Los sectarios anticatólicos, sea por un laicismo tan agresivo como indefendible, sea por un ateísmo beligerante y totalitario, pretenden que Benedicto XVI sea el único ser humano al que se arrebate el derecho a expresar libremente sus ideas. Esta clase de individuos ha debido de pasar un mal fin de semana porque el Papa, en sus visitas a Santiago y Barcelona, ha hablado con claridad paladina, ha puesto voz precisa a lo que piensan, creen y sienten muchos millones de católicos españoles que tienen motivos para sentirse injustamente perseguidos por un anticlericalismo radical que, como ha recordado el Santo Padre, es idéntico al que produjo enormes desastres en la década de 1930.
El Papa tiene no ya el derecho sino la obligación de recordar ciertas verdades que pueden no gozar del beneplácito de quienes quisieran ser los únicos con derecho a defender sus principios, sus ideas morales y sus dogmas políticos, y lo ha hecho con la claridad, la rotundidad y la sutileza que caracteriza el conjunto de sus intervenciones públicas. Es seguro que habrá quienes prefieran creer las mentiras del día que escuchar y aprender de las verdades eternas, pero, por fortuna, ni el Papa ni la Iglesia se dedican a la lisonja, sino a predicar de manera comprensible las verdades que han recibido de la Revelación, los tesoros de sabiduría que atesoran tras una historia ya dos veces milenaria, las enseñanzas de salvación que los hombre necesitamos para comprender con plenitud el sentido de nuestra vida, para sobrellevar las desdichas y los dolores que siempre nos reserva.
Si bien se mira, es incomprensible que este Papa suscite en algunos sectores un rechazo tan radical. Es llamativo que los enemigos de la Iglesia se pongan tan nerviosos cuando encuentran a su frente a un hombre tan templado, tan razonable, tan sabio y tan prudente como los es el Papa actual. Es precisamente la inatacabilidad intelectual de sus argumentos lo que les saca de sus casillas, porque no soportan que la Iglesia ofrezca una imagen que es irreductible a la caricatura que de ella hacen con sus conceptos, tan sectarios como necios. Tienen muy mala suerte, porque, en efecto, este Papa no es una figura que se preste con facilidad a sus tergiversaciones. El Papa Benedicto XVI no solo es el representante de Cristo en la tierra para los más de mil millones de católicos de todo el mundo, es también un pensador profundo y un hombre muy atento y perceptivo para comprender cuanto ocurre a su alrededor, las formas de ser y de pensar que se promueven en el mundo. Por eso oyen con respeto su palabra no solo los católicos o los cristianos, sino cuantos pretenden honradamente hacerse cargo de lo que está pasando en un mundo cada vez más complejo y desconcertado.
Las intervenciones del Papa, tanto en Santiago como en Barcelona, han sido mesuradas, respetuosas, pero, sobre todo, muy inteligentes, claras y sólidas. El Papa no ha dejado sin tocar ninguno de los aspectos esenciales para que nos hagamos una idea razonable de los medios que tenemos para entender el sentido de nuestras vidas, para exponer con coherencia y brillantez la visión cristiana del mundo, la forma de pensar y de sentir que ha permitido la existencia de nuestra civilización, la cosmovisión sin la que son incomprensibles la historia y las instituciones que han hecho de la cultura occidental un modelo de convivencia entre el conocimiento científico, el bienestar económico, el progreso social, la libertad política y el pluralismo, en suma, una convivencia correcta entre las exigencias de la razón y las verdades de la fe cristiana.
El Papa ha denunciado con claridad, como ha hecho en numerosas ocasiones, la existencia de corrientes que quieren acabar con nuestras raíces, que quieren eliminar aún el más recóndito vestigio de la fe, que, aunque lo disimulen, suponen una gravísima amenaza para la libertad de conciencia, para cualquier libertad, en suma. Como buen teólogo, el Papa afirma que la razón de esa vesania destructiva depende de la voluntad de hacer del hombre un dios, de convertir al verdadero Dios en un enemigo del hombre.
Frente a esa ideología totalitaria el Papa ha defendido que el hombre es la gloria de Dios, y Dios la mayor gloria del hombre, que en Dios encuentra el hombre su auténtica vocación, y el apoyo último a su libertad que, de otro modo, se vería indefectiblemente sometida al ciego impulso del determinismo o de un destino inevitable. La libertad y el cristianismo son inseparables, y por eso el Papa ha elogiado la grandeza de nuestra tradición, ante el bellísimo marco del Obradoiro, pero también la modernidad, la técnica, y la belleza de sus realizaciones, bajo la soberbia máquina del barcelonés templo de la Sagrada Familia, la más impresionante joya de la obra de un artista genial y de un cristiano piadoso como lo fue Antonio Gaudí.
El Papa ha defendido la vida, desde su concepción hasta su declive natural, y ha recordado que la familia es el lugar del amor, de la procreación, de la entrega, de la solidaridad, y que es obligación de los poderes públicos protegerla, porque la vida es el primero de los bienes y de los derechos. Es lógico que haya quienes no soporten oír verdades tan obvias dichas con tanta autoridad y entereza, aquellos que están imponiendo leyes que buscan exactamente lo contrario, como ese personaje al que se le ha ocurrido llegarse hasta Afganistán para evitarse el mal trago, pero los creyentes y los hombres de buena voluntad estamos de enhorabuena por la suerte de haber tenido entre nosotros a un Papa que habla con tanta claridad como sabiduría, que tiene razón.
[Editorial de La Gaceta]