La lectura y el color

ristóteles afirmó que la vista es el sentido preferido por los humanos debido al saber que proporciona. Pese a esa vieja y fundada opinión, me temo que amemos la vista más por el placer que por el saber, aunque no sé cómo se podría decidir una cuestión de este estilo. La vista nos entrega formas y colores. Las formas han sido decisivas en el saber y en la comunicación: la escritura, la religión, la metafísica y, por supuesto, la geometría y la ciencia se basan, sobre todo en formas, en ideas. Los colores han sido menos decisivos para el saber, pero resultan irremplazables para el gusto, para la emoción y el hedonismo.
Casi desde los comienzos de la escritura se ha procurado ilustrar los libros con colores, complementar la información con emociones. Desde los Beatos a los colorines hay una línea continua que ensalza la belleza del color, la pobreza del gris, del blanco y el negro.
Esta oposición, entre la sobriedad del contraste bicolor y la sensualidad de una paleta cromática cada vez más completa, está teniendo ahora una cierta importancia, a la hora de decidir la forma más eficaz de instrumentar soportes digitales de lectura.
Hasta hace muy pocos años, los periódicos de papel eran completamente bicolores, pero los técnicos y los especialistas de marketing pensaron que el papel gris no podría competir con la televisión en color, y los diarios empezaron a rendirse a las imágenes, a poner los textos a sus píes. Ahora ya son muchos los que se sienten incapaces de leer algo que no venga ilustrado con colorines, los mismos que se sienten incapaces de ver cualquiera de las joyas del cine negro. En homenaje a esa clase de ciegos para el claroscuro, las portadas de las novelas, un género clásico del blanco y negro, se ilustran actualmente no con tipografías sino con imágenes propias del cine en tecnicolor.
Los dispositivos lectores han logrado perfeccionar mucho la técnica del papel electrónico o tinta electrónica (e-paper o e-ink), pero no acaban de triunfar plenamente porque muchos posibles lectores, fieles a esa devoción del colorín, exigen pantallas sensualmente cromáticas que, al menos hasta ahora, no se han podido fabricar con la tecnología de la tinta electrónica, tan amigable con el descanso y el bienestar de nuestros ojos. En cambio el i-pad de Apple, además de otras ventajas que pueda tener, funda su atractivo en su capacidad para actuar como dispositivo lector de libros, y periódicos, precisamente porque soporta el color, algo completamente inútil, cuando no perjudicial, para el verdadero lector.
Tras todo esto se oculta, me parece, un engaño, un equívoco muy poderoso. Las grandes ventajas de los aparatos que poseen una pantalla de tinta electrónica son dos, fundamentalmente: la primera que no cansan la vista, cosa que puede ser extenuante si se lee de manera continua, durante horas, un texto en una pantalla de PC o de una tabletcomo el iPad; la segunda es que es que se trata de dispositivos exclusivamente dedicados a la lectura, aunque los fabricantes incluyan en ellos, de forma bastante absurda, música u otra clase de cosas, en lugar de mejorar exclusivamente su eficiencia en la finalidad principal. Lo que hay detrás de todo esto, me parece, es que la sola lectura, solitaria, pasiva, maniática, está un tanto en decadencia, lo cual puede parecer un argumento tomado de los delirantes defensores de los libros impresos, pero, vamos a ver, ¿cómo se puede comparar un solo libro con miles o millones disponibles con un solo gesto soberano?

¿Libros electrónicos o lectores?

Según parece, las Academias de la Lengua Española han acordado incluir en su próxima versión del Diccionario el término libro electrónico con dos acepciones, la primera se referirá a los dispositivos que permiten almacenar, reproducir y leer libros, y la segunda a los libros digitalizados que puedan leerse en esos dispositivos.
Me parece un desacierto, que quieren que les diga. Es posible que pueda considerarse admirable el esfuerzo de las Academias para mantener unida la lengua, pero no es tan seguro que sus trabajos rindan los frutos que se supone, ni que sus ideas sean siempre las más afortunadas. Creo que en este caso han tratado de ir más deprisa que el uso común, para eso se tienen por más sabios, imagino, y tengo la impresión de que su soluciónno ha sido demasiado brillante. No es que yo me oponga a que se llame libro a dos cosas que son muy distintas, a un contenido y a un soporte; si tal cosa fuese un error, que lo dudo, es ya demasiado viejo y común, es lo que hacemos al llamar libro al tiempo al Quijote y al volumen en que está impreso.
Lo que creo es que los académicos han tratado de que permanezca una analogía entre el mundo impreso y el digital, y esa analogía estalla por todas partes. El libro-aparato es, en realidad, un lector, mientras que los libros, en el sentido no material del término, son ideas objetivas que se pueden representar de infinitas maneras, en libros-volúmenes impresos, o en sistemas digitales que permitan su lectura. La diferencia entre el libro-volumen y el dispositivo digital que sirve para soportar miles de textos, no es demasiado relevante si se mira desde el punto de vista cuantitativo, un libro por volumen en el caso impreso, miles por lector digital en el caso del dispositivo, pero puede ser interesante desde otros puntos de vista. El dispositivo digital le devuelve al libro, a la obra que alguien ha pensado o imaginado y luego escrito, su singularidad más interesante, aquello que le hace ser él y no otra cosa. No me parece, por tanto, feliz la solución de llamar libro, como en el mundo de la imprenta, tanto al texto como al dispositivo que usamos para leerlo. Creo que portalibros o lector son mejores denominaciones que libro, pero eso ya se verá, será cosa de que pase el tiempo, el que se tome el progreso en dejar a las ediciones en papel tan fuera de juego como hoy lo están las carrozas.
Mi segunda discrepancia es con el calificativo electrónico, que huele, como mínimo, a naftalina, y que unido a libro compone una denominación, acaso correcta desde el punto de vista, digamos, científico, pero imposible de mantener en el uso popular. Lo lógico, por economía del lenguaje, es que le acabemos llamando al texto como siempre, libro, y al aparato con alguna única palabra que aún no tenemos, pero que surgirá. A mí, lector,a secas, me gusta mucho más, entre otras cosas, porque no hay ningún otro objeto al que nos refiramos con ese nombre. Contra portalibros, una buena sugerencia de Darío Villanueva, tengo que, aunque pueda parecer término más correcto, sea palabra que se aplique también a otros objetos, y que no ayude a sugerir la función de aquello que designa, lo que en un nombre nuevo puede ser de interés. Este objetivo utilitario se logra holgadamente con lector, tal es la razón de mi preferencia. De cualquier manera, todavía hay demasiado pocos lectores como para que ese uso, o cualquier otro, se imponga.

Esto sí que es una noticia

Hoy me he desayunado con una noticia realmente esperadaSegún Amazon.com, las ventas de los libros electrónicos han superado por primera vez las de los de papel. Parece que, además del crecimiento normal cuando las cosas se hacen bien, el crecimiento se ha podido deber a la bajada de precios de su lector Kindle, que ahora vale solo 189 dólares, lo que ha hecho que  en la primera mitad de 2010 se hayan vendido tres veces más Kindle que en la primera mitad de 2009. En el mes de junio Amazon ha vendido 180 libros digitales por cada cien libros impresos en papel, y eso que el precio de los digitales todavía no ha llegado a ser lo barato que podrá ser en el futuro.
Amazon tiene a la venta 630.000 libros digitales de pago y 1,8 millones de títulos gratuitos. Los libros de Amazon pueden leerse, además, en muchos otros dispositivos, además de en el PC con una aplicación que Amazon proporciona de manera gratuita. El futuro, por fin, se acerca. 

La religión del papel

En los años, casi juveniles, en que me dio por ser editor, trabajaba con un imprentero, lamentablemente ya fallecido, del que llegué a ser amigo. Era un tipo irrepetible porque era un loco, digamos, cervantino, es decir, perfectamente sensato y caballeroso, salvo cuando se le hablaba del papel; entonces entraba en trance y se veía perfectamente que, para él, el papel era lo importante y que, en comparación con el papel, lo que pudieran decir los libros era una fruslería. Pese a esa locura, le profesaba un enorme afecto porque era una bellísima persona.
Me acuerdo muchísimas veces de mi amigo Enrique cuando escucho las jeremiadas de los defensores de la imprenta y del papel como algo equivalente a la ciencia, la cultura y la libertad. Todas las técnicas poderosas han suscitado rechazos, y han procurado revestirse de respetabilidad. Una de las objeciones de fondo a la lectura digital, y a los aparatos que la facilitan, ha sido la supuesta existencia de determinadas dificultades para la lectura sobre pantalla, ignorando deliberadamente que la tecnología de tinta electrónica no produce cansancio alguno a los ojos; ese argumento, si pudiéramos llamarlo así, se suele adornar con diversas pamemas fisiológicas y semióticas sin mayor fundamento, como si el entendimiento, la sensibilidad, la reflexión y el espíritu crítico, que son las cualidades que ennoblecen la lectura, hubiesen aparecido en el mundo gracias a Gutenberg.
No hay más remedio que sospechar que el verdadero quid de la cuestión está en el interés por forzar la supervivencia de unas industrias acabadas. Además, se confunde un libro con un objeto, ignorando que los libros no son un mero mazo entintado de páginas, sino un conjunto de argumentos, de metáforas, de discursos.
La edición encontrará su papel con enorme claridad en el mundo digital, porque no se limitará a producir copias de una determinada composición en páginas y en tipos, sino a enriquece el libro con todo lo que enriquecerá su lectura, su comprensión, con lo que sea capaz de iluminar su significado y su influencia en cada momento. Los clásicos revivirán porque siempre habrá estudiosos dispuestos a editarlos, sin que se necesite el aval de un agente mercantil que calcule el coste de la impresión, el marketing y la distribución de lo que ya será para siempre su obra, no la del autor.
Ignorar las posibilidades que se abren a la edición, en el sentido propio y no mercantil del término, es un error imperdonable. Las perspectivas que se abren asustan, porque vemos cómo se desmorona un edificio de varios siglos, pero hay que perder el miedo a que las autorías se disipen, a que los escritores no puedan vivir de su oficio. El derecho principal de los autores es el derecho a ser leídos, y su remuneración no hará sino crecer en el nuevo entorno digital, que puede y debe aspirar a ser mucho menos mediatizado que el de la imprenta. Los dispositivos dedicados a la lectura han llegado para quedarse, aunque se desgañiten los agoreros, incluso en esta España tan propicia a las leyendas y que, a veces, parece tan desatenta a los argumentos esenciales.

Kindle para PC

Como cliente de Amazon he recibido un correo que me brindaba la posibilidad de emplear un programa especial para leer los libros de Kindle en el PC. No he comprado un Kindle porque no me gusta el sistema cerrado que impone a sus usuarios y la exclusividad de sus fuentes, aunque ahora ya puede aliviarse usando el dispositivo para leer textos que hayan llegado a un PC por diversos procedimientos; pese a esa posibilidad todavía no me he decidido a comprar un Kindle, y uso a plena satisfacción mi lector Papyre, como saben mis lectores, escasos pero selectos.

Sin embargo, me he descargado el programa de Kindle y he bajado alguno de los libros gratuitos (por ejemplo, On the Duty of Civil disobedience de J. D. Thoreau, que es un auténtico placer) de la biblioteca digital de Amazon&Kindle y tengo que decir que el programa es estupendo, que la lectura es muy grata (siempre dentro de la molestia de las pantallas de PC) y que no descarto usarlo para leer y consultar en el PC mis libros digitales, una vez que haya sucumbido a la compra del Kindle y los haya pasado a través del PC, pero algo es algo.

Prejuicios perdurables

No hay nada menos efímero que los prejuicios; en realidad, si se cuidan un poquito, pueden llegar a ser eternos, además de conservar una enorme fertilidad. Digo esto a propósito de un comentario, reiterativo como corresponde, de Joaquín Rodríguez en su blog Los futuros del libro, que suele ser un ejemplo heroico de fidelidad a los intereses de esa tradición que confunde el papel con el texto y la impresión con la edición, todo un oficio. Fíjense lo que dice: “Casi ninguno de los libros electrónicos que se comercializan ahora mismo en el mercado […] mejora, a mi juicio, las propiedades y capacidades del libro en papel tradicional”. Lo más curioso de esta afirmación es que, por su forma, parece prometer el descubrimiento de esos libros que se ocultan tras el casi, porque, de no haberlos, hubiera debido atreverse a decir ninguno, que es, seguramente lo que piensa. Pero no, JR no quiere pasar por dogmático y se parapeta en un casique desprecia la capacidad lectora de sus adictos.

La cosa no acaba ahí: resulta que no solo hay mejoras, sino que los libros electrónicos tienen, además, un grave defecto que JR no tiene otro remedio que revelar, a fuer de sincero. Pero hay otro casi: el defecto es tan grave que se pone en boca del “hijo de un reputado colega” (que se vea que no es cosa de ser viejuno, como dirían los de Muchachada Nui), a saber (contengan el aliento): “el libro electrónico […] es un objeto” y sirve solo “para los que ya están habituados a leer en soportes tradicionales, porque no añade ni un ápice de valor adicional, a excepción, claro, de su capacidad de almacenamiento”. O sea, que los que no están habituados a leer deben seguir comprando los libros de siempre.

Hay que reconocer que el hijo del reputado colega de JR ha dado en el clavo. Ahí tenemos la gran diferencia con los libros normales; para empezar, eso de ser un objeto siempre ha estado mal visto por la mayoría moral progre; pero, además, como es obvio, los libros normales son los únicos que valen para los que no están habituados a leer, porque sirven, no es necesario insistir en ello, para decorar encimeras y para que los merluzos se hagan fotos delante de ellos, función en la que hay que reconocer que son imbatibles.

Una vez que se han desvelado los dos grandes defectos metafísicos de estos libros anormales, ya no hay razón para disimular; ya se puede enhebrar el conjunto tradicional de tópicos y defectos: no son táctiles, buscan mal, son lentos, no poseen conexiones, no sirven para anotar, no dan color, tan esencial para una lectura culta, etc. Esta enumeración es un catálogo de malas intenciones, algo así como si se describiera una biblioteca diciendo que no hay música, que no se pueden tomar cubatas, que está prohibido bailar y que además no se pueden realizar acampadas.

Lo peor, sin embargo, está por llegar y aquí JR se desmelena. Dice nuestro peculiar profeta libresco que los textos no son redimensionables y que por ello suelen (¿dependiendo del azar?) ser ilegibles e inmanejables. Como no podía ser de otra manera, JR se indigna: “un menosprecio ultrajante a cinco siglos de artes gráficas que ningún editor debería aceptar y que ningún lector debería consentir”. Esto de vejar a la tradición le parece muy mal a cualquier progre.

Como es Navidad, y cada uno escoge las tradiciones que le peten, no voy a seguir, aunque JR recomiende no comprar y esperar a que la tecnología vaya superando las pegas que a él se le ocurran. Me temo que eso no pasará nunca, de manera que sus infinitos seguidores se lo pueden tomar con calma.

[publicado en Culturas digitales]

¿Arrancan los e-readers?

Son abundantes los testimonios de que estas Navidades pueden ser el inicio de un cierto nivel de masificación de los e-reader en España. Puede ser. Yo que ya soy usuario veterano, tengo que decir dos cosas al respecto: una, como me recordaba esta mañana, Ana Nistal, no conozco a nadie que haya hecho la experiencia de uso de une-reader (con tecnología de tinta electrónica) y no haya quedado encantado; dos, que no creo que el precio, que ya está más bajo, sea ningún obstáculo; los obstáculos están en la boina, en el cierre de la mollera. Son los editores, la mayoría, los periodistas que no entienden nada (que son muchos) y los que hablan de memoria (catedráticos y gente así) los que impiden que la gente se ventile el cráneo. El otro día cenando con un grupo de amigos, un catedrático con fama de bueno entre los suyos, me empezó a decir esa chorrada tan divertida de que las pantallas no se leen y cosas así; le paré en seco y, aunque ya le tenía localizado como un merluzo importante, le he puesto en la lista de los memos irremediables. La única disculpa es que tiene más años que yo, pero eso autoriza a tener peor intención y un cierto desánimo, no da bula para las simplezas.

Algunos que se gastan mucho dinero en cualquier bobada, como un televisor más grande que el salón, se quejan del precio de los e-reader. Lo que ocurre es que leer les parece muy aburrido y así andan de pobreza de argumentos. Es verdad que faltan todavía catálogos interesantes y que, en español, apenas se pueden leer ediciones fiables y casi nada reciente, pero todo se andará, estas Navidades o cuando sea, pero se andará. Las cosas tardan en llegar porque aquí somos un poco tardos, pero la función exponencial empieza a asomarse.

El mal francés

Uno de los indudables beneficios del viajar (o del leer, que suele ser más barato aunque no menos arriesgado) es constatar que lo que en una parte se llama el mal francés, recibe en otra el nombre de mal napolitano, y en un tercer lugar el de purga española. Son cosas del multiculturalismo, diríamos.

Yo, ahora, me acojo a la expresión no para referirme a suplicios de bajos fondos, sino a la persistente manía de ver en el texto digital toda clase de defectos, ciertas carencias metafísico-fantasmales que nos acabarían condenando a la ignorancia sin dejarnos disfrutar del exquisito lenitivo de la pedantería.

Lo llamo mal francés porque me parece que aunque los niños ya no vienen de París, de allí, y de la cercana Bruselas, han salido algunas de las más memas invectivas contra la digitalización, contra Google (aunque, a veces, de tapadillo a favor de Microsoft), o contra los dispositivos electrónicos (o portalibros) dedicados a la lectura. Es claro que el mal no se limita al pentágono galo, porque los afrancesados abundan, lo mismo en Nueva York que en los madriles. La última francesada al respecto, aunque muy moderada, me ha llegado de la mano de libros&bitios, en el blog de José Antonio Millán, y acaso peque únicamente de sensacionalismo al empezar afirmando que la lectura modifica nuestros cerebros, una de esas proposiciones cuya debilidad esencial consiste en la inverosimilitud de sus contrarias (¿alguien puede pensar que la lectura no modifique el cerebro de algún modo?), a lo que suele añadirse una escasísima concreción.

Para anotar algo positivo del signo contrario, me ha llamado la atención que empiecen a menudear estudios y afirmaciones sobre algo que debiera ser obvio, a saber, que los ordenadores son, sobre todo, aparatos de lectura y de escritura y que nada hace creer que la capacidad lectora y expresiva de los nativos digitales vaya a ser menor que la de los que no lo somos. Se trata, casi, de una obviedad, pero comienza a abrirse paso entre las tinieblas que propagan los apocalípticos del tipo de Andrew Keen, gentes capaces de decir inmensas vaguedades como “E-books will make authors soulless, just like their product”, y que se dejan llevar de la funesta manía de mezclar la metafísica con el papel. Pero se hacen famosos, que, al parecer, es lo que cuenta.

[Publicado en www.adiosgutenberg.com]