicados a la lectura han llegado para quedarse, aunque se desgañiten los agoreros, incluso en esta España tan propicia a las leyendas y que, a veces, parece tan desatenta a los argumentos esenciales.

El olvido de la edición

Hoy en día, siempre que se habla del futuro del libro, la cosa se centra en el futuro de la impresión, en la crisis del papel. Casi siempre se olvida, curiosamente, al autor y al editor, y, por supuesto, se confunde sistemáticamente al editor, que es quien se cuida del texto, con el empresario que lo imprime y lo distribuye para su venta. Pues bien, el futuro digital en el que, pese a quien pese, la circulación de textos se verá casi enteramente desprovista de trabas meramente mercantiles, el papel del editor será absolutamente decisivo. No me refiero a las nuevas obras, aunque también, en las que el papel del editor tal vez pudiera tender a confundirse con el autor mismo, sino, sobre todo, a la circulación de textos clásicos cuyos derechos de autor ya no están vivos, independientemente de cómo se vayan a regular en el futuro estos derechos.

La edición impresa hacía muy cara la renovación de las ediciones, cosa que ahora puede ser mucho más asequible. Pongamos el texto de La Regenta, por ejemplo. A cualquier lector medianamente culto, cosa que será, sin duda, quienquiera pretenda la lectura de la novela de Clarín, le convendrá manejar una edición reciente, bien anotada, en la que se incorporen la mayoría de los recursos críticos y de las notas que ha producido la ya larga tradición de lectura y de crítica de ese texto. Podrá haber, por tanto, muy diversas ediciones de esa novela y los lectores podrán escoger la que les inspire mayor confianza, aunque luego apenas hagan uso de la lectura de notas y complementos eruditos. Antes, los costes del papel, la impresión y la distribución, impedían esa abundancia que ahora podrá abrirse paso sin esos inconvenientes enteramente ajenos al texto y a la investigación sobre el mismo. Las nuevas ediciones digitales podrán gozar de una visibilidad prácticamente universal, en especial si se hacen bien los deberes en la red, y podrán venderse a un precio que disuada a cualquiera de su copia o de su pirateo. Cuesta trabajo imaginar un mundo así, pero me parece que es a eso hacia lo que vamos.

Los editores, en el sentido textual o intelectual del término, seguirán ganado dinero por su trabajo, tal vez más que nunca. Los editores digitales, en el sentido mercantil del término, también ganarán su dinero si aprenden a hacer las cosas bien en un contexto enteramente distinto; un mundo en el que las dificultades ajenas al oficio intelectual (el papel, el transporte, el almacenamiento, la distribución, etc.) prácticamente desaparecerán, y en el que, tanto los textos como los lectores podrán alcanzar unas dimensiones enteramente desconocidas hasta ahora, un enorme nuevo mercado con una capacidad de renovación, y de preservación, realmente maravillosa.

[publicado en adiosgutenberg.com]

Como lágrimas en la lluvia

La revolución digital está teniendo efectos paradójicos. Tal vez el primero de ellos sea el que se refiere al incómodo papel que están jugando muchos de los grandes mandarines de la cultura y de la información: estaban cómodamente instalados en sus poltronas largando a hora y a deshora contra los conservadores, abogando de modo insistente en pro de las virtudes del cambio, y, de repente… se les hunde el suelo bajo sus píes, les cambia el modo de producción y se descubren sus vergüenzas. Los más honestos de entre ellos, no es que abunden, caen en la cuenta de que defendían el cambio bien entendido, es decir, el que no pudiese afectarles a ellos, y, claro, eso resulta, como mínimo, poco elegante.

Algunos pretenden, todavía, que cualquier forma de producción cultural o informativa deberá subordinarse a sus instrucciones, a su forma de construir el mundo, esto es, a sus intereses y los de sus negocios. Magnates y expertos directores de conciencias ajenas descubren con sorpresa que empieza a configurarse un mundo en el que su papel no está claro, y sus beneficios están francamente oscuros. Llevan años tratando de que sus tradicionales aliados, los gobiernos y los legisladores, inventen algo que les mantenga en ese pasado que nunca imaginaron que fueran a defender, pero las infinitas y arteras maniobras que se emprenden en ese sentido no acaban de cuajar. Les falta imaginación y les sobra codicia.

¿Qué será de nosotros? Se preguntan como si se preocupasen de otra cosa que no fuese su negocio y su poder. No se sabe en qué parará todo esto, pero sí se sabe que los simples mortales, y, entre ellos, los autores, deberíamos propugnar soluciones que favorezcan los intereses en que seguimos creyendo: las libertades de pensamiento y expresión, la circulación de información y opiniones, la creación de lugares de encuentro, la existencia de lugares estables de publicación, la fundación de entidades que garanticen un cierto nivel de calidad y de honestidad, la invención de un futuro a la altura de las posibilidades de las tecnologías digitales. Todo esto nada tiene que ver, absolutamente nada, con los intereses de las viejas industrias del papel, las ondas o las imágenes. Ellas habrán de buscar su lugar al nuevo sol y tal vez lo encuentren, aunque, parafraseando a Philip K. Dick, muchas de ellas se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, porque es hora de morir.


[Publicado en adiosgutenberg.com]