Voy a hacer una comparación maniquea, pero el maniqueísmo puede ser ilustrativo. Repaso mis notas del libro de Javier Ordoñez, Ideas e inventos de un milenio, 900-1900, al tiempo que leo lo que dicen en los medios los defensores de Garzón. Por una parte me encuentro con tipos como John Harrison, Hans Lippershey, o Claude Chappe, a los que casi nadie conoce, y por otra con celebridades universales. Sin los primeros, prácticamente anónimos, y miles como ellos, los hombres seguiríamos en el neolítico o algo similar, pero los segundos pretenden ser embajadores del Paraíso, gentes que no se pueden acomodar al esquema común, a esa pretensión, seguramente fascista, de que nadie esté por encima de la ley.
Los primeros comprendieron que el trabajo gustoso y la invención merecían la pena, más allá de su fama y su fortuna. Los segundos pretenden que lo que ellos digan y/o hagan no sea objeto de controversia, porque pertenecen a una casta superior, a una nueva especie de intocables. Su fama no solo les precede, sino que, a su entender, debiera protegerlos de todo mal, de la investigación de los jueces, del cuestionamiento público de sus intereses, de cualquier presunción de control.
Las soflamas en defensa de Garzón son flamígeras, apocalípticas. Es evidente que esa izquierda divina jamás ha podido entender los fundamentos de la democracia liberal, siempre ven sus instituciones como máscaras que pretenden impedirles el dominio del mundo, la burla de su buena intención, la superioridad moral y estética de sus almas. ¿Puede haber algo más inicuo?
Me gusta verlo de otro modo, como una ironía de la historia. Los del partido de Dios, pues así se llamaban, defendían la suprema verdad de sus convicciones más allá de toda la hojarasca dialéctica de los liberales, de aquella peligrosa doctrina según la cual acabaría sucediendo que nadie fuese más que nadie. Ese horror, que parecía patrimonio de una derecha desaparecida, amenaza ahora a esta izquierda post-comunista e impecable, y comprendo que sea insufrible que el juez que veía amanecer pueda ser un delincuente, lo mismo que parecía insoportable a los carlistas que el Rey Nuestro Señor fuese un pretendiente cualquiera y pudiere acabar por ser, a la postre, un ciudadano extravagante.
Cierta manera de entender la izquierda es el último recurso para sustraerse a la marea de vulgaridad que todo lo inunda, para estar en el pináculo, pero el de Garzón se derriba con ruido, y sus coristas se temen lo peor: que están a punto de perder su condición de símbolos, su sala VIP, su patente de corso universal y tendrán que ponerse a la cola del supermercado, como todo el mundo.